Señales distantes. Antonio Vásquez

Señales distantes - Antonio Vásquez


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el padre me pregunta comprensivo: ¿Nunca te han dado ganas de irte de la parroquia? Hay días, le respondo oyendo cómo truena mi quijada. Días, semanas, meses… lapsos en que he soñado con viajes imprácticos. Me gustaría ver dónde nace el sol y dónde desaparece, ver si es cierto, como dice el padre Simón, que desde la orilla del mundo se puede contemplar la frontera entre la luz y la oscuridad.

      Y nunca has maldecido tu condición? ¿Cómo, padre?, le pregunto atónito. Que si no te has preguntado por qué te tuvo que tocar a ti, de entre todas las personas, esa enfermedad de piedra. ¿No has maldecido a tus padres por abandonarte, a Dios? Un acólito no debe guardar rencores, le digo. Él sonríe con ironía aguardando una respuesta más sincera. Ve a través de mis pupilas resecas. Trato de esconder bien mis secretos en algún recoveco de mi alma pero él los halla. Halla la soledad que me pesa más que la piel, que mis pasos que rompen el suelo al dejar sus huellas. Halla mis deseos no solo de realizar viajes imposibles, sino también de ser amado por mis prójimos como yo los amo a ellos… ¿Pero quién podría amar a una estatua huérfana? Diario me lo pregunto. Diario me pulveriza saber que Dios no quiso hacerme a su imagen y semejanza como al resto de los hombres.

      Sí que me lo he preguntado, le confieso al fin. Padre, ¿qué tipo de Dios permite que sucedan estas cosas? Uno terrible, me responde con contundencia. Luego se levanta de su asiento, desacomodándose el alzacuellos: Ese dios al que viene la gente a rezarle no es el verdadero. Cuando comprendas esto comprenderás tu destino que te rebasa. Porque, Pedrito, tu destino es más grande que tú, más grande que el padre de ese pobre hombre crucificado al que le rezamos todos los días.

      Sin despedirse ni darme instrucciones, el padre me deja solo en la penumbra del comedor, sus palabras crujiendo en mi interior. No tardará en iniciar la misa de la mañana, así que voy a mi cuarto para cambiar de atuendo. Como no puedo mover los dedos casi no logro ponerme la túnica que acabo rasgando con mis movimientos torpes. Ya vestido, me dirijo hacia la iglesia, las articulaciones de mis rodillas triturándose como molcajetes. En algún momento sospecho que no llegaré, que me quedaré a medio camino con las piernas rotas. Al menos no me dolerá, si me quedo hecho piedra y me rompo no me dolerá.

      En la iglesia un estremecimiento me detiene en el umbral; contemplo al Santísimo que las mujeres rebozadas miran mientras aguardan quietas el inicio de la misa. Verlo me llena de desconcierto porque me recuerda las palabras del padre Simón. Como una rueda de piedra sus sentencias van estrujando mis pensamientos; aturdido, subo al altar mayor y realizo mis labores sin poder concentrarme, sin poder asir los objetos que debo preparar para la celebración de la Eucaristía. El cáliz y las vinajeras se me caen de las manos, chocan con el piso y un rumor acusador llena de aplomo la iglesia; las señoras que no suelen reparar en mi presencia de pronto dirigen sus miradas hacia mí. Yo trato inútilmente de recoger los recipientes pero me resulta imposible agacharme.

      Déjalos, me ordena el padre Simón al entrar en la iglesia, no harán falta. Los feligreses que aguardaban su llegada lo observan perplejos; no trae puesta su casulla y el alzacuellos lo dejó en el comedor. Él, con cierta soberbia que nunca había manifestado frente a la feligresía, sube los peldaños del altar mayor y se coloca detrás del ambón. Antes de dar inicio a su misa me guiña el ojo en señal de complicidad. Yo trato de decirle que no puedo moverme, pero me percato de que he perdido el habla: mi boca está hecha un páramo. Hermanas y hermanos, dice el padre mientras se recarga sobre el ambón, dichosos los que nunca nacen y dichosos los que nunca tuvieron hijos. Ustedes que han nacido díganme si me equivoco. Vienen a misa cada domingo, o cuando hay un bautizo o se celebra un matrimonio; acuden a esta iglesia y se van como llegaron, como siempre han sido desde el alumbramiento. No cambian, no son capaces de una transmutación verdadera, pero hoy podrán ser testigos de un prodigioso milagro…

      Los labios del padre continúan moviéndose, mudos. No logro descifrar lo que dicen. El mundo se me hace un silencio solitario y lo único que logro distinguir son los rostros contrariados de la feligresía. Espontáneamente comienzan a encenderse diminutas chispas en las ropas de los asistentes, chispas que no tardan en hacerse un incendio. Los feligreses al parecer no se dan cuenta, permanecen atentos al sermón mientras sus cuerpos arden. Por cada palabra que escuchan, sus semblantes se tornan más disgustados, hasta que el padre Simón dice algo que les resulta ser el colmo: uno por uno van saliendo de la iglesia los fieles envueltos en llamas. Esto no le provoca conmoción alguna al padre. Con tranquilidad se retira del ambón y camina hacia mí.

      Pedrito, me dice, ¿ya logras percibir mis palabras? Con delicadeza recorre su dedo sobre mis ojos abiertos, sin lastimarlos, sin siquiera provocar un parpadeo; hace rato que han dejado de servirme, petrificados. El mundo ya no se presenta ante mis sentidos, sino que se filtra a través de las grietas de mi piel. Así es como logro percibir que también el padre Simón arde, aunque su llama se limita a ondular sobre su pecho. Él me dice que ahora que se han ido sus parroquianos puede contarme la verdad: Pedro, como te decía, no es casualidad que hayas llegado a mí. ¿Sabes?, cuando estudiaba en el seminario, unos años antes de conocerte, tuve un hijo. Ese fue mi gran pecado; no el hecho de haber conocido mujer, sino el haber engendrado una criatura. El pobre murió a los pocos meses; su madre vivía en un pueblo más mísero que este, y no contaba con un solo médico… La verdad es que su muerte me trajo un poco de paz…

      Las palabras del padre Simón se pierden en un eco que surge de la tierra. Cada objeto que atiborra el templo parece vibrar, produciendo un sonido estridente. Hay vida en los altares, en los retablos y las hornacinas: los santos se mueven, se contorsionan al igual que las vírgenes; se rascan sus pieles de madera y suplican, ruegan que alguien los astille. De las paredes brotan enredaderas que se abren camino descarapelando el estuco. Y los mil lamentos del pueblo llegan a mí. No tardan también en llegar los del resto del mundo. Yo ya no distingo al padre, salvo su llama que arde rodeada de tinieblas. Es la única luz que hay en la iglesia, además de la que proviene de la bóveda donde alumbra una voz aplastante: Piedra…, piedra eres y piedra serás.

      LA JAULA

      Estoy harto del incesante garrir del loro. Es un estruendo afilado que rasga las paredes húmedas de mi sala. Enciendo un cigarro porque es lo único que le molesta y, mientras exhalo el humo y veo al loro esconderse detrás de los muebles arrastrando sus alas desplumadas, trato de comprender cómo la vendedora del mercado logró convencerme de que comprara ese lorito miserable.

      Me había extraviado en un lugar recóndito de la Central de Abasto. Buscaba una salida entre tanto puesto de hierbas que curan las más insólitas enfermedades: el mal de ojo, el empacho, el susto… Había cambiado mi cartera del bolsillo trasero a uno delantero y avanzaba con cautela, desconfiando de las personas que revisaban las figuras de la muerte que venden ahí. En eso oí una voz ronca que decía Lleve su mascota. Me acerqué. Era la razón por la cual había acudido al mercado; buscaba algún puesto donde vendieran animales pequeños y baratos. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que quien andaba voceando no era una persona, sino un loro brilloso, de un verde que recordaba a la selva.

      Del fondo del puesto surgió una señora adornada en exceso con joyas burdas, mas la abundancia de oro de fantasía no era suficiente para distraer la vista de su rostro colmado de grandes verrugas. Su fealdad era insufrible y quise retirarme, pero la señora, con voz de mercader persuasivo, me dijo que aquel loro sería un gran regalo. La miré con recelo porque era justo lo que había pensado: que sería un gran regalo para Alondra. Ella al llegar a su casa del trabajo sería recibida por el loro que le daría la bienvenida jocosamente. Cada vez que oyera el Hola, Alondra…, Buenas noches, Alondra…, se acordaría de mí. De esa manera, tarde o temprano me correspondería. Lléveselo, se lo dejo a buen precio, dijo la señora. Y yo pagué la cantidad exacta por el lorito, sin regatear; agarré la jaula y salí de aquel pasillo sombrío del mercado.

      El loro, que venía cantando una balada de antaño, calló cuando salimos a la luz del sol. No dejaba de mirarme inclinando su cabecita de un lado a otro. Se me hizo curioso y corrí hacia la casa de Alondra. Toqué el timbre y esperé. Toqué el timbre varias veces mientras el loro me observaba. Parece que no está, le dije, no importa, vendremos otro día.

      Yo no solo quería impresionar a Alondra con el regalo, quería agradecerle la amistad que me había brindado. Largas fueron las horas que pasaba en la oficina, sin


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