Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos. Claudio Naranjo Vila

Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos - Claudio Naranjo Vila


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      Empezamos a reunirnos por las tardes después del trabajo en la casa de Mauricio, llenábamos el vacío que dejaron Ingrid y los niños. El Guatón Vargas se dejó caer y en silencio nos seguía desde un rincón con su teclado Yamaha. A ratos perdíamos la mística, los temas no prosperaban, por más que el Guatón ayudara con los arreglos. Entonces recordaban que era el único de nosotros que no era amigo desde el colegio, un extraño al cual no podíamos hacerle tanto caso, así ganaba terreno la idea de Cristián: solo grabar un demo y pagar en una radio para que lo tocaran, oponiéndose a la visión del Guatón de hacer un live concert, porque no iba a llevarnos a ninguna parte y solo podía traernos problemas.

      —No calzamos ni con la nueva ola ni con el hip-hop ni con el trap ni con nada —decía Cristián—, vamos a terminar haciendo el perfecto ridículo.

      Una tarde en que nos mirábamos las caras largas a falta de inspiración, Guillermo tocó el timbre para que fuéramos a la calle, tenía algo que mostrarnos. Cuando íbamos saliendo entonó con la bocina el tema La cucaracha. No lo podíamos creer, estaba sentado al volante de un auténtico Kleinbus. Tenía pintado un signo de la paz sobre el logotipo Volkswagen y flores de colores a los costados.

      —El antiguo dueño se vino manejando desde San Francisco. Con el dolor de su alma, me lo vendió para salir de sus deudas.

      Fuimos a comprar más cervezas, tocando la bocina con el estéreo a todo dar. Lo estábamos pasando muy bien, aunque pareciéramos personajes sacados de una mala película gringa, pero que todos alguna vez habíamos visto.

      —No nos daremos ni cuenta cuando vayamos manejando y toquen uno de nuestros temas —dijo Guillermo.

      Después de esa sobredosis de optimismo, grabamos un demo con dos canciones. A Guillermo, que era mejor parecido y bueno para convencer, le encargamos que fuera a hablar a la televisión, a ver si podíamos aparecer en algún matinal u otro programa de poca monta para dueñas de casa o cesantes, pero que servirían para lanzarnos al estrellato. Veía los titulares en los diarios:

      Los genios que escondió el rock latino

      Abandonan éxito profesional para dedicarse al rock

      En la tele bastó que preguntaran nuestra edad para jubilarnos antes de tiempo. Lo mismo en los sellos, aunque el boom del rock en tu idioma hubiera vuelto. Entonces llegó la noche de cervezas y borgoñas en Las Lanzas, cuando el Guatón y Cristián casi se fueron a las manos, la noche memorable en que nos devolvió la confianza y, de pasada, nos presentó en sociedad.

      —Compadres, si ustedes de verdad quieren tocar, ¿por qué les importa tanto hacerlo para otras personas? ¿Por qué no lo hacen solo para ustedes mismos? —Nos miró a Mauricio y a mí, agitándose en su asiento y levantando los brazos igual que un profeta.

      Como siempre, tenía toda la razón del mundo. Si era algo que en realidad queríamos hacer, no habría nadie capaz de impedirlo. Después agachó la cabeza y bajó la voz, como si fuera a revelar un gran secreto. Tuvimos que acercarnos más a la mesa.

      —Tienen que partir de abajo, sin recurrir a la posición social que algunos de ustedes han alcanzado, eso mata el rock. Toquen primero en locales chicos, que la gente los conozca, para que después lleguen triunfantes a los sellos musicales con su carpeta bajo el brazo, refregándoles en la cara a esos cabrones los afiches y recortes de diarios con sus presentaciones.

      —Este huevón nos metió en el medio tete. Puede que también te haya cagado con algo de plata cuando fue a hablar con el administrador.

      Al entrar a La Batuta, vimos que el Guatón Vargas estaba sentado de lo más tranquilo en la barra y fumándose un cigarrillo. Cristián tuvo que tragarse sus palabras. Nos saludó y luego echamos un vistazo alrededor. Cerca del bar había una escalera para bajar a la pista de baile y más allá el escenario. En las paredes se veían las cajas de huevo para el retumbar del sonido y los tarros de leche mal pintados como focos. Era triste el lugar vacío y con las luces encendidas, pero hice el esfuerzo de imaginarlo lleno de gente.

      —En un par de horas tendremos a un montón de chiquillos exaltados, rogándonos que repitamos las canciones —le dije a Cristián.

      —Mira, con tal que toquemos bien y no nos bajen del escenario, me doy por satisfecho.

      Antes de que se escondiera el sol tuvimos todo acomodado. En un momento me acordé de un seminario de cardiología al cual debía asistir en Casa Piedra a la mañana siguiente. A la cresta. Pensé que había estudiado y trabajado lo suficiente para empezar a hacer lo que quisiera.

      Al rato hicieron su entrada Los Fiskales. Los tres jóvenes, en cueros negros desgastados, chaquetas probablemente heredadas de sus padres o abuelos, nos miraron entre curiosos y burlones. En la puerta los esperaba un séquito de jóvenes vestidos a su semejanza. Dejaron sus instrumentos apilados en un rincón y se fueron sin hacer prueba de sonido.

      De madrugada cortaron la música envasada, prendieron unas pocas luces y los chicos se acercaron de forma automática al escenario. Había gente por todas partes: se empujaban frente a la barra del bar, se apoyaban en las barandas sobre la pista de baile y quienes estaban afuera del local se apretujaron en la escalera. Casi todos llevaban el pelo pintado y vestían de cuero. Era esperable que algunos se rieran de nuestra edad, de los copos modelados con gomina y los cueros ajustados. Nos habíamos ocultado gran parte de la noche en el Kleinbus, fumando yerba y repasando algunos temas con las guitarras acústicas, solo entramos un poco antes para tomarnos una cerveza.

      —Se equivocaron de lugar —dijo uno de ellos—, aquí no es el concurso del doble de Elvis.

      No los dejamos seguir. Nos abrimos paso hasta el escenario, ajustamos los instrumentos y aplacamos rápido las risas con nuestro sonido. Retumbó primero la batería y luego hicimos entrar las guitarras y el bajo. Al fin fuimos nosotros convertidos en música que rebotaba en las cajas de huevo y entraba en sus oídos. Le regalé una sonrisa al Guatón Vargas, mientras resbalaba por las cuerdas de mi bajo. Me miró serio. En definitiva tenía muy poca pinta de rockero, a pesar de haberse vestido entero de negro (un buzo de lycra muy ajustado y una chaqueta new wave, con grandes hombreras a lo Bowie, sin respetar la ropa que acordamos usar la noche anterior). Estuvo silencioso, incluso con la yerba que fumamos en el Kleinbus.

      Al otro extremo del escenario, delante de la batería, Mauricio y Cristián hacían sus headbangs de forma sincrónica. En plena catarsis, frenamos con violencia el sonido, tal como ensayamos. No hubo aplausos, entendimos que con los punks no iba eso de reconocerle al artista su virtud, pero tampoco hubo risas y nos sentimos bien.

      De ahí en adelante cualquier recuerdo se torna vago. Si alcanzamos a tocar algo y luego el Guatón nos interrumpió, o si les dije que el próximo tema era en la mayor y después pidió hablar, no sabría decirlo. Lo hemos repasado varias veces y ninguno logra precisarlo. Maldito guatón. Ahí empezó a recitar ese poema interminable. Creo que los punks nunca se han reído tanto ni volverán a reírse así en su vida.

      Cuando el Guatón agarró el micrófono, los cabros empezaron a pedir a Los Fiskales.

      —En nombre de Los Enemigos del Silencio, antes de continuar quisiera leer un poema. —Sacó un papel de su chaqueta.

      —¡Cállate, guatón culiao!

      —¡Los Fiskales, viejos de mierda!

      Muchas voces se levantaron desde el público. Me llegaron escupos, pero por dignidad no me los limpié.

      Todas íbamos a ser reinas,

      de cuatro reinos sobre el mar:

      Rosalía con Efigenia

      y Lucila con Soledad...

      El Guatón Vargas recitó alternando su vista entre el público y la hoja. Nos miramos las caras sin entender, por completo descolocados, sin atrevernos a cortar el sonido grave de su voz. Solo deseé que un rayo le cayera encima partiéndole


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