Las jugadas que importan. Jonathan Rowson

Las jugadas que importan - Jonathan Rowson


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jungla.

      Resulta muy significativo que la minuciosa operación de rescate que se llevó a cabo se denominara Operación Jaque. Las fuerzas de seguridad colombianas rescataron a los rehenes después de observar detenidamente sus movimientos durante meses. Además, tomaron clases de teatro y se hicieron pasar por rebeldes de las FARC. De ese modo, embaucaron a los secuestradores y los convencieron para que fueran ellos los que realizaran un traslado en helicóptero de los rehenes. Betancourt comentó más tarde, en una rueda de prensa, que no supo que estaba siendo rescatada hasta que vio a sus secuestradores desnudos y vendados en el avión. Solo entonces alguien le dijo: “Somos el Ejército Nacional. Estás liberada”.

      Marc Gonsalves comentó que jugar al ajedrez fue, para los rehenes, “una forma de dejar de pensar en la situación tan cruel por la que estábamos pasando”. Keith Stansell, uno de los rehenes más cercanos a Marc, añadió: “Permanecíamos sentados y encadenados, pero gracias a este tipo [Marc] pudimos al menos jugar al ajedrez […] Jugando nos sentíamos libres. Tu mente está conectada con algo, y en ese momento sientes que eres libre. El premio no era otro que ese. Ellos [los secuestradores], sin embargo, ni siquiera se daban cuenta”.

      Existen numerosos relatos en los que el ajedrez ayuda a escapar mentalmente a personas de sus calvarios físicos, pero este es uno de mis favoritos debido a que los rehenes dieron cuenta de aquello que sabe bien todo ajedrecista. El ajedrez es un recurso para escaparse, y no solo para alejarse del dolor y el sufrimiento, sino también para acercarse a la belleza. El escritor italiano Umberto Eco captó esta sensación en una de las frases de una carta de amor imaginaria que bien podría aplicarse al ajedrez: “Solo siendo prisionero de ti disfruto de la más sublime de las libertades”.

      La afirmación de que la concentración es libertad deriva de la idea de que tanto la una como la otra son formas de dominio de sí frente al tiempo. La libertad en cuestión no tiene que ver con la liberación de cualquier constricción. Esta concepción mínima de la libertad suele denominarse “negativa” debido a que se define sin recurrir a ningún contenido positivo. La tesis consiste en que debemos ser libres para hacer lo que elijamos y elegir aquello que queramos, siempre que no causemos ningún daño a nadie. El conocido “principio del daño” suele resumirse de manera sucinta en un conocido refrán popular: “Tu derecho a darme un puñetazo termina justo en la punta de mi nariz”.

      La libertad que el ajedrez ayuda a cultivar, mediante la disciplina y la concentración, es más parecida a aquello que los filósofos denominan “libertad positiva”. El énfasis en este caso recae no tanto en el hecho de ser libre de cualquier restricción, sino en tu libertad para ser o hacer aquello que tiene valor para ti. Se trata de perseguir visiones sustantivas de la buena vida y determinar lo que suponen para el florecimiento personal. La creencia que subyace en la concepción positiva de la libertad es que la libertad moral y la espiritual no son una cosa dada de antemano, sino que tienen que ser cultivadas. De acuerdo con esto, nunca sabemos por completo qué es lo mejor para nosotros, necesitando en algunos casos de toda una vida para descifrarlo. Por momentos, podemos ser criaturas racionales e incluso sabias, pero también somos seres indisciplinados debido a la pasión y las ilusiones. Nuestra libertad, por tanto, no solo se encuentra constreñida por ataduras externas, sino también por la naturaleza misma de nuestro corazón y nuestra mente: disposiciones egocéntricas, tendencias neuróticas y egoístas, o simplemente la servidumbre ante un conjunto limitado de ideas acerca de quiénes somos y cuál es el sentido de la vida.

      Estimar la libertad positiva no significa que tan solo exista una forma de vida buena, pero sí implica resistirse a la idea de que todo lo valorable es una mera cuestión de opinión. Lo que se afirma es que el proceso de crecimiento a lo largo de toda la vida –que implica, por ejemplo, el aprendizaje continuo en la persecución ideal de un bien mayor– da, en última instancia, una vida mejor que aquella en la que tan solo se persiguen experiencias placenteras –por ejemplo, cócteles indiscretos o comidas deliciosas en lugares increíbles con amigos divertidos–. Por supuesto que valoramos tanto lo placentero como el crecimiento personal, y explorar las tensiones y los compromisos entre ambos nos llevaría a meternos en profundas aguas filosóficas, pero la cuestión acerca de cómo vivir generalmente equivale a la cuestión acerca de qué tipo de libertad resulta más importante para nosotros.

      La libertad no consiste tan solo en asegurarnos que somos libres de cualquier coacción, limitándonos a votar de vez en cuando o a comprar todo aquello que podemos permitirnos. La libertad positiva gira en torno a la convicción de que cabe la posibilidad del desarrollo psicológico y espiritual, tanto a nivel individual como social, y que deberíamos hacer todo lo posible para ello. Consideremos, por ejemplo, a todos esos objetores de conciencia que terminaron siendo ejemplos morales, tales como Mahatma Gandhi, Martin Luther King júnior o Nelson Mandela. Todos ellos se vieron privados de libertad por periodos prolongados durante su vida. Ya fuera en la prisión o viviendo en sociedades injustas en las que los peligros siempre estaban al acecho, su libertad de toda constricción siempre estuvo en entredicho y nada puede compensar apropiadamente semejante déficit. Sin embargo, su libertad para desarrollarse interiormente no se vio reducida lo más mínimo, y, como resultado de ello, aún son considerados referentes morales.

      La libertad positiva es, por tanto, una idea inspiradora, pero también tiene sus peligros. Por ejemplo, podemos llegar a afirmar que nuestra nación es sagrada y que el servicio cívico nacional es, a la vez, una obligación y algo bueno para nuestra personalidad. También nos puede llevar a decir que la música clásica es preferible para nuestra mente y nuestra alma que la música pop, o que el ajedrez es preferible para nuestra salud mental a los videojuegos. En palabras de Jean-­Jacques Rousseau, el riesgo de promover la libertad positiva radica en que la gente puede llegar a sentirse “obligada a ser libre”, cuando decimos, por ejemplo, que la libertad debe ser tal o cual cosa y, por tanto, nos vemos obligados a vivir en concordancia con ese ideal.

      Pero también existe el riesgo de sobrestimar dicho riesgo. La libertad positiva abre la puerta a lo mejor y lo peor de nosotros mismos, pero está fundada en un compromiso espiritual con lo mejor de nuestra naturaleza, a la espera de ser desplegado, así como en la creencia de que con el debido apoyo lo mejor de nosotros puede y debe prevalecer. Si confiamos tan solo en la libertad negativa, en teoría, florecerá la acción individual mediante una inspiración creativa y una diversidad de manifestaciones de la vida buena, pero en la práctica generalmente esto se traduce en quedar en manos de publicistas que tan solo buscan el lucro personal, o a merced de políticos que tan solo persiguen la reelección, personajes en ambos casos que tan solo crean preferencias fluctuantes y mentalidades indigentes, reforzadas además mediante el hábito y la convención.

      Cuando la libertad negativa es considerada algo más importante y fundamental que la positiva, en lugar de buscar algún tipo


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