Mosko-Strom. Rosa Arciniega

Mosko-Strom - Rosa Arciniega


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de fin de curso puramente formularias, ni mucho menos fracasar en un curso completo. Había que demostrar, por el contrario, que la protección, el prohijamiento, estaban justificados. Pero, sobre todo, había que luchar por algo superior a todo eso: por saltar, por dar un brinco definitivo fuera del círculo de la miseria —ese círculo oscuro que no suelta tan fácilmente al que nace dentro de él—, por huir de una frase, de una sencilla frase, que podría valer más que todas las filípicas paternas, esta: «Joven, usted no quiere estudiar. Puede empezar desde mañana a ganarse la vida».

      No, no; él, Max Walker, no oiría jamás esa frase. Haría, al menos, todo lo posible por no oírla. Pero aquella noche, el novato universitario tuvo una atroz pesadilla. Estaba en un inmenso campo, mitad pradera, mitad selva, llena de aire, de sol, de pájaros y de risas de juventud. Jugaba allí con Jackie —un Jackie absurdamente pequeño—, con Littlefield, con Eddie, con todo un tropel de muchachos sonrientes y gritones. Y, de pronto, por entre una doble fila de álamos y rosales en flor, aparecía la sombra enlutada de una mujer pálida, cérea, ojerosa, envuelta en un oscuro mantón, cubierta la cabeza con un pañuelo negro y tiritando de frío, a pesar de la tibieza del día primaveral.

      —¡Eh, vieja astrosa! —gritó Littlefield—, ¿qué tienes tú que hacer aquí? ¿Quién te ha mandado venir a interrumpir nuestro juego?

      Y como si estas palabras hubieran sido la señal para iniciar un ataque, los muchachos explotaban en un coro de denuestos y burlas. Fue una lluvia de insultos, pedradas y pelotazos.

      —Sal de aquí, vieja hedionda.

      —¡Bruja! ¡Arpía!

      —Vete a lavarte.

      Solo Max Walker permanecía callado, suspenso de terror, con la pelota de fútbol bajo el brazo, tal como le había sorprendido la aparición de aquella sombra enlutada, a la que vagamente creía reconocer. Hasta que sus compañeros repararon en su perplejidad:

      —¡Eh, Walker! ¿Qué haces ahí, pasmado? ¡Insúltala, hombre, insúltala! ¿O es que le tienes miedo?

      Y Max Walker, acallando el sentimiento de piedad, de conmiseración y de terror que desde el fondo de su alma brotaba hacia aquella mujer pálida, por miedo a las burlas de sus compañeros, por mostrarles su hombría, se adelantaba hasta la primera fila, sacando la lengua burlescamente a la pobre vieja.

      Entonces sucedió algo inaudito. La sombra enlutada le asía fuertemente del brazo con una mano ganchuda y metálica sacada de entre sus pesados mantones, y tirando de él, sin piedad para sus súplicas, lo arrastraba fuera del campo verde, florido y lleno de sol, de risas y de pájaros, donde quedaban jugando sus condiscípulos; le llevaba luego a través de los claros corredores de la universidad hasta su cuarto y, finalmente, ante la irónica sonrisa de los conserjes engalanados, le dejaba frente al portón, que se cerraba tras él.

      —Mira —dijo la sombra ojerosa, apuntando hacia la fachada.

      Y él, aturdido, loco de espanto y de rabia, miraba en aquella dirección. Las letras de oro fulgurantes que anunciaban la universidad eran movibles y, combinándose ellas mismas, formaban este Mane, Thecel, Phares aterrador:

      Pierde toda esperanza de volver a entrar

      Estas terribles letras luminosas estuvieron siempre fijas, más que en el corazón, en la frente del estudiante Max Walker. No, no; él no podía hacer burla a la Vida como sus compañeros de universidad. La vieja arpía no toleraba burlas de los que habían nacido dentro del círculo dantesco de la miseria.

      4

      Pero, tanto como esta fatídica espada de Damocles suspendida sobre su cabeza, le ayudó a coronar el triunfo su propio carácter estudioso. Dejadas atrás las inquietudes del primer curso —tapiadas con magníficos sobresalientes— fue ya su misma afición, una especie de orgullo ambicioso, la que le llevaba a encerrarse horas y horas con sus cálculos y teoremas, con sus planos y compases, alejándose poco a poco de los juegos y distracciones de sus compañeros.

      Una Religión —él, que no tenía ninguna—, un Amor —él, que no había conocido ninguno—, vinieron a llenar su íntimo vacío espiritual: la Religión de la Ciencia; el Amor del Progreso humano. Ciencia y Progreso que, para el estudiante de ingeniero Max Walker, cobraban formas tangibles en las exactitudes de la Técnica, en los adelantos e inventos que, esclavizando a voluntad las fuerzas ignotas y elementales del Cosmos, convertían al hombre moderno en un auténtico semidiós.

      Discutía con sus condiscípulos sobre esto un día y otro, machaconamente, sin que nadie lograra convencerlo de la inferioridad de su carrera escogida.

      Podía ser muy útil —en la Universidad Central nadie hablaba de belleza— la elocuencia, la literatura, la filosofía, la medicina misma; pero ninguna de una utilidad, de un practicismo como la ingeniería. Ningún placer —según Walker— como el experimentado por el hombre cuando, operando con fuerzas, con ritmos, con velocidades inaccesibles a la vista, al oído, a la misma imaginación, llegaba, al fin, por medio de inauditos cálculos, a domarlos, a armonizarlos, a conseguir de ellos, en su propio provecho, el máximo de rendimiento con el mínimo

      de esfuerzo.

      Y por experimentar una vez más la fugacidad de este momento de placer, Max Walker se entretenía en solicitar de sus profesores cálculos de terribles incógnitas que le mantenían en vela noches enteras, sintiendo un orgullo de semidiós cuando a la mañana siguiente, resueltos ya, entraba en clase con la frente altiva y la sonrisa del hombre superior en los labios.

      En la Universidad Central se le conocía por el apodo Max, el Empollón. Pero sus condiscípulos, muchachos doblemente jóvenes que rendían culto a lo «primero», a lo «mejor», a lo «más grande», no podían ocultar su admiración por este estudiante aventajado que, sin disputa alguna, era el «más listo» de la universidad. El obeso Howard Littlefield, el esmirriado Eddie Swanson, el apuesto y engominado Conrad Riesling, «sus íntimos» —como ellos pomposamente se llamaban— iban siempre, por pasillos y corredores, en sus excursiones y ejercicios gimnásticos, pendientes de la palabra de «este mago de la Técnica» —futuro Edison— oyéndole sin pestañear, como un oráculo sagrado.

      Solo Jackie Okfurt, el malhumorado y cejijunto Jackie —el más arisco e intratable de los «íntimos» y, por lo mismo, el más querido de Walker— osaba, de cuando en cuando, arremeter contra las teorías de este «dictador de la Técnica —según sus palabras—, que no pararía hasta hacer del hombre, de todos los hombres, una soberbia máquina perfectamente regulada y dirigida a capricho».

      Y Walker, antes de empezar una de aquellas peroratas que eran a modo de poemas técnicos de un corte puramente futurista, echaba siempre una mirada inquisitiva al rostro ligeramente burlón de Jackie, temiendo una de aquellas contestaciones rápidas y aceradas que dejaban chafados sus mejores poemas.

      5

      Eran estos los discípulos predilectos del sabio investigador Stanley Sampson Dixler, catedrático de la Universidad Central.

      Max Walker experimentaba todavía ahora, al recordar aquellas magníficas veladas en el tibio hall de la universidad, mientras fuera soplaban las tempestades de nieve y granizo tamborileando en los cristales, un inefable sentimiento nostálgico. ¡Aquellas tardes oscuras, ventosas, cerradas en agua —un agua insistente y pertinaz que convertía las pistas de deportes en sucios barrizales, imposibilitando todo juego al aire libre— en que aparecía en las galerías un ujier dando palmadas para imponer el silencio!

      —¿Los señores Max Walker y Jackie Okfurt?

      —Presentes.

      —El profesor Sampson Dixler les espera a ustedes en el hall.

      Era un pugilato científico en el que ambos contendientes —el ingeniero, el filósofo— lucían sus más brillantes armas de hábiles esgrimidores. El profesor Stanley, bondadoso y paternal, gozaba enredando en serias polémicas a estos dos enormes «imaginativos», vehementes y ruidosos que, a veces, sin su intervención, habrían terminado a cachetes como cuando en el campo de deportes se disputaban una pelota o un centímetro de tierra.


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