Dilo, antes que sea demasiado tarde. Luis Cifuentes Seves

Dilo, antes que sea demasiado tarde - Luis Cifuentes Seves


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Estado, bajó trotando, manos en la nuca, del bus que lo había llevado al Estadio Nacional. Fueron conducidos a gritos, empujones y culatazos, a uno de los numerosos camarines. El reducto se llenó. Pasó más de una hora sin que ocurriera algo.

      Comenzaron a surgir distintas reacciones, intentos de aliviar la tensión nerviosa con gotas de humor. A ambos costados del camarín había bancos que los deportistas usaban para vestirse y en la parte superior, una parrilla de madera donde se colocaban las bolsas de equipo. Claudio y Pedro se paseaban observando a los que estaban acostados en las parrillas pretendiendo que eran trofeos de caza. “¡Oh, qué hermoso ejemplar!”, exclamaba Claudio, con voz engolada, mientras su amigo inquiría, “¿Y cuántas puntas cuentas en su cornamenta?”. El primero respondía. “Ninguna. ¡Es un coipo, profesor!”.

      Por su parte, Eduardo se cubría la cara con trocitos de papel plateado sacados de una cajetilla de cigarrillos, se aproximaba a alguien por detrás y cuando este se volvía a mirarlo, decía: “Compañero: ¡ha estallado la peste!”.

      De pronto se abrió la puerta con violencia y eligieron cuatro prisioneros al azar para llevarlos a interrogatorio. No regresarían al camarín. En el segundo grupo salió Julio. Lo condujeron a otro reducto, tres personas vestidas de civil lo hicieron desnudarse, le preguntaron por su militancia, por posibles viajes al extranjero, por manejo de armas. Para apremiarlo lo metían y sacaban de una ducha fría. No lo golpearon, ni le aplicaron electricidad, ni nada de lo que luego se convertiría en tratamiento de rutina. Lo calificaron como SP (sospechoso peligroso), en lo esencial, por su confesión de haber hecho un posgrado en un país socialista. Esta información no podía ocultarse, ya que constaba en los registros de la universidad.

      A Julio le pareció que había sido un interrogatorio de cierta lógica y eficacia. Fue el último de ese tipo que presenciaría en sus cinco meses de prisión, dos de ellos en el estadio. Luego le contarían que quienes lo habían interrogado eran detectives clasificados como “de izquierda” por los militares, posiblemente porque habían ingresado al servicio durante el gobierno de Allende. En ese periodo, el examen de los nuevos agentes de la policía civil consistía en asaltar la sede de una organización fascista, de modo que los ánimos de la extrema derecha respecto a estos funcionarios policiales eran muy poco amistosos. Los tenían interrogando como manera de demostrar su lealtad al nuevo régimen dictatorial.

      Lo llevaron al último camarín en el primer piso del estadio, bajo el área de la marquesina, conocida como Tribuna Pacífico. Había hombres y mujeres, todos calificados como SP. Nos asistía la conciencia de que sobre ellas se cernía la amenaza de ser sexualmente abusadas por los torturadores, método de tortura que fue practicado en casi todos los casos en que se trató de mujeres jóvenes.

      En un momento, posiblemente por órdenes de un oficial decente, se llevó a las mujeres a tomar un baño en las cómodas tinas a ras de suelo utilizadas por los futbolistas. Volvieron limpias y contentas por la experiencia. Sus sonrisas nos iluminaron. Las aplaudimos.

      Llamaban a interrogatorio todo el día. Algunos regresaban al camarín, otros no. Entre los que volvían, había quienes mostraban claras señales de haber sido torturados. Un prisionero de origen europeo, posiblemente asesor técnico en una empresa nacionalizada por Allende, volvió con síntomas de infarto cardíaco. Se pidió un médico y apareció el doctor Jádresic, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, prisionero como el resto de nosotros. Luego de examinar al paciente, exigió que lo trasladaran a la unidad médica de campaña que habían instalado fuera del estadio. Así se hizo. No volvimos a saber de él.

      Llegó el momento de las primeras comidas. La mayoría de las veces, estas consistirían en cazuela de vacuno, porotos o garbanzos, en raciones muy pequeñas. Los militares habían formado una “escuadra de servicio” para llevar los fondos de comida y servirla en pocillos plásticos a los prisioneros. Todos sus integrantes eran “patos malos”, delincuentes jóvenes a quienes se había llevado al estadio para crear problemas y/o espiar. Cuando había cazuela, nos servían solo el caldo y dejaban todos los componentes sólidos en el fondo de la olla para comérselos ellos mismos. Claramente, eso no era alimentación. Al final, el pan era lo único seguro. Afortunadamente, las JJ.CC. se organizaron rápidamente y su primera misión fue quitarle la escuadra de servicio al lumpen. Esto se cumplió. El hijo del Secretario General del Partido Comunista, Alberto Corvalán, encabezó la escuadra, lo que no solo mejoró nuestra comida, sino que también les permitió llevarla, de manera oculta, a prisioneros en aislamiento, a los que no les daban alimentos. La movilidad así adquirida por los jóvenes militantes ayudaría a la organización y funcionamiento clandestino del Partido Comunista, permitiendo el intercambio de mensajes entre los dirigentes presos en diversas partes del estadio.

      En el camarín atiborrado de gente, Julio eligió guardar un bajo perfil. Se tendía bajo uno de los bancos envuelto en la frazada que le habían asignado y pasaba allí el día y la noche, excepto para ir al baño, lavarse y comer. Varios de los prisioneros con quienes compartía el camarín habían logrado entrar diminutas radios a transistores, burlando la revisión de los militares. Cada vez que podía, Julio conseguía que le prestaran una para escuchar música. En particular, buscaba la canción “Morning has broken”, de Cat Stevens, tema que lo hacía sentirse mejor y le ayudaba a evadirse por minutos de la dramática situación en que se encontraba.

      Pronto, el modus operandi de los militares fue quedando claro. Los prisioneros dormían en camarines o en escotillas, amplios espacios bajo las graderías. Algunas horas al día los sacaban a tomar sol y desde allí llamaban a los que iban a ser interrogados. Se les convocaba al “disco negro”, utilizado para dar la partida en pruebas atléticas, que situaron junto al foso de salto largo. La mayoría iba al velódromo, que quedaba algo alejado del coliseo central. A otros se les llevaba al espacio existente tras la tribuna presidencial, que también era utilizado como sala de tortura. Los gritos de dolor se escuchaban durante toda la jornada laboral cumplida por los torturadores.

      Autorizaron a los prisioneros a realizar shows en los camarines, en las horas de reclusión, que consistían básicamente en canciones, poemas y relatos. Julio participó cantando “Answer me”, popularizada por Frankie Laine. Dieron luego autorización para repetir las actuaciones en las graderías del estadio durante el día. Allí se pudo apreciar a destacados artistas, algunos profesionales, la mayoría amateurs.

      Julio formó dúo con Víctor Canto, que había sido dirigente estudiantil de la UTE, y cantaban “En qué nos parecemos”, conocida en la versión de Quilapayún.

      Los milicos nunca pudieron llevar bien la cuenta de cuánta gente tenían en el estadio. Se les perdían o confundían las listas. Entonces decidieron dejar a un preso a cargo del conteo general. La designación recayó en Víctor Canto. Como consecuencia, a Julio le tocó presenciar la más increíble de las escenas: Víctor retando severamente a un mayor diciéndole: “¡Oiga, pero si no me traen las listas por sector a tiempo, yo no puedo hacer la lista general! ¡Dígale a su gente que me cumpla, porque si no, no hay lista!”. El milico, en actitud compungida, le ofrecía disculpas al joven. Habría sido menos paradójico y más divertido, de no haber sido porque a metros de la escena estaban torturando y matando gente a discreción.

      En ocasiones, los prisioneros eran autorizados para caminar dentro del estadio. Había algunas secciones del edificio que tenían vista al exterior desde la altura, en las que, durante los partidos de fútbol se instalaban puestos de comida y bebida. Para su sorpresa, Julio descubrió que desde un lugar específico podía ver la población donde vivía, que quedaba a no más de una cuadra del estadio; y que podía incluso divisar el balcón del departamento que había habitado hasta su captura. El joven esperaba largos ratos por si veía alguna actividad en ese balcón, a su madre o hermano. Jamás ocurrió.

      Otros prisioneros se dirigían al costado opuesto del estadio, desde el que se divisaba la piscina olímpica, donde tenían a las mujeres. Muchos tenían allí, o creían tener, a sus esposas, parejas o pololas, familiares, amigas y procuraban verlas a la distancia.

      De noche se escuchaban disparos y cabía poca duda de que, al menos algunos, correspondían a ejecuciones realizadas en los amplios terrenos fuera del estadio. Nunca se sabrá cuántos murieron fusilados.

      Casos


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