Dilo, antes que sea demasiado tarde. Luis Cifuentes Seves

Dilo, antes que sea demasiado tarde - Luis Cifuentes Seves


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los aires de superioridad que se daba.

      Notaste que el mismo oficial joven se paseaba por el pasillo superior con aires de gran arrogancia y volvía a dirigirse a los prisioneros. “¡Aquí no vale la Convención de Ginebra! ¡Ustedes no son prisioneros de guerra! ¡Son guerrilleros! ¡Son extremistas! ¡Ustedes querían matarnos a nosotros y a nuestras familias! ¡Iban a poner una bomba en la Parada Militar del 19 de septiembre y muchos íbamos a morir! Pues bien. ¡No les resultó! ¡Nosotros tenemos la sartén por el mango!”.

      Al cabo de un rato observaste a un oficial de mayor graduación, tal vez un coronel, ocupar el mismo sitio: “¡Aquí no vamos a tolerar ninguna indisciplina! ¡Los que tengan que ir al baño, que se levanten con las manos en la nuca y vayan de manera franca! ¡Para quienes rompan las reglas, aquí tenemos esta ametralladora!”. ¡La llamaban “la sierra de Hitler”!

      Presenciaste cómo un obrero de alrededor de 50 años corrió desde uno de los pasillos superiores gritando. “¡Viva el Partido Comunista de Chile!”, y se lanzó al vacío cayendo sobre una superficie de cemento, donde pensaste que debe haber perdido la vida de inmediato.

      Sentiste cómo la muerte se enseñoreaba en el estadio, en Santiago, en todo Chile. Pensaste que estabas presenciando por primera vez en tu vida qué era el fascismo. Y sentiste que aún te quedaba mucho por ver y más que temer.

      Te levantaste y fuiste al baño con las manos en la nuca, como te habían ordenado. En el camino viste al profesor Claudet, conocido por su caballerosidad. Te saludó: “Lamento verlo en condiciones tan desafortunadas, Julio. Esperemos que esto pase”. Tiempo después te enteraste de que, en los días que siguieron, le habían dado golpes de culata, quebrándole dos costillas. En el baño viste numerosas camisas de las JJ.CC. abandonadas; sin duda muchos jóvenes habían aprovechado la ocasión para liberarse de toda evidencia condenatoria.

      A lo lejos, en una gradería superior divisaste a Osiel separado del resto. A Víctor, el cantautor, no volverías a verlo. Días después, aún en el estadio, algunos de tus colegas de la universidad serían testigos de su cadáver acribillado, junto a los de otros prisioneros. Su viuda retiraría su cuerpo de la morgue de Santiago, las manos destrozadas a golpes de culata.

      De pronto, tus oídos fueron agredidos por los parlantes a todo volumen: “Se ordena a todos los profesores de nivel universitario dirigirse al foyer con las manos en la nuca”. Junto a Heriberto caminaste al punto de reunión y viste a unos 50 académicos, casi todos conocidos. Luego observaste entrar a un grupo de extranjeros. Después te dirían que eran estudiantes latinoamericanos, la mayoría de posgrado.

      Viste entrar a un coronel acompañado de un mayor, ambos del ejército; escuchaste al de grado más alto dirigirse insultantemente a los extranjeros, llamándolos “la cloaca latinoamericana”, e indicar que no se les daría de comer. Era la primera vez que oías mencionar comida desde tu ingreso al estadio. Tuviste que esperar todavía un par de horas hasta que el mayor, quien dijo que su apellido era Acuña, llegara con un par de soldados llevando una canasta llena de panes. Las tripas te sonaban, hasta entonces solo habías podido tomar agua de la llave, igual que el resto de tus compañeros. El pan se transformó, para ti y los demás presos, en un manjar incomparable. Notaste que el mayor Acuña se portaba respetuosamente con los presos, a tal punto que uno hasta lo llamó, sin duda por el confuso estado en que estábamos, “compañero Acuña”, provocándole una sonrisa, en lugar de la respuesta airada que habría dado otro oficial. Después te contarían que Acuña había salvado numerosas vidas en el Estadio Nacional. Allí estaba a cargo de la sección en la que hacían sentarse a los prisioneros que habían sido interrogados y estaban listos para salir en libertad. En esas circunstancias, algunos de esos prisioneros eran llamados a interrogatorio y Acuña, a gritos, los hacía permanecer en sus asientos.

      Supiste después que este hombre noble se habría suicidado a comienzos de 1974. Y no sería el único, no todos los militares estuvieron a favor del Golpe ni del horror que lo siguió. Leíste, meses más tarde, que aquellos que se habían opuesto en sus cuarteles habían sido salvajemente asesinados, sacándoseles los ojos usando bayonetas como punzones, entre otras horribles mutilaciones, antes de ser asesinados a tiros.

      Te diste cuenta que, al retirarse los milicos, varios presos lanzaron trozos de pan hacia el grupo de extranjeros, quienes procedieron a repartirlos entre ellos. Desde el ámbito principal del estadio, invisible desde el foyer, sentiste balazos y gritos, además de una prolongada silbatina. Prisioneros que iban llegando te contaron que cada bullicio había correspondido a uno o más asesinatos, incluido el de un joven a quien le habían desarmado un fusil en la cabeza.

      Durante la primera noche, dormir se te hizo muy difícil, debido a los gritos de torturados y descargas de fusil. A partir de los ruidos, imaginaste que obligaban a los presos a dar la vuelta al estadio por un pasillo interior, amarrados de los testículos, de manera de provocarles un intenso dolor al caminar de pie o de cuclillas y que a otros les arrancaban las uñas con alicates.

      Al día siguiente tuviste que ser testigo de más actividades represivas. Empezaron a llamar a los prisioneros a interrogatorio, de a uno o por grupos pequeños; a algunos los viste regresar, de otros no volverías a saber. Entre ellos estuvo Heriberto. En un momento hicieron salir a un grupo de prisioneros entre los que te encontrabas. Fuiste conducido a un subterráneo. Allí viste torturar bestialmente a varios obreros, algunos colgados, otros amarrados de forma grotesca. Los oficiales desplegaban linchacos, unas curiosas armas orientales. Y notaste sin querer que estaban salpicadas de sangre, como el suelo, como los muros, como los uniformes verdes. Los gritos te parecieron espantosos.

      Volviste junto a tus compañeros con una considerable carga de colchonetas y otra aún mayor de imágenes lacerantes, vomitivas, inolvidables, que con el tiempo se irían convirtiendo en recuerdos patógenos y vitalicios.

      Algunos de tus compañeros se pusieron a contar lo visto de inmediato. Tú no. Elegiste el silencio como mal menor, como evasión momentánea, como escudo contra una realidad inesperada e insoportable, aplastante.

      De pronto escuchaste gritos provenientes del callejón de entrada al estadio, claramente audibles a través de un gran ventanal de vidrio. Unos militares estaban forzando a un grupo de prisioneros, te pareció que eran extranjeros, a correr hacia la calle desde una de las puertas del recinto. Viste cómo se resistían y cómo eran obligados a golpes. Los viste correr desesperados hacia alguna de las esquinas, con la vana esperanza de huir. Viste cómo fueron acribillados a tiros de metralletas y fusiles ametralladoras.

      Notaste cómo, durante el día, el callejón que ahora lleva el nombre de Arturo Godoy se cubría de sangre. Horrorizado, viste correr el líquido a regueros, después armando pozas, luego formando una capa continua, implacable, aullante, de color rojo, increíblemente rojo. Por alguna razón que hasta hoy te supera, no lo imaginaste resbaladizo, sino firme, representativo del momento vivido. Tu país había tomado un camino que te alejaba de todos tus sueños, pero tú eras parte de la estúpida marcha hacia un mundo peor.

      Tres días viviste más de lo mismo, sin ser llamado aún a enfrentar tu propia tortura, tu propia muerte. ¿Debería sentirme afortunado?, te preguntaste. De inmediato rechazaste la pregunta por obscena. Concluiste que hay ocasiones en que hacerse ese tipo de preguntas puede ser no solo inmoral, sino también promover complicidades que te asqueaban. Rogaste al Dios en quien no creías, que no te hiciera portaestandarte en la maloliente comitiva.

      Los militares comunicaron la novedad en tono burocrático: te llevarían, junto al resto de los presos sobrevivientes, al Estadio Nacional, el mayor recinto deportivo en el país. Subiste a la micro, donde te obligaron a arrodillarte con la cara apoyada en un asiento. Algunos minutos después escuchaste la voz conocida de un colega diciendo: “¡Cachen La Moneda!”. Alzaste la cabeza, contraviniendo instrucciones y viste la imagen ennegrecida, destruida, aún humeante, profundamente desmoralizante, del palacio presidencial donde Allende había muerto.

      Media hora después los buses ingresarían al Estadio Nacional, escenario de grandes jornadas deportivas, de gigantescas manifestaciones culturales y políticas. Comenzaba tu recorrido por otro rincón del infierno y de este no saldrías incólume.

      Del


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