Árboles sin sombra. Graciela Pino Gaete
la peineta cerca de su nariz. No te metas en mis cosas (Laura). Suelta la peineta y sale rápido. Pone un poco de agua fría en el resto del café y se sirve una taza con mucho azúcar. Rebusca y encuentra cereales, papas fritas y nueces. Toma un poco de cada cosa. Para que no se note. Apaga las luces, sale al patio, orina largo junto a un árbol. Vuelve rápidamente a su lado de la casa.
Sentado en la cama come nueces y papas fritas mirando las paredes que aún cargan el color de aquellos años, pero vaya que lucen avejentadas, como él. Se tira de espaldas sobre la cama dispuesto a dormirse. Aún está algo borracho. Que descanses, hijo (la madre). Sonríe. Nunca llegarás a ningún lado (el padre). Se pone en posición fetal y se tapa hasta la cabeza.
Lo despierta un olor a ajo frito, pero él no lo sabe hasta que abre los ojos e inspira hondo. Saliva abundantemente. La cena esta lista (Laura). Se levanta de un salto y mira el suelo que pisa: un pedazo de alfombra desgastada y polvorienta. Está en la casa de sus padres. Se acerca a la ventana. Ya no te quiero, ya no soporto tus cosas (Laura). Le parece ver sus cosas en el living de la casa, en el dormitorio, en la cocina, en la bodega, en el patio. Abandonadas a su suerte. No quiere perder sus lámparas de todos los colores y tamaños, sus libros viejos, sus vinilos, sus muebles antiguos, el paragüero apolillado que cada semana revisaba fielmente para matar una que otra termita glotona. Bebe el resto de café. La taza. La okupa puede darse cuenta de que falta. No importa, es mi vieja taza. Baja en puntillas nuevamente y se instala tras la puerta tapiada. La mujer va en camiseta y calzones. Ahora le parece linda, las piernas, sobre todo, aunque sean cortas. Ella está escuchando música con volumen bajo. Tararea de tanto en tanto y mueve las caderas siguiendo el ritmo. Prueba varias veces la comida que prepara en una olla. ¿Me veo linda? (Laura). Sonríe viendo en las piernas cortas de la intrusa las piernas largas y tersas de su mujer. Debo hacer algo. No hace nada, salvo mirar por la rendija, salivar y aguantar los retortijones que pinchan y hacen ruidos crecientes en su barriga. Tiene que volver a su casa, porque también es su casa. Debe hacer algo con la intrusa también, pero ya verá, ya verá.
Se prepara para salir. Espera a que la okupa lave la loza, entre al baño, haga ruido. Ella entra al baño y él sale cerrando la puerta con llave, despacito. Se baja un poco la gorra. No quiere que lo vean, que lo reconozcan, tener que aguantar la buena cuna de los vecinos viejos saludando, ¿cómo va la vida, Jorgito? Y él: bien, bien. Mentira. Se necesita energía para mentir y él no la tiene. Solo le va quedando lo justo para volver, suplicarle incluso a Laura, jurar que se puede empezar de nuevo. Se lo dirá suavemente, con cariño, con palabras elegidas con pinzas como si de escribir un poema se tratara. Te amo, Laura. No, tiene que ser más esponjoso, envolvente, menos directo. Sube al bus y no paga el pasaje. Para qué, muchos no lo hacen. Entra a presión entre esos cuerpos apretujados, siente alientos en su cara, en su nuca, en una oreja. Se agarra a un pasamano junto a otra mano sudorosa como la suya, pero de mujer. Mira la cara de la mujer y se encuentra con sus ojos. Los rehúye y mira más abajo, se encuentra con el pronunciado escote de la mujer. Se pone nervioso. Levanta la vista y ahí están los ojos de nuevo. Gira la cabeza hacia un lado para buscar algún punto en el techo donde detener la mirada. Pero sus ojos vuelven pertinazmente al escote, luego a los ojos de ella, y al techo otra vez. Así varias veces. ¿Qué tienen los pechos de una mujer que tiran tanto? Le duele el cuello, se mueve un poco para darle la espalda. Logra ponerse de medio lado, la cadera girada hacia la izquierda, los hombros hacia la derecha.
Cuando llega a su casa, de la que ha salido la noche anterior, ya es media tarde. Le duele la espalda. Laura tendría que estar ahí. Pero no hay ni una señal de vida. Saca su llavero y trata de abrir la puerta, no puede. Intenta con otra llave y tampoco. Cambió la chapa. Pero si es mi casa también. Se encarama en la reja que da al patio, puede ver la montonera de cachivaches que se apilan por aquí y por allá: bicicletas antiguas, columpios de niños, caballitos de madera, sillas, mesas, esculturas, piedras talladas, y más. Mis cosas siguen ahí. Suspira aliviado. Esas no son cosas, son basura, basura, basura por todos lados (Laura). Mueve la cabeza apesadumbrado. Cuándo me vas a entender. Silba para llamar al perro, pero la mascota no viene. Orex, Orex. Podría romper la chapa, entrar y recobrar sus dominios. Búscate un lugar para vivir, esto se acabó (Laura). Podría saltar la reja y entrar igual y esperarla en la terraza, pero la reja es alta y de puntas aguzadas y él está muy gordo y ella ha sido tan enfática, cruel. No quiero verte en la vida (Laura). Se restriega los ojos, agita la cabeza. Un mal día lo tiene cualquiera, yo puedo perdonar, sí que puedo, ¿puedo? La llama por teléfono. Este número ha cambiado de dueño (el contestador). Lo intenta dos veces más. Nada. Se sienta en la acera a esperar. Laura no viene. Si al menos me diera el canario. Vuelve a la casa abandonada de sus padres.
Por el camino compra algo para comer. Come mientras camina, mientras va en el bus, mientras se acerca a la casa. Camina lento por esas calles de su infancia. La esquina para jugar a la escondida, la de su primer beso, la de su estreno a los puñetes y el ojo en tinta, la plaza para el fútbol. Solo cuando llega a la puerta y saca la llave recuerda a la okupa. Abre despacito. Se acerca lentamente a la rendija. Solo puede ver el perfil de los muebles de cocina apenas dibujados por una luz que llega del otro lado de la calle. Debe estar durmiendo. Sube al dormitorio. Se sienta sobre la alfombra y sigue comiendo. De repente le da por mirar debajo de la cama. Saca de allí varias cajas de zapatos llenas de diferentes cosas: soldaditos, canicas, postales, servilletas, llaveros, botellas, revistas. Una seguidilla de colecciones. Un sudor tibio empieza a mojar su frente, las manos, y hasta los pies. Mis cosas, mis primeras cosas. Han pasado unas cuantas horas desde que está ahí, pero recién ahora se va sintiendo en casa, de vuelta en casa. Entusiasmado rebusca en armarios y cómoda, la alfombra va quedando cubierta de cosas y más cosas, hasta que ya no tiene donde sentarse y se instala en la cama. Cruza las piernas a lo indio, lo mejor que puede, o lo mejor que le permite su abultada barriga. Contempla sus reliquias, imagina las que pueden venir, el cuarto lleno de ellas rodeándolo. Una suave tibieza se va extendiendo por su cuerpo. Se recuesta de lado sin dejar de mirar sus pertenencias y se va durmiendo.
Lo despierta un ruido. Varios ruidos. Al levantarse pisa una de las cajas de zapatos con sus colecciones. Cruje. No. Se deja caer en la cama y levanta los pies. Revisa el contenido de la caja, algunos de los soldaditos están rotos, pulverizados. No, no. Los roza suavemente con la punta de los dedos, se lleva los dedos a la nariz. Huelen a plomo, a piedra, a una montonera de años perdidos. Vuelven los ruidos. Pone la caja sobre la cama, se abre paso moviendo delicadamente sus cosas hacia los lados. Un sendero estrecho se va formando desde la cama hasta la puerta. Baja al primer piso con movimientos sinuosos, apenas perceptibles, como un tigre al acecho. Se para junto a la rendija y mira a la mujer. Ella está terminando aretes de cobre y alpaca, los va enganchando en el paño de terciopelo que saca del bolso. A ratos le da un mordisco a un pan que tiene sobre un plato, a ratos bebe un sorbo de café, a ratos se levanta y camina de un lado a otro de la cocina, en actitud reflexiva, o preocupada. Parece aburrida. De pronto enrolla el paño con los aretes y lo mete en el bolso. Guarda el trozo de pan en una bolsa y entra al baño. Él puede distinguir el perfil de sus nalgas cuando se agacha para algo. Trata de acomodar un poco el ojo para ver más, pero no lo logra. Escucha el ruido de la ducha e imagina el agua cayendo sobre su pelo negro, obligándola a cerrar los ojos, refrescando su cuerpo. ¿Hace cuánto que no me ducho? Le gustaría meterse bajo el agua y sentir el mismo frescor. Pero no puede, no mientras ella esté en la casa. Sube y entra al baño, rebusca en el botiquín con espejo. No hay champú, ni pasta de dientes, solo un pedazo de jabón resquebrajado y una peineta ennegrecida entre los dientes. Vuelve al dormitorio, sonríe al ver sus colecciones sobre la alfombra. Un pitido le avisa que su teléfono está a punto de quedarse sin batería, toma la chaqueta rápidamente y busca nervioso el teléfono para que no vuelva a sonar. Lo encuentra y lo pone en silencio. Saca el cargador de un bolsillo y lo enchufa y carga. Revisa por si hay algún mensaje o llamada perdida. Laura no ha llamado. Se acuesta otra vez pensando en cómo hacer para convencerla.
Lo despierta la claridad del día, o quizá el ruido de una rama del gomero que golpea suavemente la ventana al ser mecido por el viento. Las plantas se comunican de una sutil manera (la madre). Él debe lograr lo mismo con Laura. Busca en su ropero de tres puertas algo de ropa, encuentra polos, camisas, pantalones; cada prenda tiene tres tallas menos. Se sienta en la cama, se agarra el trozo de barriga grasienta que sobresale del pantalón, lo aprieta con fuerza hasta dejar la huella de sus dedos sobre la piel.