Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos. Claudio Naranjo Vila

Todos íbamos a ser rockeros y otros cuentos - Claudio Naranjo Vila


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      y siendo grandes nuestro reinos,

      llegaremos todas al mar.

      Terminó de recitar a la Mistral, apagó su teclado y descendió del escenario, mezclándose entre el público que le abría paso sin tocarlo, igual de sorprendidos que nosotros, hasta que subió por la escalera y se perdió en medio de la multitud.

      Desde entonces no lo hemos visto, nadie se tomó el tiempo de buscarlo. Me han contado que en La Batuta todavía está pegado el afiche de promoción de esa noche. Abajo, con letras grandes, le agregaron:

      LA NOCHE DE LAS REINAS

      Con el baño de escupos y gritos, entré en razón. No quise que Cristián empezara con la lata de que sabía que algo así pasaría y no le hicimos caso. Por lo demás, los cabros allá abajo desconocían que aquello no era parte de nuestro espectáculo, pensé que todavía podíamos sacar algún provecho de la situación. Sacudí a mis compañeros, que seguían paralizados, y a los malditos punks los obligué a tragarse sus carcajadas.

      —Así que todos íbamos a ser reinas, ¿eh? —Mi voz fue desafiante en el micrófono.

      Eché una mirada a la banda y nos encogimos de hombros.

      —¿Seguimos?

      —¡Seguimos! —gritó Cristián, y luego le mandó una patada en plena cara a un cabro que intentaba subirse al escenario.

      Hundí la uñeta en las cuerdas sin oír, como situado al borde del ruido, y moví los labios sin escuchar mi canto (en realidad, grité más que canté, según me han dicho). En medio de la canción, como un rápido pestañeo, recordé la noche en Las Lanzas con mis amigos, cuando fundamos Los Nuevos Extremeños. El festival del colegio se acercaba y queríamos presentar algo. Las canciones se fueron dibujando claras en nuestras mentes, crecieron aisladas de la música del local, la tele y el ruido de las mesas. Las escribimos sobre servilletas y entonamos las melodías hasta muy tarde. Cuando se acabó la plata para más cervezas, nos despedimos y caminé hacia mi casa por las calles de Ñuñoa. Entonces me vino la idea de que todos los sonidos en el fondo eran notas de una gran canción universal que aún no había sido escrita: una sirena de ambulancia a lo lejos, el correr del viento a través de las hojas, mis pasos sobre el pavimento, un pájaro nocturno. Eran tantos los sonidos por recoger y tantas las canciones que esperaban ser compuestas. La omnipotencia del borracho me hacía pensar en los proyectos musicales: el álbum que terminaríamos antes de fin de año, las canciones que requerían mínimos arreglos, creí fácil encontrar un sello musical. Iba por la calle celebrando esa noche de triunfos que el futuro traería: los pájaros se contestaban de un árbol a otro, el sol todavía no quería salir. No sé si habré metido mucho ruido al llegar a mi casa; iba contento y nada me importaba. Entré a mi pieza y me tendí sobre la cama, mirando como hechizado mis pósteres de rock stars con patillas largas y patas de elefante. La última visión que tuve fue mi pieza que, igual que un disco, daba vueltas sin parar.

      Mauricio destrozando su guitarra contra el piso me devolvió a la realidad. Aunque encendieron las luces del local y unos guardias empujaron su camino hacia nosotros, fue imposible contener a los cabros que subían por todas partes al escenario. Dejamos los instrumentos abandonados a su suerte y nos abrimos paso a combo limpio.

      Entre escupos y patadas, de alguna manera cruzamos el campo de batalla para llegar a la calle. Nos subimos rápido al Kleinbus, Guillermo puso el motor en marcha y partimos a toda carrera dando la vuelta en Irarrázaval y acelerando hacia el oriente de Santiago. Perdimos nuestros instrumentos, la frente de Mauricio sangraba y Cristián se sacó la chaqueta de cuero para verse las costillas; a pesar de todo, estábamos felices.

      Desde el volante, Guillermo miró por el espejo retrovisor hacia nosotros, que ya empezábamos a reír y destapar unas cervezas.

      —Y eso que todavía nos falta ir a la radio. —Tocó La cucaracha.

      Fuegos artificiales

      No sé para qué mis tíos habrán mandado a mi primo Nacho en bus esta mañana desde Valparaíso, si mis papás están peleados y capaz ni tengamos celebración de Año Nuevo. De todos modos, mi mamá me obligó a venir a recogerlo con ella al terminal de buses.

      —¡La máquina de las once cuarenta y cinco horas arribando desde Valparaíso! ¡Procede a su colocación en el andén trece! —dice un caballero por altoparlante.

      A mi mamá le recito los números de los andenes hasta que llegamos al trece. La gente saca sus bolsos y mi primo está al lado de la puerta, de la mano del caballero azafato. Se pone a llorar apenas nos ve. El azafato dice que en el camino vomitó y tuvieron que abrir el paquete que traía con la intención de buscar otra muda de ropa, no vaya a pensar mal la señora porque el envoltorio está roto.

      —No se preocupe. —Mi mamá mira dentro del paquete que guarda una olla a presión—. Y disculpe a mi sobrino, este crío se marea hasta en los ascensores.

      Lo toma en brazos para que no siga llorando. Me da rabia y camino algunos pasos detrás de ellos. Pienso en arrancarme mientras bajamos al metro y regresar solo al departamento, pero no tengo plata. Se está haciendo la guagua y mi mamá le sigue la corriente, más encima me despertó temprano para venir a buscarlo. Me levanté enojado y antes del desayuno me asomé al balcón para escupirle a la gente de la calle. No me arranqué cuando se dieron cuenta de que era yo. Me quedé ahí mismo, riéndome. Sabía que, solo si vencían la flojera de subir al octavo piso, y eso si lograban pasar el portero automático que nada más yo y el señor Vargas podemos abrir, me vería en problemas. Algunos se hacían los tontos, como si nada les hubiera caído. Un señor sacó un pañuelo y se limpió con cuidado para no despeinarse. Otro tomó una piedra de la regadera de los árboles y amenazó con lanzarla, amenaza que respondí con otro escupo porque la piedra tampoco podía subir hasta el octavo.

      Esta mañana mi mamá no fue a trabajar en la peluquería que puso con una amiga en los negocios que hay en el primer piso del edificio, todo por venir a buscar a mi primo. Quiere tener harta plata para comprarse un auto igual al de mis tíos; como mi papá no quiere, va a ser de ella nomás. Así podremos echar carrera con otros autos y escupiré cuando los pasemos. Atendió a unas clientas anoche en nuestro baño, pidiéndoles que no dijeran nada para que su amiga no sepa y cobrándoles más barato al trabajar sin boleta. Me fui a ver la tele porque no me gusta el olor a laca. En ese rato mi papá llamó para avisar que llegaría tarde. No quiso hablar con mi mamá para evitar que lo retara. Él también gana más plata ahora. Lo ascendieron a jefe de cajas en la sección K del Banco del Estado, en las oficinas centrales cerca de La Moneda.

      Del terminal de buses vamos a ver a mi papá, me quedo dando vueltas en la puerta giratoria hasta que mi mamá se mete para sacarme, alegando que la molesto justo ahora que tiene que llevar el paquete con la olla a presión; salto para salir mientras ella sigue girando. Mi primo no se atreve a meterse en la puerta, casi se pone a llorar de nuevo porque lo dejamos solo afuera del banco, pero se le pasa cuando mi mamá me tironea el pelo.

      Venimos a pedirle plata para comprarme la camisa nueva que usaré esta noche, blanca y con el cuello bien duro, como los caballeros. Mis papás no parecen enojados entre ellos, pero sé que solo tengo que esperar que se encuentren en la casa, ahí sí se dicen las cosas de otra manera.

      —Hola, gordita, ¡qué grata sorpresa! Llegó el Nacho, ¡qué rico! Nada mejor que celebrar Año Nuevo en familia.

      —Hola, mi gordito, vengo por la plata. —Mi mamá pone una de esas sonrisas siempre listas que le he visto al despedirse de sus clientas.

      —¿Me prestas un turro de a luca? —Mi papá le habla al Nicolás, su cajero amigo, que antes también le hacía préstamos por debajo del mesón para llegar a fin de mes—. Te lo devuelvo en la tarde cuando hagamos caja.

      Recién regresamos de hacer las compras y mi papá llega a almorzar. Al final, mi mamá también le compró


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