Señales distantes. Antonio Vásquez

Señales distantes - Antonio Vásquez


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> Antonio Vásquez

       Señales distantes

       Antonio

       Vásquez

       Señales

       distantes

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      DERECHOS RESERVADOS

      © 2020 Antonio Vásquez

      © 2020 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

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      Edición digital: 2021

      ISBN: 978-607-8764-44-0

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

       A Militsa y a Zoila

      El demiurgo es hermafrodita. ALFRED KUBIN

       PRIMA MATERIA

       …y sobre esta roca edificaré mi iglesia;y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.

      Mateo 16:18

      Mi madre fue de piedra, mi padre también. Fui hijo de dos monolitos impermeables, de rostros severos. Así los recuerdo en las noches pétreas que paso en ese cuartucho que me cedieron en la parte más arrinconada de la parroquia. Antes de que cante el gallo toco las campanas de la iglesia; mis manos marcan la hora del alba con cada tirón que le doy al mecate. Los topiles de la iglesia se asombran al ver mis manos sin callos después de tantos años de haberme dedicado a anunciar las horas y las misas. En más de uno he vislumbrado la tentación de tocar mis palmas deformes y agrietadas, pero se limitan a preguntarme desde cuándo toco las campanas. Desde siempre, les respondo.

      Aparento una vejez que no me corresponde, pero que he ido haciendo mía con el paso de los años. Son más viejos los topiles que vienen a verme a mi cuarto en las noches, cuando hacen guardia, y beben sus cervezas y cantan sus canciones:

      De piedra ha de ser la cama,

      de piedra la cabecera,

      la mujer que a mí me quiera…

      De piedra son mis manos y mis labios y la lengua por donde corre la cerveza hasta caer en el pozo de mi garganta sin embriagarme. Permanezco arrinconado, quieto, oyéndolos hablar de antiguos amores e historias de matones; yo solo callo y abro las grietas de mi piel para que entre su vejez. Pero no soy viejo como ellos.

      Desde la torre contemplo a los niños que se van uniformados hacia la escuela, a las muchachas arregladas que entran en el edificio de cantera que es de la universidad. Tengo más en común con ellas que con los topiles, pero no… no es cierto, aunque tenga su edad. Los rayos del sol no tuestan mi piel como les sucede a ellas, solo la calientan, como a la fachada de la iglesia y a los santos tallados en las hornacinas. Ardemos en calor sin sudar y sin sentir sed; y cuando llueve permanecemos igual de impasibles, impenetrables.

      Bajo con lentitud, reposando por segundos prolongados en los peldaños, la escalera de caracol. Cada día tardo más, lo sé porque cada vez que llego al comedor encuentro más frío el desayuno que nos han preparado las monjas. Al principio ellas me miraban con recelo, al igual que la feligresía durante la misa, pero con el tiempo han dejado de reparar en mí; no me ven ni me hablan, soy una estatuilla a la que ya se han acostumbrado y olvidado. Solo el padre Simón me sonríe y me da los buenos días.

      Las monjas y los feligreses no yerran en su trato para conmigo; yo mismo me he asumido como un elemento más de esta parroquia, como los lavaderos, las campanas y los arbustos que ornamentan el patio. ¿Cuántos años he estado aquí? No lo sé. Digo que siempre porque más allá del recuerdo de mis padres abandonándome cuando era niño en la entrada del pueblo, no hay nada. Trato de no acordarme de ello porque en ese entonces mi piel gris no estaba tan endurecida como ahora y las piedras que me aventaron los niños que me perseguían, mientras yo vagaba buscando un refugio de la lluvia, dejaron moretones y cortadas por donde pude ver por primera y última vez mi sangre.

      También fue la única vez que lloré; al agravarse mi condición me ha resultado imposible volverlo a hacer. El padre Simón me encontró recogido contra el portón y me dijo que pasara. Después de conseguirme un atuendo seco, una vez que ya había escampado, me llevó con el médico del pueblo: el doctor Germán. Aún me acuerdo de su nombre porque fui a consulta en varias ocasiones, aunque no fue mucho lo que pudo hacer por mí. Solo se asombraba al verme aguantar el empeoramiento de mi afección; la pérdida paulatina de mi sensibilidad, el esfuerzo cada vez mayor que hago para andar. Al menos es una enfermedad sin prisa, solía decir Germán buscando consolarme.

      Sin prisa, así me he acostumbrado a vivir. Como se me dificulta tanto el desplazamiento prefiero quedarme en mi cuarto, leyendo libros que me regala el padre Simón. ¿Qué es? ¿Qué tiene?, le había preguntado él al doctor. No sé, respondió, he sabido de casos de embarazos abdominales donde el feto muere, se calcifica y décadas después, es sustraído, como un fósil. Pero esto es algo distinto: un fósil viviente. Quizá se trata de una esclerodermia atípica, sin precedentes… El padre Simón no pudo disimular su pesar y suspiró: Solo se nace para sufrir.

      Él nunca me obligó a instruirme en cuestiones teológicas, ni a interesarme por el cuidado de la parroquia; solo me dejaba libros que a él le parecían interesantes. El primer texto que me marcó fue un códice que contenía enseñanzas de una secta de la antigua Persia. Los iniciados creían que el movimiento era un atentado contra Dios, ya que una chispa de Él reside adormecida en cada objeto del cosmos; en las hierbas y el polvo, en el mismo suelo que pisamos y hasta en el aire que nos rodea. Para no dañar al Padre de la Grandeza, ellos se encerraban en monasterios donde se dedicaban al reposo absoluto, hasta que la Luz abandonaba a cada uno y, se contaba, no quedaban más que estatuas que perduran hoy enterradas en alguna parte de Irán.

      Me gusta platicar sobre estos temas con el padre Simón. Él me dijo burlón una vez que de ser cierto lo de la secta persa, yo cada día peco menos. Su risa apacigua, como los himnos que corean las ancianas en la iglesia al atardecer. No siempre podré gozar de su alegría, de su voz; aquel miedo que sentí mientras los niños me perseguían me vuelve a agobiar cuando imagino el día en que mis oídos dejen de servir, cuando mi corazón se petrifique. Por eso a veces una pesadumbre nos estruja, como en este momento en que las monjas nos han dejado a solas; un silencio momentáneo donde la realidad es ineludible. El padre Simón trata entonces de reconfortarme con sermones que no comprendo cabalmente. A veces hasta sospecho que en realidad no se está dirigiendo a mí, sino que medita en voz alta una revelación intempestiva.

      El Cristo se corrompió cuando encarnó en el Nazareno, dijo alguna vez con seriedad, y repetimos aquel hecho ignominioso con cada Eucaristía que realizamos. En lo que quizá fue mi único acto impulsivo, me atreví a preguntarle que entonces por qué seguía siendo cura. Él me miró con sinceridad, luego sonrió luminoso: A que sea otro el buen pastor, mejor que sea yo, ¿no crees?, en seguida se rio con gran regocijo. Yo me sentí avergonzado y pedí una disculpa por mi atrevimiento, pero él retornó a su gravedad: No te preocupes. Por más hostias que comamos, por más satisfacciones que le proporcionemos al cuerpo, el Espíritu perdura, impenetrable, como las piedras.

      Con ese mismo semblante reflexivo me mira ahora.


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