Mosko-Strom. Rosa Arciniega

Mosko-Strom - Rosa Arciniega


Скачать книгу
Y mientras se consumía su cigarrillo, la misma claridad de la mañana desvió sus ojos hacia las cristaleras que se extendían a todo lo largo de la pared izquierda, sumiéndole en la contemplación del panorama.

      El cielo, un cielo de otoño frío y hostil, abría en estas primeras horas su enorme comba azulada, ligeramente teñida de un color rojizo de oro, viejo. Abajo, las achaparradas y negruzcas moles de las naves y pabellones, en silencio ahora, eran como pueblos de titanes deshabitados o dormidos, momentos antes de ser violentamente despertados por el agudo trompetazo de las sirenas de los hornos que empezaban a humear ya.

      Medio adormilado por el humo y por el cansancio de la noche en vela que ahora se desplomaba de golpe sobre él, Max Walker, apoyada la cabeza en el respaldo de su sillón, dejó vagar sus ojos y su pensamiento por las rutas de luz sin límites del espacio.

      No era esta la primera vez que había visto amanecer. Por el contrario, durante su vida aprovechada y laboriosa de estudiante fueron muchas las mañanas como esta en que la aurora le había sorprendido sobre su mesa de trabajo, sobre sus libros, planos y teoremas. También entonces, como ahora, muchos días, la luz cenital del alba había venido, sigilosa y de puntillas, a sustituir la de la lámpara que pendía en aquella pequeña habitación de universidad, conminándole inexorablemente a abandonar la forzada vigilia de toda una noche febril de esfuerzo mental.

      Eran estos amaneceres densos, pesados, extraños, que, aparte el amargor de boca y el desplome físico del cuerpo, tenían todas las características de aquellos otros que algunas mañanas aguardaban a los «nocturnos» a la puerta de algún cabaret, como para confirmarles —por la fuerza del contraste— en la idea simple de que acababan de salir de un antro lóbrego e infernal. «¡Hermosa vida estudiantil!»...

      Y el ingeniero Max Walker, levemente adormecido, dejaba proyectarse ahora en la turbia zona de su recuerdo la película anecdótica de la vida del estudiante Max Walker —número uno en todas las asignaturas—, tan cercana en el pensamiento y, sin embargo, tan distante ya en el tiempo. Una vida simple, monótona, sin altibajos emocionales, quieta y dormida, a pesar de su exterior dinamismo. Estudio, estudio... y carreras pedestres, fútbol, baseball, natación, todos los ejercicios físicos especificados en los programas universitarios, para mantener en el fiel la balanza del mens sana in corpore sano. Estas habían sido sus únicas distracciones. Algunas escapatorias, también con los «nocturnos», a ínfimos cabarets en busca de labios sonrosados y carnes artificialmente blancas... Pero su orgullo, su satisfacción, eran las notas, recogidas como una preciosa siembra, al final de los cursos, a costa de las noches pasadas en vela.

      Estas notas eran para el estudiante Max Walker algo más que una satisfacción: eran también una restitución.

      2

      O, por lo menos, una contribución.

      Dando un salto atrás en el tiempo, el ingeniero Max Walker acertaba a verse a sí mismo diminuto y chiquitín, como un muñeco vestido con una blusita clara y un extravagante pañuelo de colores atado al cuello, gateando por el corredor de una casa inhóspita y fría, en la que solo de tarde en tarde se encendía fuego y, más de tarde en tarde, la luz de una sonrisa.

      No recordaba haber tenido juguetes. Fuera de algún tirón del rabo al gato —un gato negruzco y esquelético que Walker recordaba perfectamente— y la rotura de cuantos papeles caían en sus manos, sus juegos favoritos consistían en abrir y cerrar los picaportes de todas las puertas y en montar y desmontar los trozos de baldosín rotos en una de las habitaciones.

      Aquí ya vacilaba su memoria; pero Max Walker creía recordar cuál había sido su primera palabra, pronunciada en un idioma extraño: «Hambre». Y su primera frase, oída incesantemente a su madre: «Somos pobres». Tampoco de ella ni de su padre era mayor el recuerdo. A la primera alcanzaba a «verla» como una sombra pálida y cérea, diminuta, recogida en sí misma y envuelta siempre en oscuros mantones negros. El segundo se proyectaba todavía en su pantalla interior: alto y membrudo, ligeramente encorvado, con el pelo blanco y unas enormes barbas que le conferían categoría de apóstol bíblico.

      Después, la película esfumada de un viaje infinito, del que no recordaba ni punto de partida, ni estaciones, ni término. Solo algunos datos inconexos con los que, más tarde, había pretendido reconstruir las partes borradas de esa película. Nada casi: un tropel de gentes, astrosas y harapientas, besándole y hablando estrepitosamente; un carretón lleno de bultos, entre los que su padre le construyó una cama..., y, después, un río, un enorme, un infinito río sin orillas; una enorme, una infinita casa también, en la que todos los vecinos vivían juntos y en la que no hallaba la habitación de los baldosines levantados. Y, pasado mucho tiempo —¿cuántos años?—, otra vez abandonada aquella casa por una muy alta, muy nueva, en la que ya no encontraba ni al apóstol de las barbas blancas ni a la sombra cérea y enlutada; donde tampoco había baldosines levantados ni gatos a los que tirar del rabo. Pero sí, en cambio, grandes caballos de cartón, trenes y automóviles a los que «abrir las tripas» para ver lo que tenían dentro. Y una mujer, además, que de cuando en cuando le cambiaba sus sucios vestidos y le daba rebanadas de pan untadas en manteca fresca.

      3

      Más tarde, Walker había intentado alguna vez reconstruir, escena a escena, todo su pasado, pero retrocedió a la primera tentativa. «¿Para qué? —se dijo—. No haría sino empequeñecer mi espíritu y echar para siempre unas gotas de vinagre en el tonel de vino puro de mi juventud. Vivamos la vida tal como es».

      Y no volvió a acordarse más de su pasado.

      El presente, además, era una poderosa coraza contra todos los pesimismos. Si no hijo de potentados, vivía al menos como hijo de potentados, muellemente y rodeado de todos los caprichos que su imaginación infantil podía apetecer. «Indudablemente —pensaba para sí el pequeño Walker—, en este lado de acá del gran río se vive mejor que allá».

      Un día, a la salida del colegio, su nuevo padre —también de pelo blanco, aunque sin las barbas apostólicas del otro— le llamó a su despacho.

      —Vas a ingresar en una universidad. Eres listo... tienes condiciones... Es necesario que te hagas un hombre por ti mismo. ¿Qué quieres ser?

      Y, rápidamente, sin titubear, el pequeño Max contestó:

      —Ingeniero. Y después director de una gran fábrica, grande como la suya, con muchos obreros y muchas máquinas.

      —Está bien, Max.

      Y pocos días después, el automóvil de su nuevo padre lo dejaba ante la amplia puerta de un inmenso edificio circundado de jardines, praderas y campos de deportes, en cuya fachada fulgían en oro estas dos palabras: Universidad Central.

      Semidormido, volvía a experimentar ahora Max Walker aquella mezcla de terror, emoción y respeto que la imponente fachada, con sus letras refulgentes y su severa arquitectura, le había producido; recordaba las miradas furtivas dirigidas a los bedeles, engalonados y rígidos como altos funcionarios; la alegría ruidosa y explosiva con que le acogían sus nuevos condiscípulos preguntándole, antes que nada, por sus aficiones y habilidades en el fútbol, en el baseball, en las regatas a remo, para inscribirse seguidamente en su equipo.

      Pero más que en todas estas agridulces anécdotas estudiantiles, Walker detenía ahora el celuloide de sus recuerdos en aquella primera noche del cuarto de universidad, cuando, a solas ya consigo mismo, había recapitulado, lenta y despaciosamente, su breve pasado y dirigido, precozmente impuesto de la vida, su mirada hacia el porvenir.

      Sabía lo que «aquello» significaba. Por encima de todos los disfraces, «aquello» —el prohijamiento, el pago de la carrera— era... una limosna, una siembra cuya recolección no podía defraudar al sembrador. Se sentía rico, tan rico como su protector, como cualquiera de aquellos muchachos que hoy habían empezado a ser sus nuevos compañeros de aula y de juegos; pero, al propio tiempo, como una fría losa de sueños, Walker sentía también sobre sí el infinito peso de su auténtica pobreza, el otro enorme peso de la responsabilidad contraída. Riesling, Eddie, Howard Littlefield, Jackie Okfurt, todos aquellos muchachos, sanos y optimistas, joviales y ruidosos, que se le habían presentado hoy a sí mismos como


Скачать книгу