Tenerlo por escrito. Lucía Lorenzo

Tenerlo por escrito - Lucía Lorenzo


Скачать книгу
no lo hizo. Se tocó el saco. Los bolsillos. Metió las manos. Miró la placa, transparente, disuelta un poco en el blanco del sobre, pero visible, visible a millas y millas de distancia. Enconada casi. La manoteó. La placa se agitó, se resistió en el aire; orgánica, densa, complicada. La volvió a su lugar, la dejó sentada allí, cómoda, pacífica, como una niña. Se toca la garganta ahora, mide un hueco del tamaño de un dedo, presiona. Se haría asmático, como para protegerse. Eso quisiera sí. Quisiera poder protegerse. Construirse ya otra biografía. Piensa algo parecido a eso cuando una señora o su hija, quizás ambas, le piden una silla, la silla que está frente a él. ¿Está libre? Se la llevan, rápido, antes de darle tiempo a contestar; se la llevan con alegría y con rapidez. Y él se queda viendo eso. Él se queda viendo que ya nadie podrá sentarse frente a él. De pronto ve a su padre. ¿Es su padre?, se pregunta. Allí, de pie, en la puerta, ¿entrando? ¿Ya avanzó el tumor? ¿Leyó demasiado? Ve al hombre de espaldas, lo ve de perfil, lo ve girar ahora, y ya de frente. Claro que no, claro que no es. Ni siquiera era viejo. Además, el tipo estaba muerto. ¿Tipo? ¿Dijo Tipo? No podía ser, él nunca lo llamaría así. Las puertas se cierran, se abren, nacen otra vez las personas. Allí, bajo la luz cenital, con esa desmesura, acercándose, oliéndose, golpeándose con los codos. Ahora alguien señalaba algo debajo de su mesa. ¿Es suyo?, preguntaron. Negó. Nada era suyo. Hasta ahora. Se torció para mirar, se dobló. No vio nada debajo de la mesa. No había nada. Apenas restos del anterior. El hombre que estuvo sentado en esa misma mesa, con su placa escurridiza, benigna, estadísticamente así. No caben, no cabemos dos en una misma tarde. ¿Cómo era tener cuerpo, no tener cuerpo, pasar de uno a otro con cierta elasticidad? Ser el hombre anterior. Mira para adelante y una vez más a la silla que tiene al lado. Quizá se la pidan también. La idea le da pánico. Vuelve a tocarse la garganta, se instruye su cerebro en ese tic nuevo, parsimonioso, ciego. Siente a su cerebro instruirse en tres cosas nuevas. Tres cosas nuevas. Repasemos. Salió de la consulta, tenía un tumor maligno, era viejo, no tenía hijos, en la ciudad había pocos bares, cada vez menos bares, su única hermana vivía en Rivera, él odiaba Rivera, salió de la consulta con esa cosa molesta en la mano, abanicándose insulsa, y enseguida empujándolo, y enseguida arrastrándolo, siempre unos pasos adelante, blanca, enorme, potente, una cosa poderosa y delgada, salió de la consulta desarmado, sin su winchester de brazo largo, diez kilos más flaco, muchos años más viejo, alucinando una avenida más ancha, calles con más tránsito, plazas como hangares, cada cosa dibujada a cientos de kilómetros, ubicadas en algún punto de un horizonte imposible, mientras el médico le preguntaba si tenía familiares y él decía En Rivera (no había librerías en Rivera, la última que hubo cerró porque nadie iba, no había cines en Rivera, no había nada en Rivera), y mientras lo decía sentía el calor agobiante de Rivera en verano, la sonoridad hueca ronca aguardentosa de la voz de su hermana, ebria a las diez de la mañana, llamándolo Reinaldo, Reinaldo, y él tratando de adivinar cuál de todos los hombres de ella se había llamado así y, en todo caso, cuál era su apellido. No, no repasemos. Se tocó el saco. Sintió que se le caía, que se le escurría de los hombros. O, quizá, ya no tenía hombros. Bueno, ¿y qué esperaban para llegar a sacarle la silla? ¿Qué estaban esperando?

      Prueba de admisión

      Miro la pared mientras espero a que me llamen.

      La puerta se abre y pasa la siguiente, tiene el pelo recogido y da la impresión de un gran trabajo manual, de al menos una media hora su mamá y ella aplicadas al pelo, concienzudamente, pero distraídamente también, aplicadas a eso, a sólo eso. La madre se queda afuera y la puerta se cierra detrás de su hija. Apenas veo, como última cosa, un vuelo pequeño de su pollera, un vuelito de nada, casi como una mano de niña saludándome, pidiéndome perdón por entrar ella primero.

      La próxima soy yo. No me imagino adentro, y si lo hago soy yo fingiendo. Sin embargo, no me detengo en eso, quizá porque tengo esperanzas de que suceda otra cosa, algo distinto, algo inesperado. La prueba de baile es para niñas con ilusiones; sale esa frase de mi cabeza y trato de no hacerle caso. La prueba de baile es sólo para niñas con grandes ilusiones.

      Llega otra más. Se desploma en la silla al lado mío, pregunta la hora y se queda quieta mirando la pared.

      -Un cuadro de caballos, al menos -dice.

      -¿Qué?

      -Hubiesen puesto al menos un cuadro de esos, con caballos -dice y señala la pared vacía.

      -Sí, por lo menos -digo yo y pienso en el cuadro y el vuelo de la pollera, en el vuelo de la pollera y el cabello, sujetado allí arriba como un monumento.

      -¿Qué edad tenés? -pregunta después, mirándome fijo.

      -Doce.

      -Qué chica.

      -¿Vos?

      -Diecisiete, estoy en el límite.

      -No sabía que aceptaban de diecisiete.

      -Sí. Es el tercer año que me presento, como es público.

      -¿Qué tiene que sea público?

      -Es gratis. No hay que pagar.

      -Ah.

      La madre de la niña se acerca y se aleja de la puerta, avanza y retrocede con un ritmo de danza exótica. Le veo los ojos y pienso que no ve nada, que no está viendo nada, sólo se traslada apretándose los nudillos, los codos salientes en punta, como con ansias de volar.

      -¿Vos es la primera vez?

      -Sí.

      -¿Te gusta bailar?

      -No sé. Creo que sí.

      La puerta se abre y la pollera sale, se arremolina con rapidez contra el cuerpo de la madre y así, ambas abrazadas, representando no sé qué drama de ilusiones no realizadas, parecen un monstruo de dos cabezas, concienzudo y conservador, como todo lo demás en ellas. En eso la puerta se abre y una cara se asoma, dice algo sobre una segunda oportunidad, sobre una vez más, sólo una vez más. El monstruo se deshace y la pollera escapa, dubitativa, no ligera, hacia la puerta, y la madre se queda así, como una estatua pálida y de brazos abiertos.

      La chica de diecisiete me mira.

      -Otra oportunidad -dice, con tono neutro pero buscando complicidad. La complicidad entre extraños tiene algo de obsceno, pienso, y entonces no contesto nada, no agrego nada, sólo miro a la madre, su perfil fijo en la puerta cerrada.

      -A mí me gustaría otra oportunidad -dice ella y esta vez la miro; quisiera poder ocuparme de ella, pero no puedo, estoy cansada y nerviosa, abrumada por la posibilidad de entrar y dar la prueba. Entrar y no poder recuperar nada, ni la calma, ni la gracia, ni la valentía. La niña va a salir en cualquier momento y será mi turno, por orden de llegada; pienso eso y la miro a ella, la chica de diecisiete con experiencia en esto, ni siquiera nerviosa, ni siquiera ansiosa por ser aceptada, sólo allí, deseando un cuadro de caballos.

      -¿Querés entrar vos primero? -le pregunto.

      -Como quieras -me dice con naturalidad, sin sorprenderse.

      -Debe tener nueve, diez años como mucho -oigo que dice después.

      -Sí, por ahí.

      -Está en el límite también.

      La miro y le muestro mi cara. Ella me mira y se repliega, vuelve la cara a la pared blanca y quizá se pregunte qué estaba haciendo ella a los diez años, qué cosa estúpida estaba haciendo.

      -¿Cómo te enteraste de la escuela?

      -Por una prima que viene.

      -¿En qué año está?

      -En primero.

      -¿Y? ¿Le gusta?

      -Sí, creo que sí.

      Todos dicen Va a la Escuela Nacional de Danza y esa frase es como un cartel, un anuncio de algo mejor, algo que vendrá, inevitablemente, y que será mejor de una manera progresiva y cadenciosa, casi como una obra de arte.

      -A ver los pies.

      -¿Qué?


Скачать книгу