Tenerlo por escrito. Lucía Lorenzo
sombra y agua.
-¿Cuánto calzás?
-Treinta y cinco.
Ella levanta los pies y se los mira.
-Qué suerte. Yo calzo treinta y ocho. Tengo pies de gigante.
-Están bien. No tiene nada que ver.
-Tiene. Los pies son fundamentales.
Le miro los pies un poco más y la imagino dentro de unos años haciendo pruebas de admisión para cualquier otra cosa.
Miro a la madre. La veo estrujarse las manos y girar un poco en la sala de espera, clavando a cada vuelta los ojos en la puerta; es un ritual, arcaico e inútil, admonitorio. Si estuviese en el cuadro de caballos, ella iría atrás, iría última, deseosa de tomar la delantera. Ella sería el caballo con un brillo raro en los ojos.
Se abre la puerta. La niña sale. Por su cara me doy cuenta de que no le han contestado todavía, de que lo están pensando más, un poco más. Esta vez ella se queda cerca de la puerta y es la madre la que tiene que acercarse. Se quedan de pie, algo separadas, y en silencio.
-Qué nervios -dice la chica de diecisiete, como si hablara por la niña.
-Qué nervios -repite.
De golpe la puerta se abre y la cara sale y dice, moviendo las manos, que no alcanza. Que no alcanzó. Y que lo lamenta mucho. Madre e hija asienten con la cabeza, o las cabezas asienten mientras allí dentro se espesa, se resume, se define todo aquello: el temor y la certeza, la intuición y la superstición, todas las cosas que podían significar o reflejar, hasta ese momento, la esperanza. Qué engaño, finalmente. La cara retrocede y la puerta se cierra. La madre abraza a la hija y la hija se deja abrazar, a pesar de que eso es lo último que quiere.
-Mala suerte -dice la chica de diecisiete.
-Otra vez será -insiste, como consolándose a sí misma.
Miro cómo los volados se agitan un poco y cómo el monumento en el pelo se va desarmando a través de las manos de la madre. Eso es lo último que veo antes de irme; eso y el pelo de ella que le llega hasta la cintura; eso y cuatro, cinco horquillas repiqueteando contra el piso; eso y la chica de diecisiete apurándose a levantar las horquillas y ofrecerlas, como una muestra, pienso, de lo liviano que es todo; lo infinitamente liviano que es todo.
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