Tenerlo por escrito. Lucía Lorenzo

Tenerlo por escrito - Lucía Lorenzo


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y la voz de ella, del otro lado, son sólo un eco que el patio le devuelve. Otro eco, uno más. Como ellos, llegando en tropel un poco después del mediodía. Y ella atendiéndolos como si tuviese ese pelo, el de la otra, una taza flotante y plateada arriba de su cabeza. Una cosa prolija, y calculada, arriba de su cabeza. Haciéndoles creer que sí, que todavía. Piensa eso mientras mira la cara de la otra, hundiéndose ya detrás del muro, como un sol inútil.

      Vuelve a la cocina, intenta concentrarse allí, revuelve aquello, le baja el fuego, lo mira, lo huele un poco. Sale, lo deja, lo olvida. Deambula por el interior de la casa, se queda de pie, en el centro del living vacío, mira alrededor y deja que se despierte esa idea. Sólo un aperitivo, así le llamaban las personas. Sólo ese empujón chico. La idea no le parece desatinada, así que deshace el camino y, en la cocina, se sirve tres dedos de vermú en una taza de café. Le tira un hielo, una lasca de frío, adentro. Lo toma de a sorbitos mientras mira el patio por la pequeña ventana y recuerda neblinosamente un diálogo que había tenido con su hijo mayor. Él había hablado, ella no había dicho nada, o casi nada. Era sobre el alcohol y el hábito, sobre la afición y el vacío, sobre ser digno, quizá, hasta el final. Ella cree, ella está casi segura de que había sido sobre eso, el diálogo. Porque todavía podía ver al hijo levantando la taza, oliéndola, una vez, dos veces, como para cerciorarse, mirándola a la cara después, largamente, desde un momento cualquiera del pasado y, probablemente, pensó ella, odiándola como se odia a las madres, cuando no están a la altura de las circunstancias. Así le pareció que había sido, así fue, seguramente, el diálogo.

      Mira de reojo la olla y el vapor en la olla y piensa en riesgos y accidentes. En cosas que suceden porque sí, azarosamente. Lo contrario a un peinado de peluquería, piensa, sonriendo, y apaga el fuego. Vacía de un solo trago la taza, esa pequeña taza, sintiéndose mejor, sintiendo que algo se desprende, y jura enseguida, a sí misma o a alguien, que serán sólo tres dedos más. Se sirve una medida generosa, busca una referencia temporal en la luz, afuera. Hay tiempo todavía.

      Sale al patio con su taza, y se sienta allí, como tantos otros mediodías. Mira alrededor, el pequeño jardín, repasándolo con amor, con los restos de ese amor, improvisado un día. Y entre los helechos, su taza, su lasca de tiempo, la parte alta de un peinado que aparece y desaparece detrás de uno de los muros, y los colgantes, verdes brazos crecidos, creciendo aún, ella siente de una manera irrefutable que su situación (nadie, nada, nunca) es bastante buena, es más que buena, y que daría tres, seis, todos sus helechos con tal de prolongar esa certeza.

      Club

      Sobre todo, el cloro. Impregnado en cada cosa. Ese algo volátil, persistente. Pero el club era así, el club era eso. Infección, desinfección. Alrededor, sobre aquello, contra aquella persecución, ella podía nadar diez piscinas, y más. Era sana, era el colmo de la sanidad. Las cosas invisibles, quizá, le gustaban. Entre brazada y brazada, esos lentos, muy lentos movimientos, pensaría un poco más en eso. Un largo trayecto para pensar. Y al llegar, al terminar el recorrido, las piernas allí, como un propulsor atómico. Se desplazaba. Desplazarse era el colmo de la sanidad. Quizá podría, también, acercar a los otros su biografía. Se quedaba en el borde, respirando agitada, repasando los hechos. Había un motivo, siempre, detrás de cada cosa, un motivo real. Entonces buscó, había buscado en sus posibles aficiones. Eligió una. Hizo que tomara forma, que regresara. Había escuchado decir que se podía, que eso se podía. Se quedaba semi recostada contra el borde de la piscina, respirando tranquila, envuelta en esa brumosa estadía de sólo cloro, y cloro, pensando y observando. Todo estaba un poco desfasado, en el club. Un aplauso aislado y diez segundos después, la imagen del hombre aplaudiendo. A veces, el brazo de un hombre de su misma edad, allí, cercano, húmedo. Se lo quedaba mirando, pensaba en brazos, después era el perfil y enseguida, la voz del hombre, abierta, como un paracaídas oscuro, descendiendo. Era casi imposible saber qué era lo que decía. O quizá, no dijera nada. No estaba segura. Se quedaba viendo aquello, toda esa infraestructura complicada, y se asombraba cuando alguien, otro nadador o un profesor, le contestaba. Pero el club era así. Comunicación, incomunicación. Las personas se paseaban blandas, casi desnudas, las caras apretadas, ceñidas en sus gorras de goma. Todo se convertía en algo gutural. No era posible, por ejemplo, decir nada sobre ese brazo. Ella podía mirarlo diez veces, continuas veces, sin obtener ninguna información relevante. No había nada relevante, en el club. Pero desde el borde miraba hacia atrás, la celeste extensión, y algo sucedía. Algo se concretaba. Nadaría una, dos piscinas más. Sería larga, extendida, una flecha sinuosa que avanza, con sus escasos recursos. Quizá, había dejado de participar. Pero en qué momento había dejado de participar. ¿Cómo había dejado de participar? Eso no lo sabía. Había rastreado hacia atrás y no había encontrado nada. Después, eligió entre sus aficiones. O eso creía que había hecho. O eso le dijeron que hizo, que hiciera. No estaba del todo segura. La secuencia temporal no era del todo clara. Nadaría. Cuando nadaba sentía que el tiempo, entre cada extremo de la piscina, no era medible. O quizá era ella, que no sabía cómo medirlo. Le parecía que al regresar, allí donde había estado recién, respirando agitada, serena, olvidando, el hombre de su misma edad ya no estaría. Y sin embargo estaba. Pero siempre se podía volver a pensar en el cloro, impregnando cada cosa, devolviéndole en dosis, dosificada, cierta sensación de control y bienestar. Sabía que algunas personas hacían amistades, incluso en el club. Pensaba que quizá, que a través de muchos quizá, ella podría avanzar en ese sentido. Y que si era el mismo brazo, o un brazo distinto, eso no era algo que importara.

      Se quedaba así, respirando en el medio, contra la dureza práctica del andarivel, aparentemente despejada ahora, lejos del hombre, de la falsa euforia de los profesores, de las mujeres a un costado. Se quedaba a mitad de camino, blanca o pálida, retirada o apartada, rumiando variables, despejando posibilidades. Hasta que lograba entender una palabra, una orden, una frase. No podía permanecer ociosa en el andarivel. Y, después, un dedo, señalándola. La orden era para ella. La piscina no era una diversión, no era una broma. Recuperar la seriedad, le daba un poco de gracia. Pero obedecía, era obediente. Esperaría la hora libre para ver cada cuerpo, cada cosa, como a una novedad. Nadó hacia el margen donde el hombre gutural continuaba ocioso, vertical, flotando flojo, como un recién nacido. Lo oyó reírse, esparcir su escasa, su torpe intensidad. Pensó que sería un antiguo socio, el saludado durante todo el trayecto, el bienvenido. Ella no. Ella era la socia nueva, la que no conocía las reglas del club, la que confundía los motivos. Miró sus propios brazos húmedos contra el borde y tampoco obtuvo ninguna información relevante. El hombre la miró, la vio mirándose los brazos, y enseguida se hundió una vez y dos veces, y arregló su escaso cabello, hacia atrás. El profesor la miró, hizo chapotear un poco sus chancletas de goma, sacó un pie de allí y volvió a introducirlo allí, y lo mismo con el otro pie, mientras el hombre seguía arreglando su escaso cabello, hacia atrás. Las mujeres a un costado, las buscó. Todos esos cuerpos espesándose, agrupados bajo una consigna que ella desconocía, rezumando consignas, órdenes inmaduras. Volvió la vista hacia la celeste extensión y envuelta en el brumoso, violento eco, lo decidió. Sería, sólo, el colmo de la sanidad. Apenas el colmo de la sanidad. Y enseguida un largo, extenuante crol, hacía allá, y hacia acá, fuera de la hora libre, lejos de los andariveles, de los sonidos guturales, de toda aquella persecución.

      Mar

      Desde nuestra ventana podemos ver la pequeña plaza, mil veces, todos los días. Y enfrente, el mar siniestro. Chato y gris, la mayor parte del tiempo. Mueren los ancianos, sus mascotas, y el mar sigue allí, plano, ni siquiera rugiente. Abrimos los postigones cada mañana y lo vemos. Los entornamos los mediodías de verano y aun así seguimos viéndolo. Sólo un golpe fuerte, violento, lo esconde por completo. Y entonces nos sentimos súbitamente asfixiados.

      De pie y algo incómodos, apostados en el pequeño y macizo balcón, miramos alternativamente el mar, la plaza y, lejano, un brumoso retazo de ciudad. Ese es todo nuestro panorama desde este sitio, un edificio curvo, que simula ser un barco (nuestra alma náutica).

      En tardes como la de hoy, él vuelve a preguntarse si deberíamos irnos del país. Él se pregunta eso, a veces. Y no llega, no llegamos a ninguna conclusión aceptable. Entonces hace una mueca y mira el mar, otra vez. Pero es siempre lo mismo. Es siempre el mar allí, plano y casi


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