La improbable fuga de la señora Paraíso. Agustín Roig

La improbable fuga de la señora Paraíso - Agustín Roig


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senté encima de Rafael y busqué la erección con las caderas y el culo. Me acomodó a criterio. Sentí un deseo insoportable de caer. En tu receta era imprescindible que participara mi animalidad.

      Deslizó el bretel del top con el dedo índice. Me sentí expuesta y avergonzada. Alternando manoseos y besos, Rafael miraba la puerta de la terraza abierta, de la que venía un aire fresco que henchía la cortina de satén, detrás de la cual, como en un tango de cornudos, se veía tu fisgona silueta. Extático e impredecible como una efigie, mal tragabas la angustia.

      Corriste la cortina y entraste. La realidad superaba la fantasía. La piel era piel. Los cuerpos tenían hambre y sed. Viste mi espalda desnuda, la tanga, los tacos. Previste el rostro congestionado del cónsul entre mis pechos. Alzaste la copa. Del resto no me acuerdo. Intentar narrarlo sería como recordar un viejo sueño. Interviniste cuando no pudiste soportarlo más. De rodillas en la alfombra yo regalaba el supremo mimo. Sentí la prepotencia de tus manos en las caderas y luego la negra y estrecha penetración que te otorgaba el galardón, el desquite frente al saqueo que te habías infringido.

      III

      Cuando empezamos a salir no me interesabas. Tenía la piel caliente de haber atravesado la juventud. Estaba terminando la veintena. Venía golpeada.

      Entonces jugaste la última carta y me convenciste. Compré tu discurso del “buen puerto”. Colocaste en la columna de tus haberes la aceptación de lo que yo era y de lo que traía… El hombre bueno y generoso.

      Te favoreció mi familia. Había que sentar cabeza y ocultar. Siempre trataron de hacerme entender que eras el “adecuado” y que no podía seguir siendo el hada Campanita. Usufructuaste tu aristocracia revenida que lo único que te permitía era unos cuantos bienes inmuebles que habían quedado del naufragio económico y moral de tu padre, mujeriego y estridente, al que bien poco le importó las condiciones en que quedarían su viuda y su único hijo, el belinún, como te decía, el inútil y, lo que es peor (esto le daba vergüenza pronunciarlo, no me resulta difícil imaginar las elipsis para referirse a lo que ibas a empezar a ser y estabas siendo, como si con voz apagada y entre dientes, asumiendo una debilidad, gesto prácticamente imposible en él, dijera homosexual),te decía poeta y entonces reía, pero también lloraba, lloraba de humillación y se lamentaba de cuando 43 años atrás habías nacido.

      Hacía poco habías enterrado a ese hijo de mil putas. Todavía arrastrabas en la caída de los párpados diálogos imposibles con el muerto. Sentías lástima por él y por vos, por lo que no vivieron, por lo que no te dio.

      Tu herida psicoanalítica fue tu caballito de batalla, junto al futuro de nietos y sobrinos, la promesa del discreto encanto de la residencia en José Ignacio, donde viviríamos bajo la sombra de los pinos y la sempiterna presencia de un jardín ahíto de vegetación, la glorieta del five o´clock tea, hamacas y toboganes donde jugarían dos niñas flacas y rubias.

      Ya era suficiente eso de vivir en un barrio de negros, en un apartamento de soltera rentado a un precio elevado para una estudiante de IPA. Mi profesión era improductiva y nunca me permitiría alcanzar la utopía de bienestar para la que había sido educada. Porque yo me crié en el Prado Bueno, fui al Clara Jackson, aprendí armonía con Héctor Tosar.

      Me convencieron. Tenía la guardia baja y se me había metido en la cabeza y en el corazón que nadie me iba a querer. Me sentía culpable e idiota, desquiciada e ingenua. No había un lugar para mí. La verdad me resultaba insoportable. Por eso, cuando te lo dije en la cama después de la segunda cita y vos aseguraste con frases y acciones que no te importaba, comprendí que empezaba a quedarme contigo y que las aspiraciones de mi familia se concretarían.

      Después vino lo mejor de vos, de lo que sí me enamoré.

      Te avergonzaba mostrarte como eras. La memoria del muerto, sobreestimado en vida (cuanto más difunto), prolongaba la influencia negativa. ¿Preparabas la renuncia? Un año y medio después lo confesaste como una deformación: “Soy poeta”. Me reí y simultáneamente sentí alivio. Un alivio total, de cuerpo y alma. Hablábamos de literatura, sabías que estaba estudiando docencia, íbamos al cine, tu padre estaba muerto, aún así lo ocultaste. ¡Después de todo no éramos tan distintos! Siempre tan destrozados y opacos, siempre tan escondidos detrás de las voces.

      Había dos libros escritos y un tercero que pretendías publicar. Estabas solo. No te reconocías. Vivías entre el dicho y el trecho. Luchabas contra el dragón. Escribías. Ninguna de esas angustias compartiste. Sí, ya sé, las angustias son de uno, pero igual no alcanza, por eso siguen siendo angustias.

      El primer libro era un ensayo sobre Milan Kundera. Te había llevado dos años escribirlo. Cuando me lo diste a leer parecías un niño, lo vi en tu sonrisa irregular. “Espero no te embole”, me dijiste. Era bueno. “Un ensayo poemático”, te dije. Mi juicio te preocupó, pero te pareció simpático, por eso, luego de analizarlo someramente, sonreíste. Tenías miedo. Mezclabas literatura y filosofía como un mago. Poética del análisis. Fuiste impuro hasta el hueso y te la bancaste. Ni la anécdota ni la confesión desdeñaste en el dispositivo crítico a la hora de encararte con la densidad del texto.

      Del autor que habías elegido como objeto de estudio, yo había leído La Insoportable Levedad del Ser. Había quedado fascinada con algunos personajes, como era el caso de Teresa, tan frágil y ambigua, tan fuerte y tan débil. Era admirable que una novela de tal densidad existencial pudiera haberse convertido en un best seller. La clave estaba en el equilibrio entre lo fácil y lo difícil, entre la trama novelesca y las extensas citas filosóficas, históricas y literarias.

      Tu ensayo captaba esta afinidad y exploraba en “arenas movedizas”, como le llamabas a las incursiones en las que se desvirtuaba la frontera entre el individuo y el texto, el autor y el receptor. ¿Qué pasaba con esa simbiosis, ese campo magnético de energía psíquica, ese fenómeno cuya base era la identificación? ¿Era solamente estética la repercusión? ¿Volvía la literatura a sus raíces éticas? ¿Era teóricamente asimilable dicha fagocitación? Buscaste apoyo en la tradición hermenéutica heideggeriana, desde Dilthey hasta Gadamer. Abusaste de Riccoeur.

      El Kundera se llenaba de polvo en el cajón del escritorio, pero ahí estaba, y a pesar de los pronósticos ñoños de las editoras uruguayas, cuando no la indiferencia, lograste publicarlo en Chile, cuando vos ya eras vos y tu interpretación dodecafónica sonaba a todo vapor.

      Tenían razón los de CAUCE cuando te dijeron que en Uruguay no sabrían qué hacer con un trabajo como ese. Vos sabías, e insististe, que un libro sobre Kundera también podía vender (el checo había escrito un best seller y estaba permanentemente nominado a nobel de literatura), y en esos términos se lo planteaste a los de LSL (literatura sobre literatura), quienes se interesaron por el abstract y te publicaron dos meses después.

      Sin embargo el silencio charrúa persistió, incluso un intelectualucho de ocasión con buenos contactos en la prensa local deslizó en cierta columna del pasquín de moda una crítica adversa, calificando tu trabajo de típico periplo intuitivo de poetastro. ¿Te acordás que celebramos el comentario? Fue lo único que leí o escuché sobre tu libro en las tierras de Caracé.

      Leopoldo, ahora más que nunca estás en posición de burlarte de la Academia. No te prives. Ahora sabés lo que podés y cuánto más que ellos valés. Siempre me agradeciste la publicación de tu Kundera. Yo tenía un ex novio que hacía años vivía en Santiago. Era colega. Conocía y era amigo de un editor de textos académicos. Le hablé de vos y te leyó. Sabía que le gustarías.

      Durante nuestra etapa de novios, salvo al final, fui testigo de la sensación de fracaso que se te pegó como una segunda piel. Es cierto, Leopoldo, no bajaste los brazos. Me sorprendía la capacidad que tenías de defender tu trabajo, aún previendo la indiferencia y la incomprensión. Me decías que el valor consistía simplemente en que cuando lo leías te gustaba, por eso seguías confirmándote y malgastando horas, aún sabiendo que la vida te llamaba.

      ¡Ay mi asceta, mi dueño de cartuja!, invocando esa extraña forma de la serenidad que otorgan las musas. Eras un perfecto lector de ti mismo y devoto de la idea de que la


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