Yago. Harold Bloom

Yago - Harold  Bloom


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la controvertida cuestión de si Desdémona muere virgen. Apoyándome en el texto mostraré que ni Otelo ni ningún otro la llevó a la consumación.

      Desde hace casi tres cuartos de siglo he estado asistiendo ávidamente a representaciones de Otelo. La primera fue en Nueva York, en noviembre de 1943, con Paul Robeson en el papel de Otelo, José Ferrer en el de Yago y Uta Hagen en el de Desdémona, y bajo la dirección de Margaret Webster, quien además encarnó vigorosamente a Emilia.

      Con diferencia, el mejor Yago que he visto fue en la compleja y aterradora actuación de Frank Finlay, que vi en Londres en 1964. Laurence Olivier, con la cara pintada de negro, era un Otelo muy inapropiado, desbancado por Finlay y de hecho por el resto del reparto (Maggie Smith como Desdémona, Joyce Redman como Emilia y Derek Jacobi como Casio).

      Más recientemente he visto varios Yagos excelentes, pero ninguno a la altura de Frank Finlay. De diferentes modos, Kenneth Branagh, el estupendo Simon Russell Beale y el actor cómico Rory Kinnear aumentaron mi percepción de Yago, pero ni siquiera Beale igualaba a Finlay. Añadiré que no he visto nunca un Otelo apropiado, salvo quizá el de Orson Welles en su versión cinematográfica (1951).

      A lo largo de este libro, Yago. Las estrategias del mal, volveré varias veces a la actuación de Frank Finlay. Poseía una tensa fusión de amor y odio a Otelo. Yago es el alférez o portaestandarte del Moro Otelo, es decir, el soldado portador de la bandera de Otelo que ha jurado morir antes que permitir que le arrebaten los colores de su general. Ha luchado en las batallas de Otelo y ha adorado al Moro casi como a un dios. Antes de que empiece la tragedia, Yago ha sufrido una conmoción que lo ha castrado y le ha arruinado su razón de ser. Se le ha descartado para ascender a teniente de Otelo y padece de lo que el Satán de John Milton, que debe mucho a Yago, llama «un sentimiento del mérito herido».

      En tanto que Lucifer aún no caído, Satán era, después de Dios, el segundo de la jerarquía celestial. Cuando Dios, con bastante beligerancia, proclama que acaba de engendrar a Cristo, su hijo unigénito, y que «Quien le desobedezca, Me desobedece», el ofendido Satán comienza su rebelión contra Dios. La progenie de Yago empieza con el Satán de Milton y de ahí pasa a los héroes plenamente románticos –el Prometeo de Shelley y el Caín de Byron– para después manifestarse en el Chillingworth de Nathaniel Hawthorne –que atormenta a Dimmesdale en La letra escarlata–, en el capitán Ahab del Moby-Dick de Herman Melville y el Claggart de su Billy Budd; en el Thomas Sutpen del Absalón, Absalón de William Faulkner, y en los dos aterradores descendientes de Yago: el despiadado Shrike,1 en Miss Lonelyhearts, de Nathaniel West, y el juez Holden en Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy.

      Otelo vive del honor de las armas y ha elegido a Miguel Casio como su teniente porque intuye que Yago, aunque leal y «honrado» («honest», que significa brusco y franco),2 no conoce los límites que separan la guerra de la paz. Tal vez sea un guerrero estelar, pero carece de aptitudes para los tiempos de paz. Yago es un pirómano que quiere prender fuego a todo y a todos.

      La tragedia empieza en una calle de Venecia con un diálogo entre Yago y Rodrigo, que se ha encaprichado con Desdémona y se convierte en el pagano de Yago:

       Rodrigo

      ¡Calla, no sigas! Me disgusta muchísimo

      que tú, Yago, que manejas mi bolsa

      como si fuera tuya, no me lo hayas dicho.

       Yago

      Voto a Dios, ¡si no me escuchas!

      Aborréceme si yo he soñado

      nada semejante.

       Rodrigo

      Me decías que le odiabas.

       Yago

      Despréciame si es falso. Tres magnates

      de Venecia se descubren ante él

      y le piden que me nombre su teniente;

      y te juro que menos no merezco,

      que yo sé lo que valgo. Mas él, enamorado

      de su propia majestad y de su verbo,

      los evade con rodeos ampulosos

      hinchados de términos marciales

      (acto 1, escena 1)

      Aún oigo a Frank Finley entonando ferozmente el desprecio de Yago por la hinchada rimbombancia de Otelo con su oculta inseguridad.

      y acaba denegándoles la súplica.

      Les dice: «Ya he nombrado a mi oficial».

      Y, ¿quién es él?

      Pardiez, todo un matemático,

      un tal Miguel Casio, un florentino,

      ya casi condenado a mujercita,

      que jamás puso una escuadra sobre el campo

      ni sabe disponer un batallón

      mejor que una hilandera…si no es con teoría

      libresca, de la cual también saben hablar

      los cónsules togados. Mera plática sin práctica

      es toda su milicia. Mas le ha dado el puesto,

      y a mí, a quien ha visto dar pruebas en Rodas,

      en Chipre y en tierras cristianas y paganas,

      me deja a la zaga y a la sombra

      del debe y el haber. Y este sacacuentas

      es, en buena hora, su teniente, y yo,

      vaya por Dios, el alférez de Su Morería.

      Aquí hay que explicar el lenguaje de Yago. El «debe y el haber» reduce a Casio a contable, a sacacuentas que calcula usando un ábaco. La retórica sugiere ofensa, que Finlay expresaba con intensidad irónica, incluyendo el sarcasmo de «Su Morería».

      La vehemencia de los comentarios iniciales de Yago indican el cambio radical que ha sufrido. Miguel Casio, que evidentemente no está casado, no tiene experiencia de la guerra, a diferencia de Yago, que ha combatido bajo el mando de Otelo en Rodas, Chipre y otros territorios. El alférez descartado se siente desinflado y estancado. Y pasa a declarar su nuevo credo:

      Le sirvo para servirme de él.

      Ni todos podemos ser amos, ni a todos

      los amos podemos fielmente servir.

      Ahí tienes al criado humilde y reverente,

      prendado de su propio servilismo,

      que, como el burro de la casa, sólo vive

      para el pienso; y de viejo, lo licencian.

      ¡Que lo cuelguen por honrado! Otros,

      revestidos de aparente sumisión,

      por dentro sólo cuidan de sí mismos

      y, dando muestras de servicio a sus señores,

      medran a su costa; hecha su jugada,

      se sirven a sí mismos. En éstos sí que hay alma,

      y yo me cuento entre ellos.

      Pues, tan verdad como que tú eres Rodrigo,

      si yo fuera el Moro, no habría ningún Yago.

      Sirviéndole a él, me sirvo a mí mismo.

      Dios sabe que no actúo por afecto ni obediencia,

      sino que aparento por mi propio interés.

      Pues el día en que mis actos manifiesten

      la índole y verdad de mi ánimo

      en exterior correspondencia, ya verás

      qué pronto llevo el


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