Juventudes indígenas en México. Tania Cruz-Salazar
la subjetividad del sujeto contemporáneo por enfocarse en la continuidad de la tradición en los jóvenes de los pueblos originarios.
Las categorías nativas (propias) rastreadas por Pérez Ruiz (2015, 2019) para nombrar lo que “podemos identificar en nuestros términos como jóvenes”, y necesarias, según esta autora, para conocer a los jóvenes, si bien no definen rangos de edad, connotan un conjunto de prescripciones (y proscripciones) de género, ancladas en el habitus comunitario que determinan diversas prácticas del ser hombre y del ser mujer (Oehmichen, 2019). Inscritas en la lengua, las categorías de género reproducen una cosmovisión en la que hay distinciones y prescripciones de género que, sostenemos nosotras, expresan relaciones de poder y dominación de los hombres hacia las mujeres de sus pueblos.
Oehmichen expone el caso de las redes de protección entre mujeres mazahuas en la Ciudad de México, quienes cobijan e impulsan a las jóvenes mazahuas que huyen por la violencia de género e intrafamiliar de sus pueblos en la defensa de sus derechos como mujeres. Pérez Ruiz (2019), Olvera (2016), Oehmichen (2019) y Cornejo (2016) observan que en la lengua maya el término chu’palech, que significa muchacha, define a la mujer que por su condición de género y edad representa un “peligro” para la comunidad, para ella misma y para los varones que se le aproximen. En la lengua que hoy practican los jóvenes se nombra a las muchachas con el término xlo´oboyan, asociado al daño, a la primera menstruación, al peligro en que se encuentra ella por estar en posibilidad de reproducir, que demanda de la comunidad su protección, esto es, el control de su sexualidad. Mientras táankelem paal, uno de los términos usado para los muchachos, los define como “el que ya tiene fuerza en sus hombros”; xi’ipal señala soltería, fuerza y vigor. Táankelem alude a su disposición física para laborar.
En tseltal y tsotsil, categorías nativas (propias) rastreadas por Cruz-Salazar (2017), ach’ix y kerem (muchacha y muchacho), son términos que refieren a un llegar a ser, reconociendo la maduración para el matrimonio y el desarrollo de actividades asignadas por los roles de género. Sin embargo, tanto en estas lenguas como en la ch’ol la autora encuentra que es el proceso de llegar a ser adulto que continúa y culmina cuando los varones alcanzan un estatus de “verdaderos”, no así las mujeres. Este estado se adquiere mediante el servicio comunitario, el matrimonio, la procreación, la jefatura familiar y el comportamiento contenido. Este es el verdadero hombre adulto que merece el respeto, la legitimación de la palabra y el poder. Aun así, se observa que la incompletud del ser y la dominación de la adultez sobre los jóvenes ya no son tan sólidas en la actualidad, y que en la cotidianidad de los jóvenes indígenas hay asuntos apremiantes que no son controlados por las culturas parentales, como la búsqueda de la aventura del norte u otras experiencias fuera del yugo comunal.
Los esfuerzos por recuperar las categorías propias para conocer a los jóvenes hablan de una búsqueda por encontrar los hilos de la continuidad de una cultura en la que “lo que podemos identificar en nuestros términos como jóvenes”; no tenían voz para decidir cómo querían vivir ese momento más que asumiendo los compromisos y responsabilidades que cada rol de género demandaba. Estas nominaciones originales para nombrar una situación de tránsito entre la niñez y la adultez para mujeres y para hombres no pueden confundirse con la categoría juventud tal como ahora la entendemos. Las definiciones propias ubican a los jóvenes en “una condición parcial de desarrollo con miras a entrar en una etapa más ‘formal’ como la reproducción y la labor, dejando de lado sus actuales capacidades”, señala Olvera (2016:118) en un estudio sobre los jóvenes y la migración en Mamita, Yucatán. En la perspectiva actual de juventud, se reconoce a los jóvenes como actores y agentes sociales activos en la creación e intervención de la realidad. Están involucrados en la construcción de sus propias vidas, las vidas de los agentes de sus entornos más inmediatos y de las sociedades en las que viven. Y, sobre todo, admite que los jóvenes son creadores y poseedores de culturas de juventud y otorga prioridad a las prácticas y formas expresivas y simbólicas a través de las cuales la sociedad es experimentada por la gente joven (Urteaga, 2019).
No se trata, por parte de los jóvenes actuales, de una oposición o confrontación con los usos y costumbres y la tradición en su totalidad; se trata, por ahora, de huir —vía la migración y el alargamiento del tiempo de estancia fuera— de lo que Cruz-Salazar (2017) denomina “panóptico comunitario”, que funge como controlador de la sexualidad y del movimiento personal y la búsqueda de horizontes diferentes por parte de las generaciones actuales, situaciones que se encuentran confundidas con los sentimientos que los hacen pertenecer a sus pueblos, a la comunidad, a sus parientes y familias. Las investigaciones actuales muestran el interés de los jóvenes varones por mantener los lazos de pertenencia comunitarios con sus pueblos de origen o con lo que saben de los mismos a través de sus padres (pagando sus multas para mantener la pertenencia, comprando tierra a su familia y para sí mismos, invirtiendo en sus casas, posibilitando con sus recursos la continuidad de los sistemas rituales), pero no quieren regresar a lo mismo porque no pueden realizar allí sus nuevas expectativas de vida y de trabajo.3 De ahí que por ahora nos preguntemos si la pertenencia contemporánea de los jóvenes indígenas está desgajándose de los aspectos de los sistemas normativos que rigen los roles y funciones de los géneros y las edades, pero no del conjunto de los mismos; pues, aunque parezca un contrasentido, simultáneamente ellos mismos están fortaleciendo en términos materiales y simbólicos los sistemas de cargos y compromisos comunitarios al pagar las multas por sus ausencias, solicitar permisos para migrar o buscar reemplazos para aceptar los cargos comunitarios y no ser expulsados a fin de continuar obteniendo los beneficios y las herencias de tierra. Es así como muchas y muchos jóvenes negocian su participación y, por tanto, su pertenencia al pueblo.
El nacimiento etnojuvenil y la transformación en la socialización secundaria
En “Mudándose a muchacha. La emergencia de la juventud en indígenas migrantes”, Cruz-Salazar (2009) documentó que las jóvenes tsotsiles y tseltales al migrar e integrarse a la ciudad de San Cristóbal de Las Casas encontraban muy atractivas las prácticas relacionadas con la representación del amor romántico: el cortejo, el noviazgo y el cambio de pareja. Después de migrar, la tendencia era postergar su maternidad y el matrimonio o flexibilizar los compromisos de pareja. Al mudarse de residencia también inauguraban su condición juvenil y, con ello, un nuevo ethos orientado por “la excesiva apertura personal”4 y visto como desacato e irreverencia por parte de los padres respecto a sus hijas.5
En “Los amores locos de una joven chamula. Simpatías materno-filiales y cambio social”, Neila Boyer (2013) encontró que ese otro modo de estar en la contemporaneidad de las jóvenes tsotsiles era un comportamiento fundado en una comprensión distinta del ser, es decir, autónoma. El nuevo tiempo de los tsotsiles, entendido por los no indígenas como modernidad, marcó la pauta para el desarrollo de la apertura personal y social que se observa más comúnmente entre las generaciones de jóvenes indígenas, y no entre los viejos que vivieron la opacidad y el hermetismo cultural como una clave étnica de su identidad. Decidir cómo ser por sí mismas y para sí mismas implicaba desacatar las prohibiciones de sus sistemas normativos de origen en torno a su sexualidad y su identidad de género: hablar con los varones, caminar al lado de ellos o comer con ellos. Lo que Neila Boyer (2013) expuso, aunque sin discutirlo a profundidad, es cómo lo tradicional comunitario condiciona la adscripción étnica de las mujeres y de las jóvenes; si ellas se alejan de los parámetros sociales y culturales de su pueblo, ponen en entredicho su inclusión en el nosotros étnico-comunitario. El nuevo ethos moral femenino, que provoca y reta la norma por querer ser solo muchacha y no ser muchacha casadera guardada en casa, se observa en los casos de las cientos de jóvenes chamulas que atraviesan la frontera entre México y Estados Unidos. Como lo dijera el líder comunitario Juan Gallo, “lo que no pudo hacer la comunidad [refiriéndose a los varones adultos y al consejo de ancianos en San Juan Chamula], lo hizo la migración. Las mujeres se quitaron la enagua tradicional para caminar por el desierto y ya están en Batik Chamu