La improbable fuga de la señora Paraíso. Agustín Roig

La improbable fuga de la señora Paraíso - Agustín Roig


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en pedo al rayo de luna! Transitaste por esa etapa con suerte. Tenías ventipoco. Me mostraste cosas de ese período. No eran de valor, pero se veía en trazos lo que serías.

      El hermetismo si no eras Neruda se consideraba un privilegio burgués. Había una guerrilla parapetada en los escombros del Uruguay batllista. Empezaba a ser una tarea reprobable separar la literatura de una izquierda culturalmente hegemónica. Se estaba fundando una tradición. Sin embargo vos, que venías de una familia reaccionaria (tu padre era agente publicitario de Pacheco Areco, el boxeador que cagó a trompadas a la juventud sediciosa), si bien miraste con simpatía el legado socialista de Frugoni y la formación del Frente, mantuviste una brecha respecto a los Benedetti y a los Galeanos. Simpatizaste con el Cortázar de El Libro de Manuel, porque “lograba conjugar el experimentalismo estético con el idealismo político del sesenta, superando a Rayuela, harto lúdica pero menos polifónica”. Te fijaste en Donoso y quedaste hipnotizado con su “imaginismo desestabilizador”. Celebraste un políticamente incorrecto Piliph Roth quien recientemente había publicado su “Lamento de Portnoy”. Escribiste en el suplemento cultural de “EL Popular” (una colaboración que aisladamente alumbró tu carrera): “Anda en librerías de Montevideo, publicada hace unos años, la novelita de un relativamente joven escritor llamado Philip Roth. A ritmo freudiano, psicoanalista incluido, hace una comedia de stand up “.

      ¿Cuál fue el costo? Un absoluto aislamiento de los ambientes. “A desalambrar”, brotaba desde la clandestinidad. ”Cielito del 69, con el de arriba nervioso y el de abajo que se mueve”, y todavía vos, siendo de izquierda aunque demasiado “individualista”, a decir de tus colegas arremangados y de barba, venías a vindicar un escritor yanqui que veinte años después del Lamento de Portnoy, en una de sus novelas (“Deception”), denigró la revolución sandinista, despotricó contra Cuba y fustigó visceralmente a los palestinos. Elogiaste a un judío liberal que cuanto más viejo se ponía más mostraba la hilacha sionista, y nos hacía pensar que, como Baudelaire por no ser negro ni mujer, agradecía ser norteamericano.

      El espacio que habías conseguido para publicar había caído. La prensa alcahueta prestaba nulo interés a la producción intelectual y se reducía a publicar loas y triunfos del gobierno de facto. Como no eras peligroso, te dejaron en paz. Tu mala fama dentro de la izquierda te favoreció. Los milicos no te dieron pelota. Eran tan palurdos que no supieron utilizarte. Eras un pez difícil de atrapar, para unos y para otros. Volvías a ser el judío errante, pero en vez de expandirte hacia afuera, lo hacías hacia adentro.

      Cierto amigo de tu padre te ofreció empleo en la propaganda que antes había servido a Pacheco y ahora lo hacía a los milicos. Te negaste siguiendo un concepto que en esa época se usaba mucho por los jíbaros de izquierda, una palabra que te resultaba antipática, vulgar, avocada al sacrificio y a la frente en alto (mentira grande como una casa); te negaste por dignidad.

      Casi con treinta años y siendo un perfecto inútil, el dinero y los contactos te venían fenómeno. Seguías viviendo del favor de tu padre, a pesar de las discusiones sobre el tema político. Sin embargo, tu madre borraba con el codo lo que tu padre escribía con la mano. Tenía talento para eso. Lograba salirse con la suya sin contradecirlo. Por eso permitiste que te arropara con manto de angustia y destinara el pichuleo que obtenía de los dineros en remendarte un poco. Pero la red de contactos de papá quería darte otra oportunidad.

      La enseñanza era campo fértil para todos los acomodos imaginables e inimaginables de los amigos, mujeres y familiares de los milicos. Después de la destitución masiva del 73, los cargos llovían. La mayoría de los docentes destituidos estaban exiliados, muertos o presos, sin contar los que zozobraban en Uruguay, calladitos la boca limpiando vidrios, recolectando basura o en el mejor de los casos manejando un taxi. Entonces aceptaste el cargo. No solamente necesitabas ganar tu dinero para no probar la comida que pagaba tu padre, y esto era lo de menos (todos lo sabemos), sino para no ceder a la tentación de volarle la cabeza.

      Empezaste a aborrecer hasta lo insoportable la palabra dignidad. Salías a la calle con el cinismo del degenerado y el resentimiento del humillado. Sonreías alcahuete como si te hubieras tallado una sonrisa. Fue bueno para vos haber entrado en la enseñanza. Hubiera sido imposible resistirte. ¿Dónde hubieras terminado? Carecías de competencias, salvo el placer que te proporcionaba la lectura (placer y refugio, la esperanza de un mundo distinto que nada tenía que ver con las transformaciones políticas preconizadas por los marxistas y todos los “istas” del mundo) y una buena pluma.

      La Instrucción Pública te ayudó a sistematizar las lecturas. El orden que te proponías y el que aplicabas a las cosas estaba signado por el caos. Según contaste alguna vez (con la solvencia del oficio y la intención de encauzarte) te establecías ciclos de lectura. Durante un año el sistema funcionó. Los primeros cuatro meses releíste todo Onetti, incluyendo el material crítico, propio y de otros. El segundo tercio del año se lo dedicaste a la teoría de la literatura, género humorístico si los hay. El último tramo consistió en filosofía existencialista. Allí aplicabas un método más cercano a las afinidades que a la cronología: Cabalah, Nietzsche, Cátaros, Kierkegaad, Tao, Heidegger.

      El segundo año no fue tan parejo. Volvió a instalarse el orden basado en el caos, o mejor dicho, en el capricho (vos dirás Alma, Inconsciente o, tal vez, Deseo). No lograbas continuidad. Comprendiste la inutilidad del sistema cuando en lugar de estar leyendo Bioy Casares, según el ciclo de escritores argentinos del 40 al 70 que te habías marcado, te encontraste releyendo por cuarta vez la reciente novela de Donoso “El obsceno pájaro de la noche”. De todas maneras no te diste por vencido. Para “aliviar” el método articulaste dentro del último mes del cuatrimestre un espacio que llamaste recreativo; consistía, básicamente, en novelas policiales (tus autores de cabecera eran Poe, Chandler, James Hadley Chase, un reciente Don DeLillo, John Simenon) y por supuesto folletines al estilo Somerset Maugham.

      Tampoco daba resultado. Cuando empezó el cuatrimestre correspondiente a Formalistas Rusos, seguías enganchado en la calle Morgue. Por eso, preparar el programa de 5to humanístico, releer los clásicos emblemáticos de los distintos períodos de la humanidad occidental, las epopeyas homéricas, la tragedia clásica, los textos sagrados, el TNK, el Nuevo Testamento, La Comedia de Dante, el gran Shakespeare con sus sonetos de amor, sus comedias y sus irreverentes tragedias, el monstruoso Fausto sobreviviendo con creces al joven y tormentoso Werther, la rebelión del Germinal de Zolá, el romanticismo retardado de una Madame Bovary o el incisivo análisis de conciencia de un ratón de subsuelo en Dostoievski, te permitió no tanto saber de literatura, que sabías y mucho (deleitabas a los estudiantes con ese estilo doctoral que te colocaba más allá o después de todo y de todos), sino ir al encuentro del otro.

      Quiero decir que al fin una sistematización de tus lecturas (esta vez impuesta por un factor externo) alcanzó una finalidad noble. Es cierto, el alumnado era distinto al de ahora. La mayoría de los estudiantes había leído la Ilíada o la Odisea, y así todos los mamotretos que le enseñaste a la generación humanística del 79 del Liceo Zorrilla. Enseñabas callado la boca, a pesar que desde que empezaba hasta que terminaba la clase el único que hablaba eras vos (salvando la excepción de alguna alumna que se animaba a levantar la mano sin importarle ser vista como una sediciosa; a decir verdad a vos te gustaba que participaran y muchas veces les planteabas las mismas preguntas que te hacías vos sobre determinados temas o visiones, sin embargo no había retorno didáctico, seguían garrapateando apuntes con destreza), y cuando digo callado la boca me refiero a que hablabas exclusivamente de literatura, nada de parábolas o analogías con el mundo político, ni siquiera comentarios o valoraciones personales. Tenías miedo, ocultabas la piel de la transgresión de cuando eras un mantenido. Te estabas convirtiendo en un hombre.

      Por esa época habías alquilado un apartamentito en el Centro. Tenías una novia, María Rosa, que se quedaba los fines de semana contigo. Era maestra y vivía con la madre, una vieja pilla bastante liberal para los asuntos de pantalones. Todavía seguían vigentes ciertas ventajas de un país de tradición laica. La muchacha esperaba de un momento a otro que la invitaras a vivir contigo.

      “Let´s spend the night together”, cantaba mientras lavaba los platos. El inocentón estribillo de los Stones era su transgresión a medida. Tarde se pía en la


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