Señales distantes. Antonio Vásquez

Señales distantes - Antonio Vásquez


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sin razón alguna? Pero Alondra era distinta, me daba los buenos días y me preguntaba cómo me encontraba. Las horas largas de pronto ya no me bastaban porque me las pasaba pensando en ella, buscando la ocasión para hablarle de cualquier cosa, para poder mirarla al menos de reojo.

      No importa, vendremos otro día, dijo el loro cuando entramos en mi departamento. Busqué un lugar apropiado para colocar su jaula. Las dos habitaciones de mi departamento son oscuras; un edificio delante del mío les impide la entrada a la luz y al aire. Sin ventilación, el ambiente sofocante de mi departamento se iría llenando de garridos y del hedor a excremento de ave, así que opté por instalarlo en un recoveco de la sala.

      No me importó el ruido, sería cosa de soportarlo un par de días. Traté de dormir pensando en Alondra, en la vez que insistió en que acudiera a una fiesta que organizó en su casa. Nunca he sido de los que asisten a reuniones; la verdad es que no tengo ropa que ponerme para ese tipo de eventos. Aun así, no dejé que esto fuera un impedimento. Busqué las prendas más rescatables que tenía y fui a la fiesta. Al entrar en la casa noté las miradas de mis compañeros y cómo alguien susurraba ¿Y este qué hace aquí? Soy de los que sudan con facilidad y no tardaron en humedecerse mis axilas. Tuve que sacar un pañuelo de mi bolsillo para enjugar mi frente. De no haber sido por Alondra que vino a darme la bienvenida, yo me hubiese quedado sudando como idiota en el vestíbulo. En el duermevela pude ver sus labios carnosos que rehuyeron de mí cuando intenté besarla, borracho. Cálmate, dijo Alondra burlona, luego me llevó de la mano a la calle donde me pidió un taxi y me dio las buenas noches. Siempre ocurría lo mismo; cuando creía que al fin iba a ceder, cambiaba de humor, hacía una mueca y me dejaba en la más completa desilusión. La noche se me hizo eterna recordando sus continuos rechazos, oyendo al loro que parecía ya no hablar ni cantar, sino mofarse de mí.

      Los días subsecuentes fueron iguales: tocaba el timbre de Alondra pero no la hallaba. El loro me miraba y repetía, burlándose: No importa, vendremos otro día. Anduve por las calles arrastrando la jaula como arrastraba mi pena; era peor que andar con un ramo de flores marchitas. ¿Y si Alondra sí estaba en su casa y no quería verme? No podía llevarle el regalo al trabajo, podría provocarle vergüenza, y no quería que los demás oficinistas me vieran como me veían los transeúntes, no les incumbía. Me refugié de las miradas en una cantina. Coloqué la jaula sobre la barra, encendí un cigarro y pedí una cerveza oscura.

      Después de tomar varios tarros intenté llamar a casa de Alondra pero no contestó. Suspiré y pedí otra cerveza. El loro se acercó a mí, deslizándose sobre el reposa aves, arrastrando consigo la cola que parecía haber crecido; asemejaba ser más reptil que ave por la manera en que movía los ojos. Me miraba con ironía, así que le di una bocanada al cigarro y le eché el humo para que se alejara. Él revoloteó desviando el humo al sacudir su plumaje.

      Regresé a casa cabizbajo. En el camino compré una botella de oporto barato en una vinatería, ahí me percaté de que en algunas áreas del cuerpo del loro se podía ver su pellejo amarillento. En el fondo de la jaula se amontonaban las plumas que se le venían cayendo.

      Las ganas de entregarle su regalo a Alondra se tornaron en una aflicción que me pesaba en la oficina. Cada esfuerzo que realizaba fracasaba. Un día me acerqué más nervioso que de costumbre a Alondra: Disculpa, le pregunté con una voz débil que me avergonzó aún más, me preguntaba si podía pasar en la tarde a tu casa. Ella me miró con extrañamiento, luego sonrió fríamente y me contestó que esa tarde iba a salir con una amiga. Entonces pasado mañana, me apresuré a decirle. No, Carlos, respondió, la verdad es que tengo mucho trabajo ahorita. Ya ves cómo andan las cosas… Yo la verdad no tenía idea, había descuidado mis tareas pensando en ella y el loro. Cada día trabajaba menos, hasta que llegó el día en que el jefe me llamó a su despacho y me despidió. No dije nada; recogí mis pertenencias y salí apresurado, sin despedirme de nadie, ni siquiera de Alondra.

      Encerrado en mi departamento, la sala se fue llenando de botellas vacías y plumas pestilentes. El loro había crecido y con él mi miseria. De su jocosidad ya no restaba nada; era un tormento cuyas palabras, que se habían transformado en insultos, me recordaban mi obsesión abrumadora por una mujer. Las pocas veces que salía, el cantinero y el tendero de la vinatería reparaban en mi mal aspecto; en la palidez de mi rostro y las ojeras provocadas por los desvelos. Es culpa del loro, les explicaba, me está arruinando. Pero ellos no entendían y me miraban recelosos.

      Él se había vuelto enclenque, desplumado, su pico parecía cubierto por una costra negra. Sus garras se habían alargado; raquíticas, eran los dedos extendidos de un esqueleto. Dejé de alimentarlo, esperando que así muriese, pero las arañas y los grillos de mi casa acababan dentro de su jaula y él los devoraba con ahínco, lanzando un terrible chillido al terminar, un estrépito que rebotaba entre mis paredes y me tumbaba sobre el sillón.

      Un sábado ya no pude más; cubrí la jaula con un manto deshilachado y salí rumbo a casa de Alondra.

      Esperé toda la mañana a que me abriera. Al filo del mediodía la vi llegar en un carro que manejaba un don apuesto. Ella descendió del auto, no sin antes besarlo y entre risas pedirle que pasara a la misma hora. Cuando la tuve de frente vi el rímel desvanecido sobre sus párpados hinchados, y olí el perfume de aquel sujeto. ¿Carlos, qué haces aquí?, preguntó molesta. Vine a verte, te traje un regalo, le respondí mientras alzaba la jaula cubierta. Ella la miró con desconfianza; con uno de sus dedos recorrió el manto, revelando al horripilante loro. Soltó una carcajada que me abrumó y dijo que cómo creía posible que ella aceptaría esa porquería de animal. Alondra, dije mientras apretaba su brazo, ¿acaso ya no te acuerdas de lo bien que nos llevábamos en el trabajo, de que tú y yo somos mejores amigos? Ella se liberó violentamente de mí y me miró con desprecio. Colegas, dijo mientras insertaba su llave en la cerradura, por favor, Carlos, deja de buscarme, no te quiero volver a ver por aquí. Cerró la puerta, dejándome solo con la humillación y el loro que se estrellaba contra las barras.

      Al regresar a casa azoté la jaula contra la pared; la pateé repetidas veces y fumé hasta atestar la habitación de humo, esperando que se ahogaran los pulmones del loro. Maldije a la señora del mercado, a mi ingenuidad. Levanté la jaula y con mi cigarro quemé las alas que se agitaban dentro. El loro respondió clavándome su pico. Saqué mi mano y un hilo de sangre escurrió entre mis dedos. Está bien, le dije, ya basta. Abrí la ventana, coloqué la jaula sobre el alféizar y con un empujón la dejé caer al vacío.

      Tardé en cerrar la ventana; satisfecho por mi hazaña, miraba el edificio que bloqueaba mi vista. Por eso no me di cuenta de que el loro había escapado de su prisión y venía hacia mí con vehemencia: voló a mi alrededor, sacudiendo el polvo de mis muebles, rasguñándome. Abría su pico, lanzando insultos entre los cuales escuché el nombre de Alondra. ¡Alondra!, gritaba, Alondra, repetía. El nombre de Alondra y el incesante aleteo del loro no cesaron de sonar.

      SOLEDAD

      Las moscas comienzan a abandonar la tiendita una por una. Afuera ha escampado y el sol se refleja en los charcos formados en la terracería. Es fuerte el sol del atardecer. Y no tardará en endurecerse el lodo. No me gusta cuando eso sucede; la gente y los carros que pasan rompen las costras de tierra y alborotan el polvo que después se asienta dentro de la tienda. Luego yo tengo que desempolvar los anaqueles y el mostrador, y por más que limpie, cada vez que paso el trapo sale negro. Es como cuando tengo que darle un baño a Soledad, mi madrina.

      Ella, al notar que la tormenta ya paró, asoma su cara arrugada a través del umbral de la casa que está frente a la tiendita; con sus brazos flacos y tostados arrastra una silla de plástico y la coloca justo debajo del dintel. Le gusta estarse ahí, sentada, con las manos quietas en el regazo, vislumbrando Dios sabe qué con sus ojos nebulosos de cataratas.

      Recuerdo cuando aún podía verme con claridad, cuando acariciaba mi pelo largo y me decía Qué buena niña y me regalaba muñecas. Eran unas muñecas viejas, cuyos vestidos se habían vuelto amarillentos, pero que aún eran chulas, de una porcelana muy brillosa. Ahora ya no estoy en edad para muñecas, pero me gustaría que Soledad pudiera ver mi rostro y no tuviera que revisarme con sus manos resecas cada vez que voy a visitarla. ¿Cuándo te me vas a casar, Lichita?, me pregunta siempre. Yo le respondo que no sé, que no hay


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