Árboles sin sombra. Graciela Pino Gaete
a la casa vieja. Se la queda mirando parado en el antejardín. Mientras más descascarillada está la pintura en algunas zonas, más le gusta. Sube con dificultad al dormitorio. Pasa horas acomodando sus tesoros, hasta que ya no hay superficie donde poner algo más. El resto lo deja en el suelo, junto a sus colecciones de adolescente. El surco por el que transita de la cama a la puerta se va estrechando. Vigila que la okupa no haya llegado, se da una ducha para quitarse el polvo y el sudor. El hambre arremete de nuevo. Tendría que haber comprado comida, siempre lo olvida. Se come los granos de uva que quedan y el trozo de pan. Sale al pasillo, camina en dirección contraria a la escalera, se detiene frente a la puerta del dormitorio de sus padres. ¿Por qué siempre lo estás humillando? (la madre). Porque se lo merece (el padre). Quizá pueda entrar en algún momento, quizá no. Las cosas que están ahí adentro no son suyas, nunca lo fueron. Vuelve a la rendija. Ella no está. Se queda sentado en la escalera sin mirar los sofás. Espera. Llega la noche y ella no viene. Poco a poco y de reojo empieza a mirar esos sofás en penumbra, la oscuridad parece agrandarlos. Qué le pasa con esos muebles si nunca le tuvo miedo a la oscuridad. Será que no son sus cosas. Ya es hora de que te vayas, el tren no espera (el padre). Esta siempre será tu casa (la madre). Ya es mi casa, mamá. Mira los sofás y recuerda: su madre y su padre sentados allí la noche de su partida. Es la última imagen que guarda de ellos. Se levanta y se sienta en el sofá de su padre, inspira y resopla purgando algo. La noche avanza de la mano con el sueño. Sube a acostarse.
Lo despierta un ruido. Por qué tiene que ser tan escandalosa. Pega un ojo a la rendija, se queda largo rato mirando. La mujer corta trozos de cobre con formas de corazón y tréboles de cuatro hojas. Los golpea para aplanarlos, los lima en los bordes y les hace pequeños orificios por los que pasa los ganchitos de los aretes. De pronto algo se agita en el hueco de la rendija estorbando su visión, algo que se mueve sinuosamente. Una araña.
–Mierda.
Se restriega los ojos. La araña huye. La mujer deja caer la lima de metal.
–¿Quién está ahí?
Él se tapa la boca, la aprieta con fuerza. Debe decir algo, mejor no. Se queda muy quieto deseando que la mujer haya confundido su voz con cualquier otro ruido.
–Si no se va, llamo a la policía. Ahora.
Toma el teléfono rápidamente, lo blande como una espada. Jorge se desconcierta. ¿A la policía? Pero si es mi casa.
–La policía para ti por violación de la propiedad privada –dice finalmente.
La mujer mira hacia la rendija, su bolso, la puerta de salida.
–¿Quién eres?
–El dueño de esta casa.
–No te creo, está abandonada hace años.
–Estaba.
–¿Cómo sé que eres el dueño?
–Porque yo lo digo.
–No basta.
No sabe qué decir. Esta nunca será tu casa, fuera de aquí (el padre). Un escalofrío lo remueve. Deja a mi hijo, no le pegues, no le pegues (la madre). No tiene escritura de propiedad, ni algún papel de herencia, nada. Si hubieras muerto después de él, mamá, yo habría vuelto.
–Hay fotos, hay fotos mías arriba, tengo un álbum.
La mujer se acerca lentamente a la puerta tapiada, mira hacia la rendija de lejos, luego de más cerca, cada vez más cerca.
–¿Y si eres un ladrón, un asesino?
Jorge suelta una risa que lo sorprende también a él, una risa cristalina, infantil.
–Me han dicho de todo, menos eso.
–¿Pero quién eres?
–Yo debería preguntar eso, tú eres la okupa. Eso es ilegal.
La mujer pone las manos sobre las tablas, está casi pegada a la rendija. Un ligero brillo en sus ojos delata miedo. Él sabe que puede provocar eso en las personas, y le gusta, pero no sabe por qué. Ya no puedo confiar en ti, nadie puede hacerlo (Laura).
–¿Qué haces aquí? –dice él.
–No estoy de vacaciones.
–Sin bromitas, eh.
–Apenas tengo dinero, soy del norte y estoy sola.
–Búscate un trabajo.
–Ya tengo uno, no alcanza. Y no puedo con otro.
–No es mi problema.
–No, no lo es.
Eres bueno, Jorgito, ya verás como las cosas te irán bien (la madre). Un zángano, eso es lo que eres (el padre). Se aparta un poco de la puerta, niega con la cabeza, mira la foto de boda apenas coloreada de sus padres. Yo no soy como él.
–¿Estás ahí? –dice ella.
Él acerca el ojo a la rendija.
–Cocinas bien.
–¿Qué?
–La comida que preparas huele sabroso.
–¿Hace cuánto estás aquí?
–Eso no importa. Te puedes quedar con una condición.
Ella achica un ojo, lo acerca a la rendija, parece querer verlo mejor, adivinar algo.
–Tienes que cocinar para mí.
–Pero si apenas me alcanza para comer.
–Yo compro, tú cocinas.
Ella se retira un poco. Sonríe levemente.
–¿Cómo sé si puedo confiar en ti?
–No sabes –dice él.
Ella vuelve a retirarse un poco, cruza los brazos bajo sus pechos, reflexiona.
–¿Por qué lo piensas tanto? –dice él–. No tienes adónde ir. Yo sé lo que es eso. Y es feo.
–¿Por eso estás aquí?
–Eso no te incumbe.
Ella asiente. Él mira como se restriega las manos, nerviosa.
–Te dejaría la comida en la puerta de entrada, cada noche. Porque estoy fuera todo el día.
–Como quieras.
–¿Como yo quiera?
–Sí, tú serás la mujer de la casa.
–No te pases.
–De tu lado de la casa. No está permitido que entres al mío.
Ella se acerca a la rendija, mira fijamente el ojo de Jorge.
–De acuerdo –dice–. Pero tampoco está permitido que entres tú a mi lado. ¿Vale?
–Vale. Otro punto: quizá vaya guardando algunas cosas en el patio, cosas que a ti te parecerán cachivaches, pero que para mí son importantes. Prohibido botarlas.
Ella se aleja de la rendija. Él observa su cabello negro, muy negro, ensortijado. Ya no te quiero, nadie me ha hecho todo lo que tú me has hecho (Laura).
–¿Qué pasa? –dice ella.
–Nada, nada, ya nos iremos conociendo.
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