La improbable fuga de la señora Paraíso. Agustín Roig

La improbable fuga de la señora Paraíso - Agustín Roig


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un nombre, un ser. La libertad era un dolor de cabeza.

      Entonces le propusiste a tu tío rico (conocido empresario hotelero de La Paloma, quien en sus tiempos libres se dedicaba a estudiar alquimia y a publicar de su bolsillo novelas del corazón con mensajes herméticos) montar una editorial cuyo primer best-seller sería un rejunte de textos que en algún momento pretendiste que integraran una novela. La lira seguía en el cajón debajo del Kundera.

      Se te ocurrió que encontrarías en el mercado lo que el canon te negaba, así publicaste un monstruito que se adaptaba a una lectura de playa, con una tapa vistosa, letras grandes y mentiras sobre vos mismo. Pretendías un souvenir al revés. Le diste los textos a tu tío que los aceptó fingiendo aptitud crítica para que no te sintieras menos.

      El tío era un hombre de gran corazón y dueño de una virtud que consistía en, aun siendo rico, no por ello ser antipático, déspota o engreído. Es raro encontrar una persona que criada en la austeridad y hasta en la pobreza, al hacer fortuna no se convierta en un piojo resucitado. Vos eras para él como los hijos que no pudo tener. ¡Cómo es la vida! ¡Cómo reparte el vestuario! Estoy segura que reprobaba la indiferencia y desdén con que te trataba tu padre. ¡Y cómo se inundó de ternura cuando se murió tu madre! “La mujer más buena que conocí”, decía.

      Te leyó. Escribías muy distinto a él, otro tono, otro estilo, otra mirada. No obstante estoy segura que le gustaste y lo que te dijo te lo dijo sinceramente.

      Tenías dos textos en mente. Al primero lo escindiste. Era algo inconexo. Había dos partes: una ulcerada invectiva sociológica y una informe masa narrativa. Con la primera parte hiciste una introducción y con la segunda el primero de dos relatos que incluirías en el volumen. Imaginaste un balneario poblado de leyendas y lo desmitificaste.

      Eras vos, Leopoldo, eras vos. Salud, yodo y paz se transformaban en suicidio, decadencia, pensiones y muertos podridos. Diste voz a los monstruos, les diste poder. Aparecieron las palabras impúdicas, los academicismos, tu humor, tu ternura. Diste el seudónimo por válido y mandaste libro y firma al horno.

      Algunos no te entendieron y te acusaron de tener “mal gusto”. A otros les fuiste indiferente por tus rachas de intelectualismo. Otros te empezaron a venerar como a un maldito y te llenaste la boca hablando en notas y entrevistas que bancaba el tío. Pregonabas la urgencia de una literatura nacional, como quería Onetti, pues el austral Uruguay, con sus vientos y humedades, era el país de Isidore Ducasse.

      IV

      Nunca te conté por qué me separé de Israel. Cuando lo intenté vos te negaste, decías que había cosas que no correspondía saber. Algo de razón tenías, pero vos sabés cómo he sido desde el principio, siempre tratando de decirte las cosas como eran, prescindiendo de interpretaciones, la verdad hasta el hueso. Tengo esperanza de que poniendo en palabras los nombres de los demonios pueda ahuyentar el fracaso y el miedo a repetir durante toda mi vida los mismos temas.

      Como con tantos hombres con los que compartí el cuerpo y el alma (novios, amantes, concubinos, parejas, ponele el nombre que quieras) mantuve con Israel la amistad fuera ya del sexo. Hacía más de veinte años que lo conocía.

      Vos no lo querías, decías que era un ejemplo desastroso para las niñas. ¡Por favor, Leopoldo! ¿Qué tanta cosa con Israel? Estabas celoso, pero no hablabas, sino que esperabas el momento menos oportuno para el berrinche o el cachetazo ¡Siempre fiel a tu estilo! ¿Pensabas que yo podía volver con él? ¡Qué poquito me conocías, Leopoldo! ¡Qué poquito me conocés! Si alguna vez te hubieras atrevido a desmitificarme para mirarme con los ojos limpios, tal vez la historia podría haber sido otra y yo no me hubiera visto empujada a buscar en la imaginación y la memoria.

      Entre vos e Israel había una vida. Habitaban dimensiones irreconciliables. Yo no sé si hay vidas pasadas, pero sí que en esta que vivimos hay muchas. El lapso de esos cuatro o cinco años que había entre el fin de la relación con Israel y el comienzo de la nuestra era una confusión de caras, anécdotas, lugares. Todo muy sórdido, paranoico, venéreo. Cuando descubrí el poder de mi cuerpo en los ojos de los tipos, fue cuando se me soltó la cadena. Tan adormecida estaba. Promediaba la veintena. El bueno de Israel tuvo que soportar mi inquietud. Seis años viví con él. Por momentos estuve enamorada, sinceramente enamorada.

      Como la mayoría de los hombres con los que me había acostado hasta ese momento, Israel era mayor que yo. Me llevaba diez años.

      “No creo que sea bueno para las niñas ver a ese tipo, vos, cuando estés sola, si querés, andá a verlo, es asunto tuyo, pero las nenas…” ¡Qué simple, Leopoldo, mi emperador, mi poeta! ¡Vos, justo vos, revolcándote en la brea de las buenas costumbres! Sí, tenías razón, Israel era pincheto. ¿Es menos inmoral o violento meterse la merca por la nariz que por las venas?

      Una vez Israel intentó desintoxicarse. Sabía que no iba a dejar la mierda, pero al menos sí pasar cierto período de abstinencia. En esa época no había la oferta de clínicas de rehabilitación que hay ahora. Tenías que achicar sin ayuda, sobre todo si no tenías plata. Nosotros vivíamos medio mes con dinero y el otro medio a préstamos y regalos. Había que sufrir sin metadona.

      En la primera etapa comenzó reduciendo la dosis. Pasó de picarse dos veces por día a hacerlo una, de nochecita, a eso de las siete de la tarde. Era primavera. Así estuvo tres meses. El cambio fue desfavorable. Se despertaba a media mañana de malhumor. No me hablaba hasta la tarde, no comía. A las cinco, el enojo se convertía en melancolía. Malhumorado era más digerible.

      Yo sufría con él. Los temas de la pareja estaban postergados. Lo importante era que se recuperara. Solo importaba él, y estaba bien que así fuera. A los tres meses redujo la dosis de la noche a la mitad. Se ponía contento porque un gramo le duraba cinco días. La merca en las venas rinde y pega más. La cosa se complicó cuando llegó el momento de la suspensión total. Vivía en cama, sudando y temblando. Al revés de lo que sucedía en el período anterior de reducción de la dosis, se tranquilizaba de tarde y padecía de noche.

      Al cuarto día de abstinencia me pidió que lo picara, porque no podía ni siquiera calentar la cuchara y cargar la merca liquidizada en la jeringa. Puse una silla al lado de la cama. Acostado, él extendió el brazo derecho y lo apoyó sobre la silla para que se lo atase. En el botiquín había un gramo de emergencia, aunque estaba un poco diezmado porque yo me había retocado la nariz. Lo volqué en su totalidad encima de la mesa del living. Molí con el ángulo de la Credisol algunas piedritas. Era buena la merca. Hice cuatro montoncitos y uno de ellos lo cargué en una cuchara de té. Lo fundí colocándole la llama del encendedor a unos centímetros. Se diluyó rápido. Arrimé la jeringa e hice que absorbiera el líquido. Resaltaba una vena que parecía estar pidiendo la droga. Una vez la aguja estuvo dentro, cesó la transpiración, los movimientos bruscos de los miembros. Se levantó de la cama, fue al baño y cuando salió empezó a caminar de un lado a otro del apartamento, contando chistes, criticando gente, planificando viajes. Volvía a ser él. Yo prefería bancarlo duro que en abstinencia. Nunca se lo dije.

      Pero el motivo por el que lo dejé no fue su adicción. Disfuncionalmente, ferozmente, irregularmente, como quieras llamarlo, funcionábamos. Yo “torciendo alambres en la plaza”, como decías vos, y él transando merca, porro, ácidos, en fin, ya sabés. Hasta llegó a mover caballo entre egregios miembros de la clase política. ¿Sabés quiénes? Mejor no hablar de ciertas cosas.

      Yo en esa época estaba estudiando literatura en el IPA y militaba en el CEIPA. A Israel lo dejé una noche en la que le dije a sangre fría que tenía fantasías sexuales con el negro Soto. ¡Qué comedia! Yo era una gurisa. La simple idea de acostarme con otro hombre era en sí misma un gesto adúltero y por lo tanto, fiel a la honestidad infantil que me caracteriza (aquí la prueba), debía apartarme de Israel para no lastimarlo, para no ser ni sentirme una puta. “No seas boluda”, me dijo, “la lujuria está a la vuelta de la esquina, podrías haber esperado a cogerte al negro para contármelo”. Ahora no dejaría a un hombre por esa boludez. Tal vez por otras sí, pero por esa nunca más.

      Hubo una época en la que se le había dado por insistir en que la diferencia


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