Árboles sin sombra. Graciela Pino Gaete
y las zapatillas. Tiene hambre. Busca los restos de la comida que compró ayer, solo queda un trozo de hamburguesa con el kétchup reseco. Se lo come igual. Sigue con hambre. En el baño bebe agua en cantidades. Necesita un café, y huevos, una fruta. La okupa. Toma el teléfono y baja lentamente las escaleras. Mira por la rendija. Espera varios minutos, la mujer no está allí. Vuelve a caminar medio agachado por el costado de la casa y entra a la cocina. Busca en el refrigerador, hay cinco huevos. Uno, solo uno. Lo prepara revuelto y lo come con un pequeño trozo de pan. Bebe un poco de café, está frío pero es igual. Una manzana y un plátano son las únicas frutas. No, ella lo notaría. Lava la paila del huevo meticulosamente y la deja en su lugar. Sale a la calle reconfortado, ensayando palabras, frases rebuscadas, alguna promesa para Laura.
Se detiene frente a su casa. Llama a Laura, solo escucha la voz calentona del contestador. Cabreado, deja un mensaje: Quiero mis cosas, y el canario, al menos. Intenta nuevamente con la llave. Nada. Se encarama en el borde de la reja y mira al patio. Sus cosas aún están ahí. Laura no. Un vecino se acerca a saludarlo. Se baja de la reja intentando inventarse una buena excusa.
–Hola Jorge, ¿te quedaste afuera?
–Sí, qué rabia. Laura está de vacaciones, y mi llave se estropeó, o la chapa.
–¿Y qué harás?
–Volver con Laura. Quizá la de ella funciona. Dejaré lo que vine a hacer para otro día.
–Seguro, sin poder entrar, te quedas en la calle.
El vecino sonríe. Jorge intenta una sonrisa. Se despide. Antes de perder de vista su casa se vuelve y la mira, es nueva, blanca, de un piso. Hay dos plantas desfallecientes en unas pequeñas macetas, junto a la entrada. Laura no habla con las plantas. Enrumba camino a la vieja casa de sus padres pensando en aquella entrada cubierta por el gomero. Es bella. La imagina como la entrada en una caverna, pero no cualquier caverna. Se sienta en la parada del bus pero no se sube a ellos, los va dejando pasar, los cuenta, compara los colores, calcula lo viejos que son por la carrocería soltando quejidos al pasar sobre la calle trizada. Mira a la gente que sube y baja con cara de agobio, una mujer carga a un niño, el pequeño lo saluda de repente con la manito, le sonríe, Jorge también. Ojalá crezca lento, ojalá no pierda la sonrisa. La madre se aleja con el niño que alcanza a mover la manito hacia Jorge una vez más. Algo de eso lo reconforta, se levanta y echa a andar. Por el camino se encuentra junto a la basura un cacharro de greda con forma de pato y dibujos indígenas. Le brillan los ojos. Se lo queda mirando un rato antes de recogerlo, lo toma rápido para que otro no se atreva a arrebatarle ese tesoro. Ya es su tesoro. Camina hacia la casa vieja cada vez más entusiasmado. Ya sabe dónde pondrá el cacharro, en su velador, junto a la cama, muy cerca.
Cae la noche cuando llega a la entrada de casa. Mira el gomero, la puerta apenas perceptible bajo el árbol. Es mi caverna. Entra rápido haciendo un mínimo ruido. Deja cuidadosamente el cacharro de greda sobre un peldaño de la escalera y se asoma a la rendija. Huele a comida, una sopa de pollo, quizá. Saliva. En media hora comemos, Jorgito (la madre). Tendría que haber comprado algo por el camino, pan al menos. Huele sabroso y la okupa no está. Traga saliva. Podría entrar rápido y sacar algo, solo un poco. ¿Y si vuelve justo en ese momento? La echaría, es lo que corresponde. No, no sabe si lo haría. La casa huele a hogar y es por ella. Una ligera nausea lo pone mal. Tiene que comer algo, pero no quiere salir a la calle otra vez, ha caminado mucho, está cansado. Sacaré un poquito, lo justo, que valga como alquiler. Se acerca rápidamente a la cocina mirando al fondo del patio, la ruta de la okupa. Nadie por ahí. Inspira hondo al entrar. El caldo está tibio, mete una cuchara y sorbe con placer. Es de pollo, sí. De hígados de pollo en realidad. Toma uno entero y se lo mete a la boca, la textura pastosa se le antoja un manjar, y pensar que de niño nunca le gustaron esas menudencias. Se mete otro en la boca. Ya está, ya está, que lo va a notar. Sorbe otro poco de caldo, toma un trozo de pan y saca cuatro granos de uva de un racimo que está sobre la mesa. Antes de salir corriendo ve sobre un mueble alto la palmatoria que usaba su madre en los tiempos de cortes de luz y toque de queda. Cuándo se va a acabar todo esto (la madre). Recuerda a la vieja rosario en mano pidiendo cada día paz en la humanidad. No sirvió de mucho, mamá. Toma la palmatoria y vuelve a su lado de la casa. Sube al dormitorio con sus dos nuevos hallazgos, los pone sobre el velador, junto a los granos de uva y el pan. Se recuesta mirándolos. Se duerme. Despierta con el olor a sopa. Llegó. Come un grano de uva. Baja y se para junto a la puerta. La escucha tararear una melodía pegajosa. Parece que le fue bien el día. Cuando acerca el ojo a la rendija puede ver la perfecta desnudez de la mujer. Se sobresalta. Se aleja un poco. Duda si seguir mirando. Se voltea y se encuentra con la imagen de los sofás en la penumbra, esperando. No me dirijas la palabra (el padre). Vuelve a la rendija, a la luminosidad de ese cuerpo desnudo aún húmedo de ducha. Ella apaga el fuego de la cocina, se sirve sopa. Él cruza los dedos pidiendo un poco de suerte. Que no note el robo. Ella vuelve a meter el cucharón, como revisando, chasquea la lengua y se sirve otro poco. Bien, bien. La mujer come pausadamente al tiempo que va pasando las páginas de una revista. Sus pechos tiemblan cada vez que lo hace. Jorge los imagina tibios. Cuando termina la sopa come algunos granos de uva, deja el plato en el fregadero, apaga la luz y entra al baño. Tararea. Luego se va la cama. Él se vuelve y mira los sofás sin querer verlos, sube rápido pero sigiloso a su cama. Despierta antes de que ella salga, aún está oscuro. Huele el aroma a café que ya inunda su lado de la casa. Se queda mirándola. Ella se sienta y se pone un calcetín, el dedo gordo se le escapa por un agujero, mueve la cabeza con desagrado. Gira la punta del calcetín y la dobla un poco hacia abajo, se pone la zapatilla. Su paño de terciopelo con aretes está sobre la mesa. Vende eso de noche. Por la mañana qué hará. Ella alcanza su bolso y sale. Él espera lo justo, va a la cocina y bebe café, busca las nueces y come dos. Se acerca a la cama en la que ella duerme, mira la huella de su pequeño cuerpo sobre las sábanas, roza la almohada suavemente, la huele; el perfume dulzón le recuerda algún tipo de caramelo, otra edad de su vida, la mejor de su vida, quizá. Vuelve al dormitorio pensativo. A nadie le falta Dios (la madre). Limpia su cacharro de greda con una camiseta, lo hace con verdadera dedicación, lo vuelve a su lugar. Se da una larga ducha sin dejar de pensar en los pechos temblorosos de la okupa.
Sale rumbo a su verdadera casa. Ya no piensa tanto en palabras bonitas. Quiere algunas de sus cosas, el canario ya no, no puede, la okupa lo escucharía trinar. Cuando se va acercando a la casa escucha el ladrido de Orex, el perro ladra porque sabe que Jorge se acerca, lo sabe desde que su amo se baja del bus tres calles más arriba. Se le ilumina la cara cuando ve a su perro. Mete la mano por entre las rejas y le rasca la cabeza. Laura lo observa desde una ventana, se esconde rápido detrás de las cortinas, pero Jorge la ha visto. Toca el timbre muchas veces. Nada. Deja el dedo pegado al timbre. Hasta que se funda o hasta que salgas. De pronto se abre la puerta.
–Ya basta. ¿Qué quieres?
–Quizá a ti no, así no.
–¿Qué dices?
–Mis cosas, quiero algunas cosas.
–Ya estás con eso. Las voy a tirar.
–No te atrevas a tocarlas.
Laura se acerca a la reja y abre. Orex se le tira encima a Jorge. Quién fuera perro, mi amigo. Lo abraza, le soba el lomo. Entra en la casa sin mirar a Laura. Toma dos maletas que va llenando con algo de ropa, sus vinilos, libros, adornos, tres pequeñas lámparas, una colección de lapiceros, lo que va pillando en el camino. Laura va tras él, en silencio.
–¿Dónde estás viviendo?
–Eso qué importa. ¿Te importa?
Laura se da media vuelta y lo deja solo. Él guarda algo más y toma las pesadas maletas. Sale a la calle sin decir nada. Ella lo sigue, se detiene en la puerta de la casa. Orex se acerca a su amo y lo olisquea. Jorge deja las maletas en el suelo y lo abraza.
–Si quieres te llevas el canario.
–Que cante para ti.
–Lo hará. ¿Y las demás cosas?
Jorge la mira desde la reja tratando de tranquilizar a Orex.
–Guárdalas en el pedazo de casa que me corresponde.