Mosko-Strom. Rosa Arciniega
luchador por la implantación de la República—, los que invitaron a sumarse a Juan Andrade, que tenía muchos contactos con la intelectualidad de izquierdas en Europa y podía ayudar a la difusión de las ediciones, aunque después se separó por diferencias ideológicas —la tendencia trotskista de Andrade frente al comunismo más ortodoxo de Giménez Siles—. Antes de finalizar 1928 salió su primer libro, que tuvo mucha difusión, lo que convirtió a la editorial en un referente hasta la Guerra Civil3.
Rosa Arciniega llegó a España en este contexto y, por su carisma personal, llamó poderosamente la atención. Para 1931, según podemos observar en las imágenes que se ofrecen de ella en la prensa, había cambiado radicalmente su apariencia, vistiendo con traje considerado masculino para la época —camisa, chaqueta, corbata y boina—, pero sin dejar de mantener un arreglo muy personal, adquiriendo con ello ese peculiar sello que la caracterizaría. Era una «mujer moderna», una «anarquista mística», según se definía ella4, que encajaba bien con el nuevo espíritu de esos años, con los aires de renovación y con el papel de la mujer en la sociedad propiciados por la República.
Cabe precisar que Arciniega llegó a España con unas ideas ya formadas dentro de tendencias de izquierda. En Lima, aunque no llegó a publicar en Amauta, parece que formó parte —según se indica en diversos artículos— del círculo del ideólogo José Carlos Mariátegui, que fundó el Partido Socialista Peruano en 1928, al que puede que se afiliara, así como al Partido Socialista Obrero Español5 al llegar a España, vinculándose al grupo de otras mujeres de izquierda como Concha Méndez, Maruja Mallo, Ernestina de Champourcín, Victoria Kent, etcétera. Todo esto está de fondo en la temática de sus novelas y de muchos de sus cuentos, así como en actos en los que participa, como el de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País en favor de los ciegos, donde habla de su viaje por las provincias del Perú y de la pobreza de los aborígenes. O la firma, en 1933, del manifiesto en contra de la pena de muerte impuesta en el Perú al poeta Eudocio Ravines —que también firmaron españoles como Manuel Machado, Corpus Barga, Gregorio Marañón, Pedro Garfias, Gómez de la Serna, entre otros, y muchos de los peruanos que vivían en Madrid: Xavier y Pablo Abril, César Falcón, César Vallejo, etcétera—, publicado en La Libertad. También en el generoso apoyo a su compatriota Carlos Oquendo de Amat, que, desde Francia y gravemente enfermo de tuberculosis, se había trasladado a un sanatorio de la sierra de Guadarrama. Este gran poeta murió pronto, con solo treinta años, dejando una única obra publicada —5 metros de poemas— que se cuenta, como es sabido, entre las grandes de la poesía peruana de vanguardia. Arciniega le dedicó el artículo «Llanto de quenas sobre una sierra castellana», publicado en La Prensa de Lima el 4 de marzo de 19376, e incluso pagó su entierro.
Para María del Carmen Simón Palmer, Arciniega encarnaba «el prototipo de “mujer nueva”, que con su profesión y forma de vida reclama la igualdad de oportunidades». Y realmente fue una mujer de su tiempo. En Estampa7, la vemos en una fotografía pilotando un avión de la Escuela de Aviación Civil que se inauguraba en Valencia —ya antes había realizado vuelos en el Perú e incluso había sufrido un accidente sobrevolando el río Rímac—. El periodista le bromea diciendo que está «ante una literata de altos vuelos», a lo que responde irónicamente que tiene el propósito de abandonar la literatura para consagrarse la aviación, «en la que se alcanzan, sin duda alguna, más elevadas posiciones que en la manigua de las letras. Y quizá con menos riesgo y mayor tranquilidad». Otro de los adelantos técnicos que apoyó decididamente fue la radio, participando de forma directa en ella: además del citado drama radiofónico, El crimen de la calle Oxford (1933) —por el que recibió el tercer premio en un concurso de teatro radiofónico—, hizo lecturas de su obra y colaboró en la revista Ondas, en la que incluso fue portada dos veces (el 6 de junio y el 28 de agosto de 1931); y organizó y presentó un programa para fomentar y difundir las relaciones entre España e Hispanoamérica con la intervención de «prestigiosos miembros del Cuerpo Diplomático acreditados en Madrid, así como las figuras más sobresalientes de las letras americanas que se encuentren en España, todo ello sazonado con música típica», según se anunció en Ondas el 18 de agosto de 1934. Consideraba además que, al entrar en todos los hogares, podía ayudar también a que la mujer dejara de estar aislada del mundo, lo que sin duda contribuiría a su evolución.
Mosko-Strom: una distopía de la civilización moderna
Max Walker, habitante de la ciudad de Cosmópolis, ingeniero director de una importante empresa de automóviles y tractores, hombre hecho a sí mismo desde un origen humilde, contempla satisfecho la impresionante maquinaria humana y técnica que, con precisión milimétrica, lleva a cabo su tarea. Para Max Walker, todos los malestares sociales radicaban en la inexactitud, e imagina a la humanidad «al modo de una formidable máquina perfectamente regulada y dirigida desde su despacho de trabajo; todos los hombres matemáticamente acoplados en su sitio exacto; dando matemáticamente un rendimiento previsto, descansando matemáticamente lo establecido por un ingeniero director...». La única máquina inexacta en este perfecto engranaje —pensaba—, «el único motor que nunca funcionaba bien», era precisamente el hombre8.
Max Walker vive en Cosmópolis, la impresionante y moderna gran ciudad en la que todo funciona igualmente con rapidez y eficiencia. Junto a él, el resto de personajes de la historia, el grupo de amigos que mantienen el contacto desde los tiempos de la universidad, reuniéndose una vez al año, son todos hombres de éxito: el banquero Howard Littlefield, de obesidad prominente y con los dedos de las manos cargados de brillantes, atento a los movimientos de la bolsa y continuamente preocupado por los disturbios sociales provocados por los obreros y por la marcha de sus activos financieros, pues sabe que todo está levantado «sobre un montón de arena que se vendrá abajo cualquier día»9; Eddie Swanson, rico industrial que aumenta su capital con exitosas empresas; y Conrad Riesling, el despreocupado conquistador de vida fácil y regalada. Todos menos uno, Jackie Okfurt, contrapunto ideológico del resto, «espíritu inquieto, extravagante, poeta unas veces, anarquista otras y absolutamente incapaz siempre de decidirse por algo útil ni de adaptarse normalmente a las leyes reguladoras de la vida social». Okfurt es el disidente, el «eterno disconforme», el que no se ha enriquecido como los demás, sino que ejerce la medicina de forma modesta: el único que parece darse cuenta de lo que ocultan Cosmópolis y su forma de vida. Okfurt carece de «talento positivo», «ese talento práctico que brilla más en la vida que el auténtico talento». Cierra el grupo el que fue el más querido profesor de todos en su época de estudiantes en Universidad Central, Stanley Sampson Dixler, que se encuentra ya viejo y enfermo, y a quien Okfurt atiende con solicitud. El profesor Dixler encarna el ideal, ha llevado y lleva «una existencia limpia, sin ambiciones, plena de fervor idealista en el triunfo del Bien». Un fervor que inculcaba a sus alumnos, afianzando en ellos la confianza en que «el Gran Amor —que sería la gran Fraternidad— llegaría algún día a establecerse sobre la Tierra abrazando en un cordial lazo a todos los humanos».
Junto a estos personajes aparecen la mujer y los hijos de Sampson Dixler, que encarnan la vida vacua y yerta que proporciona el culto a los bienes materiales, a los apetitos fisiológicos y el camino del lujo y la vanagloria, lo que en el fondo son también unas formas de esclavitud. La esposa de Max Walker, Isabel, es una mujer de clase alta que vive sin más ocupaciones que las sociales, pero a quien le asalta continuamente una especie de «fastidio íntimo», unas nostalgia y melancolía «cada día más acentuadas e incomprensibles», que no son sino un gran vacío dentro de sí misma, el mismo vacío que caracteriza a su época. Su matrimonio se construyó en base al amor y la sinceridad, pero las formas de vida que llevan no ayudan a mantenerlo.
Sin embargo, quizá el personaje principal sea Cosmópolis, la gran urbe, la ciudad moderna en la que se yergue con orgullo «la audacia de los rascacielos hacia el infinito», donde las calles y los barrios no tienen nombre sino que están numeradas en un orden racionalmente calculado, en la que los medios de transporte (tranvías, trenes aéreos, metro, coches…) mueven una avalancha humana que lo llena e inunda todo «como un alud formidable», y en la que, latiendo por debajo del asfalto, palpitan las «vísceras de la ciudad»:
la fantástica catarata del metropolitano, surcando a enormes velocidades las entrañas de Cosmópolis en todas direcciones; centenares de miles de finos