Tenerlo por escrito. Lucía Lorenzo

Tenerlo por escrito - Lucía Lorenzo


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parte, estaríamos siempre un poco somnolientos. Ciegos, somnolientos.

      Así intento convencerlo a él de no emigrar.

      -Y al volver, en caso de regresar un día a nuestro rectángulo natal, nadie nos tocará el hombro para reclamarnos. A nadie le importará si nos vamos o si venimos. Podemos regresar de visita, un día, o podemos no regresar nunca. Podemos tomar cualquier decisión al respecto y cualquier decisión estará bien.

      Digo eso mientras él mira el mar y yo miro la plaza, sus tres hamacas rotas, el herrumbrado tubo de metal, la estructura de madera casi derruida. El viento que avanza ahora como un protagonista y un perro merodeando el banco solitario.

      -Llovió mucho ayer -dice él-. Llovió tanto que se miraron entre sí los animales –dice y los dos nos reímos de eso. El arca de Noé y Noé, cualquier comentario sobre las últimas cosas.

      Dejo de mirar aquello, desvencijados bancos, pastos crecidos y precarias hamacas, y busco otra imagen, una imagen mejor. Y entonces me recuerdo de muy joven, volviendo un día a la ciudad. Es la primera vez que tengo conciencia de haberme ido, de estar volviendo. Me veo haciendo aquel recorrido, ese conocido trayecto que volveré a hacer después, miles de veces: vacas y ovejas, plateados silos, árboles amontonados (la noche se cierra completa sobre las cosas). Y casi enseguida: cuadras de anchas veredas, casas con balcones y redondas ventanas, como insólitos barcos encallados. La ciudad, mi biografía.

      Es probable, es muy probable que no nos vayamos nunca, pienso entonces. Lo miro, miro su perfil, la mirada soñadora ubicada siempre un poco más allá; casi triste, casi nostálgica.

      -Tenemos que dejar de pensar en eso –le digo y espero su reacción–. Tenés que dejar de pensarlo.

      Él me mira. Parece que va a decir algo pero sólo hace esa mueca indefinida.

      -Yo soy de esos niños –dice después.

      Niños. Bueno, qué niños.

      -Cuando estaba contento y entretenido con algo, mi madre siempre venía y me ofrecía hacer otra cosa, algo distinto de lo que estaba haciendo -dice, sin dejar de mirar el mar.

      Yo continúo atenta a la plaza. Un hueco oscuro, ahora. Y miro también el oscuro esqueleto de cada cosa; su zona de sombra.

      -Si me veía contento jugando en un parque, ella venía y me proponía ir a jugar a otro parque. El parque de enfrente o el parque de al lado. Siempre era así, siempre tenía que haber algo más.

      -La señora insaciable, la dueña de la insaciabilidad –remato yo y espero, espero el contundente efecto, como el de una ola del mar.

      -Es una posible explicación –dice él, varias horas después. Está de espaldas a mí y hace algo en la cocina, quizá intente abrir una lata de atún con un cuchillo.

      -Es eso y el edificio con forma de barco –dice.

      -Y los barcos –agrega.

      Los vemos pasar, uno tras otro, entrar y salir de puerto, buscar algo en la línea del horizonte.

      Los señores insaciables, los dueños de la insaciabilidad.

      Dos veranos

      Estoy sola y alguien duerme adentro. Miro hacia el camino esperando ver aparecer una bicicleta. Primero el ruido del pedregullo y casi enseguida la bicicleta entera. Pero no hay nadie. Nadie apareciendo, nadie llegando. Me quedo viendo eso cuando oigo un golpe en la casa de al lado.

      Sale la vecina. Es hemipléjica. ¿Qué parte era? La izquierda. Esa parte quieta, casi quieta, sólo allí, señalando un evento del pasado. Todas esas cosas confortables, dejadas atrás. Se queda a mitad de camino, con su andador ortopédico, el complicado aparato luminoso, y me mira. Quiere que la salude, quiere que sea amable, confortable como todas las cosas que ya no lo son. Le prometo que sí y me sonríe.

      Nena, me dice. Qué calor.

      Calor, pienso yo. Que es como decir apatía, desgana, tedio.

      La veo mirar el jardín, calcular algo sin la tristeza suficiente, y me pregunto por qué vive, por qué sigue viviendo.

      Ahora comienza un rodeo a la silla, lento, silencioso, otra vez complicado. Hasta que se sienta, logra sentarse. Allí está, así estará un rato más, observando. Todo es pacífico, casi dolorosamente pacífico a esta hora. Me acerco unos pasos y la veo mover su mano para que vaya con ella.

      Estamos las dos sentadas mirando el jardín. Saca un cigarrillo y un encendedor de alguna parte de su cuerpo. Y después el humo, como una gran posibilidad.

      ¿Su esposo?, le pregunto.

      Mueve la cabeza, señalando el interior de la casa.

      Mirando televisión, dice después.

      Siempre pienso, repaso; siempre pienso que su esposo está muerto. Que está adentro de la casa, muerto, y ella no lo sabe. Hablo con ella pensando eso. Pienso eso mientras voy dejándola que hable.

      Este cigarro, dice.

      Se queda así, callada, mirando el cigarrillo, casi con amor.

      No debería, dice.

      Es aburrido el verano, dice después, y me mira.

      Incluso el verano. Sobre todo el verano. En el balneario, a tres cuadras de la playa, a cualquier edad, con o sin hemiplejia.

      Antes, cuando yo era joven, dice, pero ya no la escucho. Es sólo la voz, desprovista de significado, lo que me gusta.

      ¿Y tus amigas?, escucho que me pregunta después.

      ¿No están? ¿Se fueron? ¿Antes del fin de la temporada? ¿Y antes aun? O crecieron ¿Crecieron? Se ríe. Una carcajada corta, como una tos rara.

      Tus amigas, dice. Crecieron.

      Me pregunto cómo lo sabe.

      Están en el club, le digo.

      ¿Y qué hacen en el club, además de no estar en la playa?

      No sé. Están ahí.

      Me mira con curiosidad, sin lástima. La mano hace girar el encendedor y yo me quedo viendo eso. Me observa con la mitad de su cara, seria y como si intentara recordar algo.

      En dos veranos más, vas a estar en el club. No acá, conversando conmigo.

      Dice eso y el encendedor se cae al suelo. Lo agarro y se lo doy. Ahora las dos miramos un poco el suelo.

      No voy porque no quiero, digo yo, después.

      Son más grandes. Te aburrirías, dice ella, con amabilidad.

      El verano que viene. Dentro de dos veranos, dice, repite.

      Nos quedamos calladas, un rato. Ya que nadie llega. Era largo, sobre todo era largo el verano. Y las tardes de verano. Y su quietud reacia. Algunos no sabíamos cómo hacer. Qué hacer con eso. En la hora imprecisa, lenta, difusa.

      ¿Su esposo?, le pregunto, otra vez.

      Vive mirando televisión. Como si el enfermo fuese él. ¿Es él?, se ríe, me pregunta.

      La veo tantear en su ropa, entre sus ropas, buscando otro cigarrillo. No hay, no tiene, sabe que no debe. La mano se detiene, se resigna y se repliega.

      Ella podría pasar tres horas, cuatro horas, todas las horas muerta, en el jardín, y él no lo notaría.

      Si no fuera por este aparatito, dice, tocando el andador.

      Y las dos nos quedamos mirando el andador. Después yo me quedo viendo el club, sola, sin ella, las bicicletas y la arena, yo misma dentro de dos veranos, con mi edad oportuna, mientras ella acaricia aquello, una y otra vez, todas esas tardes futuras, casi con amor.

      Biografía

      Tiene su placa en la falda, se desliza, se cae, la traslada a la silla vecina, la deja allí, sentada,


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