Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos. Claudio Naranjo Vila
público.
—Eso, en La Batuta. Así que estén atentos a los afiches y no se lo pierdan. Los chicos tocan de miedo.
Apuntó hacia donde estábamos Mauricio y yo, no nos quedó otra que saludar con una sonrisa.
Algunos aplaudieron, luego volvió la conversación a las mesas y se olvidaron de nosotros.
—¿Qué es eso de Los Enemigos del Silencio? —pregunté.
—Un nombre, nada más. —El Guatón Vargas se encogió de hombros—. Era una sugerencia, si quieren lo cambian, nadie se va a acordar.
No cambiamos el nombre con que nos bautizó esa noche, en ausencia de Guillermo y Cristián, quienes seguían afuera y no nos lo perdonaron con tanta facilidad.
El Guatón llegaba de otra noche en Las Lanzas, cuando con Mauricio nos bajó la nostalgia y quisimos regresar a los barrios de nuestra juventud. El mozo llevó el mismo jarro de borgoña con duraznos de años atrás. El matrimonio de Mauricio tambaleaba y ahogábamos por un rato sus penas. También tenía mis dramas personales, pero no creía que hablando de ellos se solucionaran. Me estaba separando por tercera vez y guardaba el terrible presentimiento de que las minas habían estado más enamoradas de mi cuenta corriente que de mí.
Mauricio había sido nuestra primera guitarra, un tipo dócil que podías dejar sentado en la barra del bar y pasarlo a buscar cuando la función estaba por empezar. Entonces se acomodaba su Fender y nada más existía, solo le importaba sacar lágrimas a las cuerdas lo más fuerte que pudiera. Pero con él ya no hablábamos de música, esas cosas se habían perdido en el tiempo. Si por efectos del alcohol, la amistad o la equívoca memoria los recuerdos nos empujaban hacia allá, nos quedábamos callados un rato y después continuábamos la conversación en otra cosa.
Aburrido de escuchar sus quejas y sentirme llamado a lamer sus heridas, me puse a observar las otras mesas. Los tubos fosforescentes iluminaban a oficinistas con la corbata suelta, niños disfrazados de hippies y góticos inaugurando la noche. En el espejo sobre la barra del bar, sentado cerca del baño, contemplé a un gordo con el pelo largo alrededor de la cabeza calva, sacaba un acordeón de su estuche. No había visto uno de esos instrumentos desde que estaba en la universidad y a veces iba con mis compañeros a las tanguerías de la calle San Pablo. Después de repasar un rato las teclas, hizo el intento de tocar un tema.
—Ayer Ingrid se llevó a los niños a la casa de su mamá —decía Mauricio, pero no le prestaba atención.
El gordo tocaba sin preocuparse de nadie alrededor, cambiando de una canción a otra sin respetar la nota de base. A la segunda vuelta sobre la misma melodía, entendí que intentaba sacar Hello, goodbye. Era la oportunidad para que Mauricio no empezara otra ronda de lamentos. Después de terminar con McCartney, se puso a jugar con escalas básicas, así que fui a su mesa y lo halagué por el tema, invitándolo a tomar un trago con nosotros. Aceptó y pedimos dos jarros más de borgoña.
—No está mal para ser la primera vez que toco uno de estos. —Hundió los dedos en el fondo del vaso, volvieron con trozos de durazno que se llevó a la boca—. Lo compré hace años en un remate y nunca lo saqué de su estuche, hasta ahora.
Esa noche nos contó que era tecladista, lo abandonó después de humillarse durante años tocando para músicos que jamás reconocieron su talento.
—A Lucybell nunca le perdonaré que no me haya incluido en los créditos de su primer disco. —Se pasó la mano por los mechones blancos para peinarlos hacia atrás.
Nosotros, un poco ebrios, nos dejamos llevar y hablamos de Los Nuevos Extremeños. Entusiasmados le contamos de los festivales de colegio en los que participamos, de una gira por el sur que a última hora se canceló. Y eso. No había más que decir sobre nosotros, ni reportajes ni discos ni nada, desde entonces hasta ese momento había un gran vacío.
—Es lo que siempre les digo a los chicos indecisos: ¿por qué creen que tienen que llenar papeles y más papeles sentados en un escritorio de por vida?
Su descarnada honestidad me tomó por sorpresa. En el fondo, tenía razón, pero había deudas que pagar y horarios de trabajo que cumplir. Aunque era cierto que estaba harto de levantarme temprano para ir a la consulta, después llegar a la casa y rabiar con los hijos, cuando en realidad podía ir olvidándome de las obligaciones por las cuales abandoné el camino. Por lo demás, los cabros ya estaban hediondos y peludos, me tomaban en cuenta solo para pedirme plata.
—Compadres, si ustedes quieren volver a tocar —golpeó con la mano la mesa—, ¿por qué se hacen tantos problemas?
Hacía tiempo que soñaba con juntar de nuevo a la banda. A esos muchachos algo envejecidos que salían de sus trabajos, ebrios en algún bar o sacando guata frente a la tele, encontrarlos uno a uno y decirles que no tenían que seguir viviendo así, que todos tomáramos nuestros instrumentos y nos reincorporáramos al sonido eterno. Porque íbamos a ser de nuevo rockeros, aunque durara una sola canción y se nos fuera la vida en ello.
Volvió a aparecer la imagen de lo maravilloso que habría sido ir de ciudad en ciudad componiendo canciones en las piezas de hotel, dando fiestas con las groupies después de los conciertos, viviendo la vida que nos fue prometida y que forzosamente dejamos de lado. Decirle al público cuando miráramos para abajo: “Chicos, aquí estamos. Un poco carreteados quizá, los años no pasaron en vano, pero nadie nos pudo quitar las ganas de incendiar sus oídos hasta la madrugada”.
Bueno, porque aún quería esas cosas era que me hacía tantos problemas. Recordé cuando estaba por salir del colegio y le dije a mi padre en una sobremesa que quería estudiar Música.
—¡No te voy a estar manteniendo cuando no encuentres pega en ninguna parte y te estés cagando de hambre! —Golpeó la mesa con el puño—. Aquí el que no estudia algo de verdad se me pone a trabajar altiro —sentenció, dando por concluido el tema.
Para rematarla, a los pocos días de rendir la Prueba de Aptitud me llevó a la casa de un amigo suyo que era médico. En el tercer piso de la inmensa casona tenía su propio estudio de grabación con varias guitarras, bajo, batería y un piano.
—¿Sabes cómo logré tener todo esto? —preguntó, sin esperar una respuesta—. Primero trabajé en algo que diera plata y después me dediqué a la música.
Lo suyo no era el rock, sino el jazz, que en el fondo era un tipo de música orquestada hecha para viejos que no tenían necesidad de arriesgar nada.
Del Guatón Vargas nos despedimos en la calle y lo abrazamos, acordando desempolvar los instrumentos y volver a tocar.
—Nunca tuvimos un tecladista, pensamos que sería bueno incorporar nuevos sonidos a las cuerdas —dije, congraciándolo.
Le dimos nuestras tarjetas, las miró con incredulidad a la luz del foco de la calle y quedó en llamarnos, iría a ensayar adonde fuera que dijéramos.
El fin de semana siguiente, Cristián nos invitó a un asado en su casa. Con Mauricio llevamos nuestras guitarras acústicas. Dejamos la carne asando, a la esposa de Cristián y a la polola nueva de Guillermo preparando las ensaladas y nos sentamos bajo la sombra de unos damascos. Después de varias cervezas hablamos de lo que tanto habíamos negado hasta entonces: ¿alguno de nosotros había compuesto nuevas canciones? ¿Qué tal si hacíamos la prueba de tocar algunos de nuestros antiguos temas? Dije que, por mi parte, nada había cambiado, era cosa de salir de la consulta para que empezara a pensar en notas y melodías. Hablamos del Guatón Vargas. Con Mauricio exageramos sus virtudes, Cristián y Guillermo no dijeron nada. Quizá tenían razón y el silencio era señal de que se trataba de una gran huevada, solo un montón de viejos nostálgicos recordando un grupo del colegio que se terminó al entrar a la universidad. De todos modos, después de comer —como un gesto amable de darnos en el gusto— Cristián llevó una guitarra, Guillermo sacó un bongó de la maleta del auto y nosotros fuimos a buscar nuestras seis cuerdas para hacer una sesión unplugged. Sonábamos mal y nos deteníamos a cada rato para ponernos de acuerdo en los tiempos y la nota de base. De a poco