Dilo, antes que sea demasiado tarde. Luis Cifuentes Seves

Dilo, antes que sea demasiado tarde - Luis Cifuentes Seves


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moriría dos años después, exiliado en Bulgaria, debido a los daños al corazón que le produjeron las múltiples descargas eléctricas. Hasta hoy ignoramos cuántos murieron durante la tortura.

      Por fin, después de un mes de espera, Julio fue llamado al “disco negro” y llevado al velódromo. Como a todos sus compañeros, le cubrieron la cabeza con una frazada y empezó lo que le pareció una interminable caminata.

      Al llegar al velódromo lo hicieron sentarse en las graderías y entonces les permitieron descubrirse la cabeza. Poco después empezaron a llamarlos por parlantes, indicando nombres que correspondían a grupos de torturadores: Chago 1, Chago 2, Caracol 1, Caracol 2, Garrido, entre otros. Comenzaron prontamente los alaridos provocados por la aplicación de electricidad. La situación era altamente estresante.

      En el grupo cercano a Julio había una joven muy atractiva. Un civil bien vestido, parte de uno de los grupos de torturadores, se acercó y la llamó aparte. La mujer volvió a su asiento al poco rato agitando la cabeza. Más tarde, el mismo civil volvió a llamarla. Asombrados, nos dimos cuenta que el torturador parecía estar tratando de conseguir una cita con la joven. Después se supo que esta práctica fue común, que las mujeres fueron liberadas y que tuvieron que aceptar sexo con los verdugos bajo la amenaza de volver al estadio y de sufrir violaciones colectivas.

      Pasó el día, empapado de alaridos y bajezas, y Julio no fue llamado a interrogatorio. En el camino de vuelta al estadio y a sus camarines de origen, obligaron a la fila de prisioneros a pasar caminando sobre una ruma de cuerpos inmóviles. Tropezó y cayó y pudo comprobar al tacto que los cuerpos estaban fríos. Eran rumas de cadáveres.

      Durante los siguientes tres días volvió a ser llevado al velódromo sin ser interrogado. Vio ancianas obligadas a permanecer de rodillas por horas sobre el cemento, que lloraban y gritaban de dolor. Y, por supuesto, repitiéndose la rutina auditiva de la tortura por largas ocho horas.

      Sólo al cuarto día lo llamaron a interrogatorio. Lo llevaron con la cabeza cubierta por una frazada, hasta la entrada de uno de los “caracoles”, baños públicos del velódromo. Le vendaron los ojos bajo amenazas a gritos de no mirar. Luego lo hicieron desnudarse.

      Lo primero que le preguntaron fue qué tipo de música le gustaba, sin duda, pensó, para determinar sus tendencias políticas, que quedarían al descubierto de haber mencionado artistas de izquierda. Julio respondió: “Vivaldi, Bach y Leo Dan”, repitiendo un verso de una canción de Leonardo Favio. Lo hizo para despistar a sus verdugos, pero también para reírse de ellos sin que se dieran cuenta.

      Acto seguido, comenzó un estúpido interrogatorio relacionado con su vida sexual, mientras le aplicaban golpes de corriente. Aprendió con sorpresa que los alaridos salían espontáneamente de su garganta. No gritaba de dolor, sino antes de sentirlo. “¿Así que profesor universitario el huevoncito?”. “¿Y te culeábai a tus alumnas?”. “¿Y por dónde te las culeábai?”. “¿Y te lo chupaban?”. “¿Y gritaban cuando se los metíai por el chico?”. “¿Y gozaban las huevonas?”. “¿Y qué te decían después de la cacha?”. Las respuestas les eran irrelevantes y simplemente preguntaban y torturaban sin parar. ¡Vaya interrogatorio para un peligroso sospechoso de terrorismo!

      La impresión de Julio fue que los torturadores eran personas con graves frustraciones en torno al sexo. Al parecer, ansiaban acceso sexual con muchachas universitarias, pero, por brutos, ignorantes o cobardes, no lo conseguían. Utilizaban, entonces, la tortura como venganza contra aquellos que, suponían, tenían ese privilegio. La dictadura sirvió para todo lo más bajo y despreciable.

      Luego salió el tema de las armas. Preguntaron qué armas tenían en la universidad, dónde había aprendido a manejarlas, quién se las había entregado.

      Hacia el final, los torturadores expresaron interés en las asambleas estudiantiles. Insistían, mostrando su ignorancia, en preguntar nombres de dirigentes que “acarreaban gente a las asambleas”, suponiéndoles algo así como poderes mágicos. Debido a que no era posible negar que hubiera líderes estudiantiles, a los militantes comunistas se les había instruido nombrar como tales a tres personas: uno que había sido asesinado el día del Golpe, otro que se encontraba en Europa y un tercero que estaba asilado en una embajada. Por cierto, sus nombres resonaban todo el día por los parlantes.

      Finalmente obligaron a Julio a firmar un papel que no pudo ver por la venda en sus ojos. “Mañana vamos a seguir conversando sobre las armas, huevoncito”, lo amenazaron. No lo volverían a llamar.

      Cuando ya había pasado un mes y medio desde la ocupación del estadio como campo de tortura y exterminio, recibieron el anuncio que los presos que permanecían en el recinto serían enviados a unas “minas en el Norte”. También se les dijo que permitirían visitas, una por prisionero. Cada visitante estaba autorizado para llevarles una maleta con ropa y efectos personales. La visita se llevó a cabo en las graderías y Julio pudo ver que algunos habían traído libros, guitarras y diversos instrumentos musicales. Semanas después, además de experimentarlo personalmente, se enteró de que, a su llegada a los distintos campos de prisioneros, los militares destrozarían todo tipo de objetos: libros, efectos personales, ropa, etcétera, pero nunca dañarían los instrumentos, hecho que quedaría como un misterio. Un sociólogo preso comentó que se trataba de un fenómeno chilensis.

      Julio recibió a Eugenia, su madre, quien lo puso al día respecto a la situación de la familia. Con alivio supo que su hermano Rodolfo, militante de las JJ.CC., no había sido detenido.

      Al cumplir dos meses en el estadio, acompañado de un grupo de unos 30 presos, fue llevado al aeródromo de Santiago para abordar un avión que lo llevaría a las misteriosas “minas en el Norte”. Habría más vuelos y otros se irían por barco.

      Al salir de los terrenos deportivos, observó a su colega y amigo Claudio, que había sido liberado, parado en la calle mirando los buses y tratando de identificar a personas conocidas.

      Se iniciaba así un viaje al desierto con resultados impredecibles. Julio se preguntó si alguna vez volvería a ver Santiago, su familia, sus amigos, sus amores, o si durante su estadía en las soledades, como Jesús, encontraría al demonio tratando de tentarlo. ¿Con qué? ¿Para qué?

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