Señales distantes. Antonio Vásquez

Señales distantes - Antonio Vásquez


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la mesa buscando los cubiertos y el plato. Qué rostro más suave, chulo, aseguraba mientras acariciaba el aire: Es la Virgen del Carmen. Yo no veía ni oía nada, apenas si podía distinguir los surcos de sombra que tenía mi madrina en su frente. Solo sentía frío y unas ganas tremendas de huir de aquella pieza.

      Pero no había a dónde huir; en casa la cosa estaba igual o peor. Mamá andaba tomando mucho rompope y papá se ponía más bravo que nunca. A veces mi mamá estaba tan borracha que ni sentía los golpes que le daba su marido. Esto encendía aún más a mi padre, quien buscaba algo con qué desquitarse que le respondiera. Mirando a su alrededor, sus ojos caían sobre mí. Yo no iba a andar aguantando sus frustraciones. Apenas veía que llegaba y yo me echaba a correr. En las noches también me largaba; por culpa de los quejidos de mamá, de las palabras sucias que salían de la boca de mi padre y el ruido de la cama que se desbarataba.

      La cama nueva de Soledad era pequeña, pero cabíamos las dos, pegaditas. El menor de los males era cuando se orinaba en sus sueños, entonces sentía la tibieza de su enagua. Alzaba lentamente la cobija y le cambiaba con cuidado, para que no fuera a despertarse, el pañal. Porque lo terrible era que despertara y viera. Como la vez que me dijo que había alguien a nuestro lado que me conocía. ¿Quién?, le pregunté, duérmase usted que ya es de madrugada. Dice que puede hacerte un favor si quieres, Lichita. Ni de loca, pensé y le di la espalda a mi madrina.

      En las tardes, al llegar después de la escuela, hallaba a Soledad hablando amena en la oscuridad de su cuarto. Una vez su nieta, la de en medio, cruzó el patio detrás de mí: Ya está demente, no sé para qué sigues viniendo. Déjala, solita se irá muriendo. Pude haberle dado una cachetada, pero me contuve. Solo la miré como si fuera la cosa más vil del mundo, así como ella miraba a su abuela estirarse las calcetas y acomodarse las alpargatas. Era lamentable ver a mi madrina irse encorvando con los meses; en cuestión de días había envejecido un siglo. La mayoría de sus dientes se le habían caído, y sus trenzas eran dos vainas secas, blancas. Pero no la notaba triste.

      Muchas sabandijas comenzaron a aparecer en el cuarto de mi madrina: cuijas, alacranes, arañas e hileras interminables de hormigas. Afuera los perros rondaban, se echaban frente al portón, vigilantes. Tampoco faltaron los gatos y sus bufidos; se la pasaban peleando en la azotea. Soledad ya no estaba sola; abrazaba las sombras que trazaba su altar, platicaba con las presencias que con el tiempo fui intuyendo e invocaba a santos y santas. Una noche de nuevo me comunicó la oferta que me había hecho uno de sus visitantes. Dice que la propuesta sigue en pie, Lichita. ¿Qué dices?

      ¿Pues qué podría decir? Estaba tendida en la cama con los dedos de las manos entrelazados, observando en el techo el pulso de la luz del altar. Mi lengua no dejaba de moverse dentro de mi boca, tocaba a cada rato el hueco que me había dejado papá entre mis dientes. Estaba chimuela. Aún podía lamer el sabor a hierro de la herida. ¿Quién será ese visitante?, me preguntaba, sepa. ¿Y cómo le pido el favor, madrina?, pregunté después de pensar bien las cosas, ¿se lo tengo que decir en voz alta? ¿Tengo que darle algo a cambio? Mi madrina escuchó con atención el silencio, luego respondió: No, nada de eso, nomás con que lo pienses, con que lo pidas de verdad.

      Cerré los ojos y lo pedí de verdad, de todo corazón: Seas quien seas, te pido por favor que desaparezcas a mi papá. Que no vuelva nunca.

      No sabía a qué se dedicaba mi padre. Quién sabe cómo le hacía para que mamá y yo tuviéramos de comer. Eso sí, nunca nos faltó lo esencial: techo, agua, luz, arroz y frijoles. Mamá siempre le proponía que abriéramos una tienda. Es lo más fácil, decía ella, y lo más seguro. Pero él jamás le hizo caso. Cuando al fin llegó el día en que se las vio en aprietos, optó por una solución más sencilla que eso de andar invirtiendo en negocios.

      Dicen que lo agarraron con facturas del cabildo en las manos, que a pesar de todo su esfuerzo no pudo dar con el dinero que creía que guardaban en la tesorería del municipio. Es un delito grave lo que acaba de cometer su esposo, le dijeron a mamá los policías que nos vinieron a avisar. Después le hicieron un juicio y le imputaron otros delitos que él jura, hasta la fecha, que no cometió. Mamá no tenía dinero para pagar un buen abogado así que lo declararon culpable. Yo quedé muy contenta porque el visitante de mi madrina había cumplido y ahora podía volver a dormir en mi propia cama; pero a pesar del favor concedido, no quería volver a tener nada que ver con las presencias que rondan a Soledad.

      Ochenta años tiene ya mi madrina, y yo nunca he dejado de visitarla, mientras no sea muy noche, claro está. He visto su cuerpo hacerse como adobe, un cuerpo que requiere de mucha paciencia y de un mísero bastón, sin empuñadura, para andar. Duerme en una cama vieja, con los resortes gastados y ruidosos, tapada con cobijas malolientes. Por más que las lave y le compre nuevas, algo sucede que acaban apestosas. Pasa lo mismo con su piel. Cuando baño a mi madrina, ella se sienta en una banquita de madera. Lleno dos cubetas con agua potable y la desvisto con cuidado, para que el frío o el calor no la sorprendan de pronto, que su cuerpo se acostumbre a la desnudez poco a poco. Sus senos cuelgan a la intemperie como dos ciruelas que no cayeron a su tiempo y que ahora lucen chupadas. No habla, se queda mirando fijamente su escapulario de la Virgen del Carmen mientras tallo, con delicadeza, su cuerpo terroso que temo desbaratar.

      Una tarde, al vestirla en la pieza, me dijo que había visto a su marido al mediodía: Anduvo viendo los árboles que él había sembrado, luego se asomó al pozo. Está seco, le avisé, por más que llueva ya no se llena.

      A veces Soledad se queja de buena manera: Alicia, me reprocha seria, ¿cuándo te me vas a casar? Dices que tienes veinticinco años. Déjame ser madrina una vez más, por favor, antes de que me muera. Algún día, le respondo, algún día…

      Uno de los hombres que entraron a la tienda para guarecerse de la tormenta me chifla y guiña el ojo. Aún tiene la misma cerveza que pidió al llegar. No le hago caso. Paso el trapo sobre el mostrador por enésima vez, inútilmente. Las moscas se han ido, ahora revolotean alrededor de mi madrina; se posan sobre su frente y sobre sus manos, pero ella no las ve, no las siente. Mira, a través de la polvareda y del ocaso, y ve a su marido. Le pregunta si cree que esta vez al fin se llenará el pozo.

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