Dilo, antes que sea demasiado tarde. Luis Cifuentes Seves

Dilo, antes que sea demasiado tarde - Luis Cifuentes Seves


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permiten el ingreso de balas. En la sala elegida encuentro estudiantes de mi departamento.

      Los días previos no habían sido del todo malos.

      Por una parte, el país vivía una escalada de violencia y crecían la agitación y el nerviosismo. El Edecán Naval del Presidente Allende, Capitán de Navío Arturo Araya, había sido asesinado y en las calles se vendían “miguelitos”, esos clavos doblados para reventar neumáticos e impedir el tránsito.

      Por otra, entre el caos y la incertidumbre, habíamos tenido momentos de esperanza, de alegría, de celebración, de amor.

      A pesar de ser profesor, a mis 26 años seguía militando en las Juventudes Comunistas (JJ.CC.), cuyos miembros eran mayoritariamente estudiantes. Allí conocí a Danae, una joven profesional quien, con una tentadora mezcla de coquetería e inocencia, se las arregló para hacerme saber su interés en mi persona, acercándoseme cada vez que podía.

      Tendido en el suelo, recuerdo aquella vez, para el fallido intento de Golpe del 29 de junio, cuando estudiantes y trabajadores habíamos hecho guardia multitudinaria frente a La Moneda, gritando y trotando en el lugar. Entonces, Danae se había tomado de mi brazo y estuvimos todo el tiempo muy juntos, cantando y bromeando. El ambiente ese día, terminada la asonada, había sido festivo. Recuerdo el olor de su piel, su cabello y su ropa húmeda por la llovizna, mientras sentía su atractivo cuerpo intencionalmente presionado contra el mío. Otras parejas se besaban mientras participaban del jolgorio colectivo. La escena era como un canto a la vida en medio de la atroz incertidumbre. Por razones difíciles de articular, fueron días de olores y sonidos. Olor a mujeres y hombres, a humo y quemazón, a humedad y pólvora. Sonidos de disparos y gritos, de música y canciones, de vehículos y altavoces. Pocos días después, sentados en uno de los cafés que aún funcionaban con un remedo de normalidad, Danae me había dicho con una sonrisa coqueta: “Me tratas con demasiado respeto. Parece que no me consideras mujer. ¿Necesitas una prueba de que lo soy?” “¿Qué prueba tienes in mente?”, respondí. “Lo dejo en tus manos. He tenido poca experiencia en el amor, pero quiero tenerla contigo”, había afirmado con gran desenvoltura.

      Yo solía quedarme trabajando hasta el anochecer en mi oficina y había llevado una colchoneta que escondía tras un estante, para tener donde dormir en caso de que se me hiciera demasiado tarde, pues ya casi no había locomoción colectiva. Pues bien, fue providencial para nuestro primer encuentro íntimo.

      Ahora, en medio del cataclismo político y social que se nos había venido encima, tengo que abandonar bruscamente mis recuerdos eróticos para volver al presente, a la más que dura realidad. Por lo menos hasta aquí no ha habido muertos de la universidad, pensé. ¿O tal vez sí?

      Al amanecer, un compañero de la Federación de Estudiantes de la Universidad Técnica del Estado (FEUT), arriesgando su vida, había pasado por las salas informando que un camarógrafo de la universidad, Hugo Araya, a quien apodaban “El Salvaje”, había sido herido de muerte. Al parecer, las balas provinieron de francotiradores fascistas, apostados en lo alto de los edificios de la Villa Portales, adyacente a la universidad.

      Pero el Golpe iniciado el día 11 aún no se manifestaba en toda su intensidad en nuestra casa de estudios.

      Rodolfo, por su parte, se había dirigido a su facultad en la Universidad de Chile. La encontró casi vacía y los pocos que aún quedaban le aconsejaron irse a su casa. Incapaz de devolverse, así como así y sintiendo que debía hacer algo, aunque no tuviera idea qué, se dirigió a otra facultad, pero tuvo la misma experiencia. Intentó entrar al centro de Santiago, pero no lo dejaron pasar. Se escuchaban tiroteos por doquier, mientras el aire se iba cargando de humo y tristeza. Lo amenazaron con fusiles de guerra. Decidió irse a pie hasta nuestra casa en Ñuñoa, junto a un grupo de personas que iban en la misma dirección. Cuando veían patrullas militares, levantaban los brazos. No los detuvieron. Tal vez su aspecto era demasiado inofensivo. Quizá los soldados y oficiales estaban más preocupados de encontrarse con gente uniformada perteneciente a las temidas tropas leales a Allende. Otros grupos, en marcha hacia sus casas, tuvieron experiencias mucho menos benignas.

      A esa hora ya todos sabíamos que la resistencia al Golpe sería inefectiva. Estábamos derrotados.

      Al amanecer del 12 de septiembre se sintieron estallidos de artillería y disparos de fusiles y ametralladoras. También, habíamos sentido voces fuera de la pared que separaba el patio trasero de la EAO de la Villa Portales. Después supimos que el presidente de la FEUT, Osiel Núñez, había negociado con los militares armados hasta los dientes, solo y sin armas, logrando pactar la rendición pacífica de los ocupantes de la EAO y evitar así una masacre. ¡Sin duda, un gran gesto de heroísmo!

      Escuchamos el ingreso al trote de muchos militares al patio de la escuela. A gritos nos conminaron a salir de las salas. Lo hicimos con los brazos en alto. Nos obligaron a tendernos boca abajo en el suelo.

      Allí estuvimos horas, esperando saber cuál sería nuestra suerte. Los militares pasaban caminando sobre nosotros. Nos amenazaban de muerte a gritos. En el gran patio, un reguero de sangre indicaba el paso de una estudiante que había sido baleada en la mandíbula.

      Nos preguntaron mucho por armas, golpearon a estudiantes, profesores y funcionarios, pero obviamente, armas no había: nadie había respondido el fuego militar sostenido por horas contra la escuela. Por fin, nos embarcaron en micros hacia el Estadio Chile, que quedaba cerca de la universidad. Nos condujeron trotando hasta los buses, flanqueados por soldados que nos golpeaban con sus fusiles. Me di cuenta de que, si me movía en zigzag detrás del compañero que me precedía, podía evitar los golpes de ambos lados. Mi estratagema resultó y no fui golpeado ni una sola vez. Punto mío, pero no sabíamos cuán largo sería el partido. Al subir a la micro vi de cerca a Víctor Jara, el famoso cantautor, quien además era funcionario de la universidad. A los pocos días sería asesinado, acribillado con más de cuarenta balas.

      Nos formaron en la calle de entrada al estadio y nos tuvieron trotando sin avanzar durante un largo rato. Me di cuenta que entre los detenidos había personas que claramente no pertenecían a la universidad; seguramente habían sido capturados en las calles o en cualquier lugar. Nos quitaron el carnet de identidad antes de hacernos ingresar.

      Iniciábamos así, un nuevo episodio de una saga que, tres años antes, había comenzado llena de esperanzas y se tornaba ahora en un cuento de horror.

      Del temor al infierno

      (Estadio Chile)

      Entraste trotando al Estadio Chile. Chocabas y tropezabas con tus compañeros. Te sentías atemorizado. Veías a los soldados, todos con uniforme del ejército, golpeando prisioneros al azar. Había poca gente en las graderías y te dirigiste hacia donde te indicaron. Te sentaste junto a Heriberto, un colega de la universidad y te quedaste inmóvil, como te habían ordenado.

      Las graderías se iban llenando mientras escuchabas más órdenes militares, más gritos. Oíste a Heriberto hacer comentarios, rompiendo las órdenes de silencio. No pensabas hacer lo mismo, era demasiado peligroso.

      De pronto escuchaste: “¡A ver, el de rojo! ¡El de rojo!”. No sabías a quién se refería el oficial, pero tú no andabas de rojo. Tus ojos ubicaron al interpelado poniéndose de pie.

      “¡No te dijeron que no hablaras, concha de tu madre! ¡Ven acá!”

      No te moviste, pero lo sentiste pasar al trote por la escalinata y dirigirse al pasillo de ingreso. Escuchaste sonidos terribles. Golpes, alguien cayendo al suelo y volviendo a caer, luego alaridos. “¡Piedad!”. ¿Qué le estarán haciendo?, pensaste. Nunca lo supiste. Hasta hoy es un misterio para ti. No sabes si lo mataron allí mismo o se lo llevaron a otra parte para torturarlo y/o asesinarlo.

      Sentiste como se repitió varias veces esta escena. Los mismos golpes, alaridos de diversa intensidad. Y Heriberto, imprudente, haciendo comentarios: “Las torturas, las torturas…”. Lo hiciste callar.

      Viste cómo desde un pasillo superior con vista a todo el estadio, un oficial joven se dirigía a la multitud que ya casi llenaba el recinto, acaso cinco mil personas. “¡Tenemos orden de separar a los extremistas


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