Mosko-Strom. Rosa Arciniega
contestas a esto, di? —preguntaba Max Walker al notar suspenso a su contrincante.
Silencio, y una nueva pregunta de Max.
—¿Qué contestas? ¿O es que no me oyes?
—No; me estaba oyendo a mí mismo —contestaba Jackie, dejándole desconcertado.
O bien:
—Estaba escuchando a la naturaleza —y se iba a uno de los balcones del hall para exaltarse como un niño con la contemplación de una fuerte granizada, que convertía por unos momentos el edificio de la Universidad en una enorme caldera amartillada a un tiempo mismo por todos sus costados.
Habían pasado ya desde entonces doce años; pero Walker no podía recordar todavía aquellas dulces veladas estudiantiles sin experimentar un dejo de nostalgia y melancolía. ¡No poder haber detenido el tiempo en aquellos años de la universidad!... Pero el tiempo, insensible a las dichas, a las desgracias o a los deseos de la Humanidad, seguía inflexiblemente, sin prisa y sin pausa, su ruta inexorable, y un buen día el viento del Destino les había soplado a cada uno en opuesta dirección. En la bifurcación de caminos, abierta ante la fachada de la Universidad Central, cada cual había tomado la ruta más breve y eficaz. La íntima vida en comunión quedaba deshecha para siempre.
Howard Littlefield, el Fatty de la pandilla de los «íntimos», quedaba convertido en un opulento banquero. El enfermizo, el «linfático» Eddie, cuya vocecita atiplada y dulce parecía la más apta para un cargo diplomático, se decidía por ser un gran capitán; gran capitán moderno de la Industria, con centenares y centenares de obreros a sus órdenes, con su estado mayor de ingenieros y altos empleados obedientes a esta vocecita atiplada y meliflua que transmitía órdenes por teléfono desde su despacho. Conrad Riesling, el atildado, el arbiter elegantiarum Conrad Riesling, optaba por vivir tranquilamente de las rentas de su padre, enfangándose en una vida de placeres y libertinaje «mientras llegaba la hora de casarse». El profesor Sampson Dixler, enfermo del corazón, se apartaba de sus fatigosas tareas universitarias para dedicarse reposadamente a sus altos estudios científicos.
Y Jackie Okfurt, el enigmático y misterioso Jackie, ¿qué sería de él? A oídos de Max Walker habían llegado vagas noticias de su vida desorientada y oscura, de su cambio de carrera por la de médico, de la miseria en que vivía, una miseria provocada por su indolencia y su indecisión ante todos los caminos que se le abrían; pero se había resistido a darlas fe. «Habladurías, sin duda, propaladas por algún envidioso de los antiguos “íntimos”, o apariencias tan solo de algún premeditado plan que se revelaría y revelaría a Jackie a su debido tiempo».
En cuanto a él, Max Walker se felicitaba de haber seguido invariablemente la trayectoria de vida emprendida desde su infancia: ingeniero, moderno capitán también, como Eddie, de un inmenso ejército industrial, obediente a sus órdenes; estado mayor, grandes oficinas, un amplio laboratorio de experimentación, y, sobre todo, fuera ya del círculo dantesco de la miseria y del trabajo manual; casado, sin ambiciones, casi, casi feliz...
Capítulo II
1
Le despertó el ronco aullido de una sirena vibrante que, simultáneamente, halló eco en ocho, en diez, en veinte sirenas más, diseminadas aquí y allá en toda la enorme explanada circundante.
La fatiga de toda la noche en vela y en pleno esfuerzo mental había acabado por vencerlo al fin, y el sueño, ese poderoso león de la fábula al que no se le puede escamotear su parte, cayó sobre él pesadamente, sin tiempo para rectificar una incómoda postura que ahora le valía un agudo dolor en la nuca.
Consultaba de nuevo su reloj para cerciorarse de que había dormido: «Las ocho». La hora de entrar al trabajo, según la estaban anunciando los prolongados pitidos de las sirenas aún vibrantes en lontananza. Y quiso reanudar el trabajo, apoderándose otra vez de los compases y cartabones caídos sobre la mesa.
Pero le fue imposible. Unido al agrio sabor pastoso que experimentaba en su boca, sentía una fuerte opresión en las sienes, algo así como si una argolla de acero le circundase la frente, estrechándose por momentos. Le zumbaban además los oídos; experimentaba agudos e intermitentes alfilerazos en los ojos.
Se levantó y, luego de dar unos paseos por su despacho y de estirarse varias veces para desentumecer piernas y brazos, se puso a mirar por los amplios ventanales del fondo.
La vista del maravilloso espectáculo acabó de disipar las últimas briznas del sueño, todavía adheridas a sus ojos, y de devolverle la confianza en sí mismo. Pegada la frente al cristal, cuya frescura le recordaba las caricias del agua, Max Walker se recreaba en la contemplación de aquellos hormigueros humanos, grises y uniformados, que se deslizaban en una y otra dirección, afluyendo a las puertas de los distintos talleres y naves para iniciar su trabajo. Veía un poco más allá, tras la pequeña tapia que separaba la factoría del amplio camino común, las interminables filas de automóviles, todos de la misma marca —la marca de la casa—, parados en perfecta alineación, ocupando el mínimo espacio, como un rebaño de monstruos inteligentemente domesticados, flamantes unos, deteriorados otros, runruneando todavía los de los obreros más retrasados, mientras buscaban un acomodo en las últimas hileras.
Iba a sonar la segunda señal, la del comienzo de la jornada, y los rezagados, apenas ahogado el motor, saltaban de los baquets, dejando abiertas las portezuelas, sorteando a pasos precipitados los zig-zags de aquel bosque mecánico, corriendo a incrustarse en su respectiva fila, en su celdilla exacta, para llegar a tiempo de acoplarse en aquella formidable rueda dentada que, de un momento a otro, iba a empezar a rodar.
Participaba Max Walker desde su alta atalaya de las inquietudes de estos obreros presurosos que, seguramente, en estos momentos no habrían perdido su atropellada carrera por saludar a un ser querido cruzado de improviso en su camino ante la inminencia de la segunda llamada. El espíritu matemático del ingeniero se revolvía contra estos «rezagados dormilones» que, por un minuto de retraso, amenazaban con entorpecer el funcionamiento normal del gran engranaje. «He aquí —pensaba Walker— la única máquina inexacta, el único motor que nunca funciona bien: el hombre. Esa y no otra es la causa de su malestar».
Y, acostumbrado a pensar en cálculos, el ingeniero director de las inmensas fábricas de automóviles y tractores r. e. t. —Rudolf Et Thompson—, instintivamente empezaba a esbozar en su pensamiento la teoría de si no podría reducirse a fórmulas exactas materia tan maleable y dúctil como la humana, en tanto que el acero, el hierro y todas las materias inorgánicas respondían tan a la perfección, se hacían tan obedientes a cálculos prefijados en los laboratorios.
Para él, todos los malestares sociales, todo el desconcierto actual, radicaban en la inexactitud, en el «desconcierto» precisamente en que los hombres se empeñaban en situarse. Y, bruscamente, sin gradaciones, se imaginaba a la Humanidad, tal como burlonamente se la presentaba Jackie Okfurt en los corredores de la Universidad Central, al modo de una formidable máquina perfectamente regulada y dirigida desde su despacho de trabajo; todos los hombres matemáticamente acoplados en su sitio exacto; dando matemáticamente un rendimiento previsto, descansando matemáticamente lo establecido por un ingeniero director...
2
La gran explanada circular era ahora —un minuto después de sonar el segundo toque de las sirenas— una nube de vapor, una trepidación de motores, un martillazo, un estruendo, un rugido. Temblaban los cristales de los despachos sacudidos por este violento vendaval mecánico, y el aire puro de la mañana se convertía por momentos, bajo los vómitos negruzcos y amarillentos de las chimeneas, bajo las explosiones de gas de los tractores, bajo las nubecillas de vapor escapadas de las válvulas, en una atmósfera opaca e irrespirable de cráter de volcán en ignición.
Max Walker, pegada todavía su frente al mirador, seguía con la vista, voluptuosamente satisfecho, este hervor de enjambre, de hormiguero en actividad; las evoluciones de este moderno ejército de la Industria, en que cada soldado conocía su obligación, ejecutándola matemáticamente a punto, con arreglo a un plan táctico preconcebido, sin estorbar a sus compañeros de guerrilla, sin preocuparse más que de su cometido, sin derrochar más energías que las previamente calculadas.