Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos. Claudio Naranjo Vila

Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos - Claudio Naranjo Vila


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—Empieza a decir mi papá—. Camino nueve cuadras desde el trabajo para almorzar con ustedes, llego y resulta que no tienes nada preparado.

      Mi mamá lo ignora y se va a otra pieza. Están peleados, anoche llegó curado, pero se hizo el simpático delante de sus amigos del trabajo cuando fuimos a verlo. Pregunta cómo me fue en la escuela y dice que le traiga las tareas que tengo para mañana.

      —Pero si estoy de vacaciones…

      Solo se hace el choro, jamás me ayuda a hacerlas, se lo deja a mi mamá; salió después que él del liceo y se acuerda mejor de las materias.

      Como mi papá está encargado de la revisión de cajas, trabajo que hace en las tardes cuando todos están medio atontados por el calor, su jefe lo deja llegar un poco después de la hora, para que duerma la mona del sol y el almuerzo antes de que se le suba a la cabeza y supervise mejor el conteo de billetes. Después de la siesta se saca la camiseta transpirada, la deja estirada en la ventana y se mete al baño. Aprovecho que el Nacho duerme y no podrá acusarme y le pongo migas de pan encima para que las palomas se la caguen. Sale del baño muy rápido y no alcanzan a posarse, pero al menos no me pilla porque la transpiración apelmaza las migas sobre el algodón.

      Bajo a despedirlo al hall y me quedo un rato con el señor Vargas. Mi papá le dice don Tongua, que es don Guatón al revés. Además de sus casetes de rancheras, guarda en el mesón de la portería revistas de mujeres piluchas. Me dice que son sus amigas, por eso las colecciona. Las veo sin entender por qué ponen caras medio dormidas, como si estuvieran sufriendo, cuando sacarse la ropa da flojera y frío. Me dice que puedo abrir los pósteres del medio e incluso dar besos a las fotos si quiero, pero todo debajo del mesón, por ningún motivo debo contarle a nadie. Pienso en el hocicón del Nacho, es bueno que el tonto ese duerma siesta y no se me pegotee todo el tiempo, así el señor Vargas nunca se enojará conmigo y me mostrará siempre a sus amigas las piluchas, mientras escuchamos rancheras.

      Suena el citófono justo cuando me cuenta que una vez se duchó con una de sus amigas.

      —Sí, señora, el niño está aquí conmigo. Que suba de inmediato, sí, señora, yo le digo a su hijo, ¡Hasta luego!… Oye, tu mamá dijo que un primo tuyo despertó y anda preguntando por ti, vas a tener que subir. Y recuerda, no le cuentes a nadie.

      No entiendo al señor Vargas, parece mi amigo y después se vuelve un acusete diciéndole a mi mamá dónde estoy, igual que el Nacho.

      Subo por la escalera para no llegar tan luego. Me pongo a mear en un rincón, pero con tan mala suerte que aparece el Pancho, ayudante del señor Vargas; me ve y corre a limpiarlo. No me reta y siento algo de pena, no había pensado que alguien después tuviera que hacer el aseo. No le hablo, pero en secreto prometo aguantarme para la próxima y usar el baño, aunque igual sin tirar de la cadena.

      El fome del Nacho quiere que me quede con él viendo Las tortugas ninja. De pronto me acuerdo de la gorda que vive en el edificio de enfrente, un piso más arriba que nosotros. Antes me asomaba todas las tardes a la ventana para mirarla justo al pasar del baño al dormitorio, sin toalla que la cubriera después de la ducha. Su cuerpo no tenía nada que ver con el de las amigas del señor Vargas: la guata le tapaba el pelo entre las piernas y las pechugas parecían dos globos demasiado inflados y a punto de explotar, donde la parte que parece un huevo frito se había estirado hasta casi desaparecer. Después que cumplí nueve años me olvidé de ella.

      Hoy, asomado al balcón, veo que ahora el color de las murallas de ese departamento ha cambiado, también el lugar de los muebles. Ocupa esas ventanas una gente grande, pero también joven, que tiene la mesa del comedor llena de botellas. Como no está la gorda, me pongo a escupir para abajo.

      Mi papá vuelve temprano por la tarde, no como anoche, que se fue a tomar con sus compañeros de trabajo después de la celebración del año nuevo en su oficina. Metió harto ruido con la chapa y después tropezó con el sillón blanco al doblar por el pasillo hacia el dormitorio. Escuché el arrastre de las patas metálicas por el parquet y supe que había vuelto. Me dormí antes de que empezaran los gritos. Hoy por la mañana, cuando mi mamá me despertó para ir a buscar a mi primo, lo encontré durmiendo en el sillón sin siquiera haberse sacado los zapatos, dejando los cojines cochinos y ganándose el reto matutino. La mesa de centro tembló con los gritos de mi mamá. Sobre ella mi papá colecciona antiguos espejos de mano, los compra en el mercado persa ya viejos y opacos. Es raro tenerlos porque no reflejan, contrario a los que tiene la peluquería de mi mamá, nuevos, grandes y siempre limpios.

      —Me recuerdan a mi madre —dijo una vez mi papá—. A veces la acompañaba cuando se pintaba y peinaba frente al espejo.

      Después se puso a llorar, estaba un poco curado ese día. Me sentí incómodo y me fui. Bueno, supongo que debe ser una forma de recordar a la gente querida, guardar cosas que se parecen a las que una vez tuvieron. Aunque basta con que uno pase cerca de la alfombra para que los espejos sobre el vidrio se muevan de su sitio.

      —Son los listones del parquet que están sueltos —le explicó mi papá a don Juano, el gásfiter que vive en el séptimo—, pero igual se las ingenian para andar todos juntos.

      Durante un tiempo fue su amigo, de tanto venir a hacernos arreglos. A veces tomaban pílsener en la botillería de abajo, los veía cuando mi mamá me mandaba a buscarlo para que entrara. Don Juano instaló la lámpara de lágrimas del comedor, de tres ampolletas siempre se quema una; cambió el enchufe del equipo cuando se derritió el plástico, pero mi papá tuvo que reinstalarlo porque hacía cortocircuito. De gasfitería no hizo nada. Una vez que mi mamá y yo esperábamos el ascensor, él pasó moviendo su sopapo como una guaripola y le pellizcó el trasero. Ella no le reclamó, conmigo hizo como si nada hubiera pasado. No sé si le habrá contado a mi papá y él se arregló con don Juano. La cosa es que no volvió a hacernos arreglos, justo ahora que iba a pegar el parquet.

      Mi papá se saca la chaqueta y la corbata, luego entra a la cocina para ayudar a mi mamá con la tapa de la olla a presión, no sabe cómo colocarla para cocer las lentejas. Ella dice que si uno se las come a las doce traen buena suerte en el nuevo año. Se ponen a hablar de lo mala que es la olla de mi tía Julia, hasta que otra vez se hacen amigos.

      Suena el citófono y mi primo sale corriendo al pasillo y hacia los ascensores, quiere esperar a sus papitos. Guagualón y patero. Mi tía Julia y mi tío Rubén vienen llegando de Valparaíso, traen su auto cargado con maletas y bolsas como para quedarse un año entero, por eso tuvieron que mandar a mi primo en bus. Esta noche será la primera que lancen fuegos artificiales desde la Torre Entel, vinieron especialmente a verlos. Mi tía Julia dice que los fuegos del puerto son lo mejor que hay en espectáculo y que eso en el mundo entero se sabe, pero igual trajo su enorme guata a nuestro departamento, dejándonos con las ganas de ver los colores abrirse en el cielo desde su casa en el cerro Esperanza, paseo que hacemos cada fin de año.

      Mientras preparan la comida, con mi primo Nacho nos vamos a jugar a los pasillos. Cada uno se ubica a un extremo y corremos para patinar sobre el encerado. Al chocarnos, el que cae tres veces seguidas pierde. No alcanzamos a jugar ni una ronda. Sin querer le pego al Nacho en la nariz, encandilado por el brillo del encerado, y se tira al suelo a llorar.

      —Tu mamá me dijo que nunca llorabas. No sigas, solo estaba haciendo la prueba.

      Solo para cuando lo amenazo con no llevarlo a andar en ascensor.

      Después de subir y bajar los diez pisos hasta aburrirnos dejando pasajeros, dándoles el “¡Feliz año nuevo!” por adelantado, el Nacho se va donde su mamá para que lo acueste sin comer. Se tiende sobre la cama de mis papás sollozando porque le pegué, obligándolo a andar por todo el edificio. Así lo cuenta. Me siento mal por haberles hecho el favor a mis tíos de que no los molestara, pudiendo disfrutar un rato tranquilos. Voy a buscar la camisa nueva y entro al baño para vestirme antes de que vengan a retarme.

      Cerca de las doce me asomo al balcón. En la Torre Entel todavía no prenden ni las mechas, el anuncio de Aluminio El Mono es el único que veo encendido. Antes creía que el mono se llamaba Aluminio, cuando chico y no había visto


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