Árboles sin sombra. Graciela Pino Gaete

Árboles sin sombra - Graciela Pino Gaete


Скачать книгу
ion>

      Narrativa

      ÁRBOLES SIN SOMBRA

portadillaArbolesSombra

      ESTE LIBRO OBTUVO LA BECA DE CREACIÓN DEL CONSEJO NACIONAL

      DE LA CULTURA Y LAS ARTES, FONDO NACIONAL DE FOMENTO DEL LIBRO

      Y LA LECTURA, CONVOCATORIA 2016.

      ÁRBOLES SIN SOMBRA

      © GRACIELA PINO GAETE, 2016

      Inscripción Nº 252.328

      I.S.B.N. 978-956-260-831-2

      © Editorial Cuarto Propio

      Valenzuela Castillo 990, Providencia, Santiago

      Fono: 22 792 6518

      www.cuartopropio.cl

      Diseño y diagramación: Alejandro Álvarez

      Impresión:

      Fotografía. Catalina Díaz.

      IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

      1ª edición, septiembre de 2016

      Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

      y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

      Para Camila, Javiera, Catalina, Nicolás, y Claudio

      El desorden aumenta con el tiempo porque

      nosotros medimos el tiempo en la dirección

      en la que el desorden crece.

      S.HAWKING

      UNA BELLEZA PARTICULAR

      –¿Qué? ¿Qué pasa?

      Jorge despierta de madrugada sobresaltado. Se sienta en la cama mareado por la resaca. No vienen a él imágenes de sueños violentos ni el recuerdo de ruidos repentinos. Resopla para sacarse el susto. Quiere seguir durmiendo. Deja caer su cabeza sobre la almohada, todo el peso de su gran cabeza pelona. Mira el cielorraso que se va tiñendo de rojo, amarillo, verde; recuerda que en la esquina hay un semáforo, que está en la casa de sus padres y ellos no están hace mucho, que el dormitorio y la cama que lo acogen son su rincón de juventud, y la casa. Qué pena verla así. Cuando había llegado la noche anterior lo constató. Las paredes de la entrada descascarilladas por la humedad dejando ver el rastro de colores del pasado, capas de pigmentos entremezclados con recuerdos que él miró al llegar a medianoche, borracho y triste. Ahora al despertar mira otra vez la casa y apenas la reconoce y no puede creerlo. La casa abandonada de sus padres. ¿Tantos años han pasado? Las baldosas de la entrada están quebradas, se levantan por aquí y por allá como queriendo huir del abandono, pero son las raíces del gomero que él plantó junto a su madre que empujan desde abajo, y muestran que la vida sigue su curso a pesar de las ausencias: de la madre muerta siendo aún joven, muchos años después el padre. El gomero ya es un árbol robusto, frondoso, salvaje; un animal solitario que golpea las paredes cuando hay viento, rompe las tejas, extiende su sombra dejando una mísera entrada al lugar, y se arrastra sobre el tejado buscando donde echarse a descansar. Tal como lo hace él ahora caminando por la casa, subiendo al segundo piso, y tumbándose vestido. Ya no está en su casa; Laura sí, y el perro de ambos, y el canario.

      Ya no te quiero: las palabras de Laura de la noche anterior. Ya no te quiero aquí: las palabras del padre otra noche hace muchos años. Eres mi único hijo: las palabras de la madre rogándole que no se marche de casa, la casa de los tres.

      Cierra los ojos y se tapa la cara con las manos. Empezar de nuevo o terminar de una, con todo. Resopla. Inspira. Un aroma a café recién preparado entibia algo en su recuerdo: voces que suben trotando por las escaleras. Baja ya, Jorgito, llegarás tarde al colegio (la madre). Y él que se despereza a duras penas sin ganas de levantarse porque el colegio no, no es lo suyo. ¿Para qué? Estudiar tantos años para terminar ganando un sueldo de miseria como su padre. Esa no es vida, no su vida. O bajas ya o te vas en bus, te doy cinco minutos. Tú no tienes remedio (el padre). Resopla. Inspira. El aroma a café sigue en el aire y llena sus pulmones. Se levanta lentamente, camina hacia la puerta en puntillas. Se asoma por la baranda de la escalera y ve que un haz de luz fluorescente se cuela por la rendija de una puerta que ya no es tal, es solo un montón de tablas mal clavadas sobre lo que fue una puerta; la recuerda alta, blanca, con una campanita de bronce sonando al entrar en la cocina.

      Baja la escalera saltando el peldaño que él sabe que cruje, quizá con el tiempo transcurrido cruje mucho más. Se acerca sigilosamente a la puerta tapiada. Escucha ruidos. Mira hacia los lados buscando algo para defenderse, pero la penumbra solo deja ver caprichosas siluetas de muebles que semejan personas sentadas allí, a oscuras, esperando. Lo recorre un escalofrío. Qué puede querer un ladrón en una casa herrumbrosa. Se acerca un poco más a la puerta. Espía por la rendija. Se sobresalta al ver en la cocina a una mujer que va y viene a sus anchas. Le parece bajita, delgada, ni linda ni fea. Más joven que él, pero nada del otro mundo. No es su tipo. Ella mueve la cabeza al ritmo de la música que sale de sus audífonos, muerde un trozo de manzana mientras vierte café en una taza. Sobre una silla descansa un bolso del que sobresale un rollo de terciopelo rojo. La mujer tira el resto de manzana y se sienta. Bebe su café acompañado de galletas de arroz con mermelada. Esas asquerosas galletas. Jorge está convencido de que no se puede confiar en las personas que comen esas cosas. Tampoco en las que se cuelan en casas ajenas como si nada. La mujer mira su reloj. Se levanta rápido. Prácticamente arroja la taza y el platillo al lavaplatos. Jorge mueve la cabeza con desagrado. Ella no aprendió a cuidar las cosas. Le parece ver los platos y cubiertos antiguos que él ha ido recogiendo de las calles por años, que han ido ocupando espacio y ganando polvo arrumbados sobre el refrigerador, junto a la lavadora, arriba del microondas, en cualquier rincón donde los pueda ver, porque las cosas antiguas atesoran una belleza particular frente a la cual él, simplemente, sucumbe. Belleza, dices, belleza, no seas ridículo (Laura). La mujer toma el bolso, apaga la luz y sale a la calle. Él corre hacia la ventana del living, quiere ver quién es, hacia dónde camina o si alguien la recoge, pero la ventana del living está tapiada, también la ventana que da al comedor. Solo la puerta principal permite la entrada y la salida a ese lado de la casa. No saldrá, no quiere que ella lo vea. Vuelve a la puerta de la cocina, mira por la rendija. Quizá podría sacar las tablas y recuperar ese espacio. Se arrepiente enseguida, el lugar que lo acoge en ese momento es su lado de la casa. Por suerte siempre lleva su llave junto a un amuleto con forma de luna creciente. Guárdalo, por si algún día vuelves (la madre). Deambular borracho y con lo puesto por esas calles húmedas y solitarias tratando de entender cómo se acaba el amor no es lo suyo. ¿Qué hará Laura con mis cosas?

      Quiere saber más, ¿quién es ella? Espera un rato, no vaya a ser que a la okupa se le ocurra devolverse. Personas así son impredecibles, y pueden ser peligrosas. Sale al antejardín por la puerta principal agachado junto a la pared para que ningún vecino madrugador lo vea, entra al patio de la casa cruzando una pequeña reja de fierro. La puerta trasera de la cocina está sin llave, nunca la tuvo. Mira el pequeño surco que se dibuja desde esa entrada hasta el portón de atrás, un breve camino que se resiste a ser tragado por toda esa maleza que crece a destajo. La senda de la okupa. Entra sigiloso a la cocina tomada por esa extraña y enciende la luz. ¿Y si hay alguien más? No hay nadie. Están la mesa y las sillas de toda la vida, la cocina enlozada en blanco, la máquina de moler carne adosada en una esquina. Tus tiernas albóndigas, mamá. Y un poco más allá, junto al refrigerador, un calendario amarillento marcando el mismo año en que murió su padre. El tiempo es una foto. Se acerca a la cocina y huele el jarro de café. Aún está caliente. Se sienta en una silla que cruje bajo sus setenta y más kilos. Pon la mesa, hoy comemos aquí (la madre). Llora, se limpia los ojos con las manos sucias, como cuando era un niño. Llora. Se limpia los mocos con la manga de la camisa. Llora. Llora. Llora. Amanece. Mira la puerta del dormitorio de servicio. Entra. Un cobertor amarillo con flores rosadas, lilas y moradas se amontona sobre unas sábanas verde limón. Estos colores chillones no pueden ser de la mamá, son de la okupa. En el baño hurga entre cremas y potajes varios, la colonia huele a flores dulces y el cepillo de dientes está devastado,


Скачать книгу