Mosko-Strom. Rosa Arciniega
Max Walker, aun desentendido ahora de su papel de ingeniero director, percibía desde su atalaya los más insignificantes fallones del enorme motor que jadeaba a sus pies; corregía, con leves movimientos de cabeza, las más mínimas equivocaciones; daba su asentimiento cuando la ejecución orquestal era unánime y perfecta.
Iba anotando deficiencias y errores para corregirlos después: «En aquel montón de chatarra, una de las grúas ha estado detenida un cuarto de minuto por no haber vagón disponible a punto. Es necesario poner una línea más». «Aquel tractor de arrastre se ha retrasado cuatro metros con arreglo a sus paralelos; ¿qué hace ese mecánico que no lo sustituye en seguida por otro?». «Supone una pérdida de tres o cuatro segundos cada vez que un mismo obrero lime y acople el ajuste de los chasis. En lo sucesivo, vendrán ya ajustados del taller...».
Se exaltaba hasta llegar a olvidarse de su propia fatiga, de su propio sueño, contemplando aquella máquina, la más formidable de todas —«máquina de construir máquinas», según una frase suya—, funcionando a la perfección, si se exceptuaban aquellos fallones, imperceptibles para un profano; viendo aquella «cadena», aquella correa de transmisión en perenne movimiento rotatorio, aquel chorro incesante que comenzaba allá, al otro extremo de las fundiciones, para venir a morir aquí, en esta explanada, convertido en centenares y centenares de automóviles, ya dispuestos y equipados.
Recordando ahora sus sueños de momentos antes, su ingreso y vida en la Universidad Central, gozaba Max Walker pensando en lo que diría Jackie, el escéptico y enigmático Jackie Okfurt, de poder presenciar desde esta ventana el magnífico espectáculo de un trabajo perfectamente racionalizado y dirigido con arreglo a un plan táctico confeccionado por él. ¡Lo que daría por tenerle aquí! De fijo no pondría ante esta realidad aquella cara ligeramente burlona con que acogía sus teorías sobre el Progreso y su hermana menor la Técnica, expuestas tantas veces en sus polémicas universitarias ante la sonrisa paternal del profesor Stanley.
Y se exaltaba, imaginando el gesto de asombro de su amigo ante esta increíble exactitud en que se desenvolvía el poderoso ejército burocrático y proletario que evolucionaba a sus órdenes. ¡Ah, la Técnica; esa maravillosa conquista de nuestro tiempo, destinada a resolver todos los problemas planteados al mundo por las exigencias económicas de las grandes aglomeraciones humanas! ¡La Técnica, esa formidable fuerza motriz, inexplotada casi hasta ahora, llamada a revolucionar el mundo de arriba a abajo, a libertar al hombre de la esclavitud de los trabajos rudimentarios para darle, con el mínimo esfuerzo, el máximo de comodidades y bienestar! Técnica, racionalización. Es decir, acoplamiento, ajuste, colectivización de voluntades y esfuerzos en uno solo; cada hombre en su puesto, en su sitio, cumpliendo exclusiva y matemáticamente su función, como las diversas piezas de una máquina, para conseguir un grandioso resultado. Técnica, racionalización. Es decir, eliminación del estéril esfuerzo desarticulado, la peligrosa anarquía individual, la inexactitud, el «desconcierto».
¡Ah, Jackie irónico y zumbón! Seguramente cambiaría ahora de parecer al palpar los resultados de una y otra teoría.
3
Un ruido de puertas abiertas, de pupitres cerrados con estrépito, de máquinas de escribir, que provenía de los despachos contiguos, hizo retirarse al ingeniero Max Walker de su atalaya de la ventana.
Eran los empleados de oficina, su estado mayor, que también empezaban su diaria jornada. Solo entonces se dio cuenta Max Walker de que todavía no se había lavado y aseado después de veinticuatro horas de trabajo continuo, trece de las cuales había invertido íntegras en la solución de aquel jeroglífico de líneas y números que se extendía sobre la mesa, sin conseguirlo. Allí estaba, para su desesperación, pinchado por sus cuatro costados con chinchetas, como una gran mariposa azul, aquel plano de nuevo motor, indomable, rebelde también a la exactitud y al cálculo, hermético y esquivo, como una amante que solo a fuerza de repetidas caricias y ruegos va descubriendo poco a poco sus virgíneas reconditeces.
Y Max Walker, encontrando exacta esta metáfora (que no era suya), hacía un recuento de las horas de porfía amorosa invertidas en la seducción de esta nueva querida irreductible; la noche entera pasada en vela junto a ella apurando las caricias de sus argumentos, hurgando aquí y allá, en todas las partes más sensibles de su organismo geométrico, sin conseguir la violación definitiva, sin llegar siquiera a vislumbrar sus ocultos secretos.
Sintió de pronto una rabia incontenible, una mezcla de odio y de desdén por esta arisca cortesana que, desde el papel, parecía querer humillarlo con sus negativas rotundas, y alargó la mano hasta el plano para rasgarlo en mil pedazos. «¡La gran ramera! No se reiría de él».
Pero se contuvo. No, no era este el camino indicado. Romper con ella después de las incesantes acometidas de la noche anterior era tanto como dar por perdidos todos sus esfuerzos, como confesarse vencido y fracasado en su estrategia de hábil conquistador, demostrar una carencia de voluntad impropia de su carácter. Volvería a buscarla otra noche, solo, en silencio, en esa hora propicia a las intimidades, al suave murmullo de las caricias; le iría poco a poco acorralando, estrechando cada vez más en torno suyo el acerado cerco de su insistencia; acabaría por dominarla, por vencerla, por hacerla suya... Y una mañana como esta, él, el ingeniero Max Walker, pálido y ojeroso, pero con el signo de la suprema felicidad en las pupilas, alta la frente y temblando todavía de emoción, se presentaría ante su estado mayor, ante la alta dirección financiera de la gran industria a comunicarle su secreto, el último secreto de la posesión definitiva.
4
Recogió y guardó en un cajón sus lápices y compases, los blocks y carpetas llenas de anotaciones y cálculos, y se dispuso a salir para tomar un baño. Le pesaba todavía un residuo de somnolencia en los párpados y experimentaba una cierta comezón general en todo el cuerpo.
Pero, al pasar por delante del teléfono del exterior, colocado a su derecha, recordó que no había llamado a su casa para explicar a su mujer la causa de no haber ido en toda la noche. Seguramente Isabel estaría intranquila; acaso, acaso asustada... Aunque, no; Walker creía recordar vagamente que, durante el almuerzo, ella le había hablado de una invitación para la noche en casa de una de sus innumerables amistades, con supercena y réveillon que, probablemente, se habría prolongado hasta el amanecer. Rendida del baile, Isabel se habría quedado profundamente dormida, sin reparar en su ausencia... De todos modos, se decidió a llamar:
—Allô, allô.
Era la doncella, una muchacha extranjera que, tras muchas tentativas —y a fuerza de dinero—, Walker había podido lograr para hacer las veces de criada, ama de llaves y cocinera, todo en una pieza, de una casa en la que solo de tarde en tarde se hacían un par de tazas de té al gas y en la que sus dueños permanecían escasamente el tiempo indispensable para dormir.
—Allô, allô —volvió a repetir la vocecita chillona y estridente.
—Soy yo. ¿La señorita?
—¡Ah, está durmiendo!
Dijo esta frase con tal desconsuelo cómico, puso en este «¡Ah!» una tal carga de admiración, que Walker, olvidado momentáneamente de su desazón corporal, no pudo menos que sonreír.
—¿Está durmiendo? —volvió a preguntar.
—Sí, y me dijo que no se la despertara.
—Ah, bien; déjela dormir entonces.
—Es que —prosiguió la voz estridente— llegó muy cansada, ¿sabe usted? Vino muy tarde y...
—Bien, bien.
Todavía continuaba la extranjera al otro lado del hilo telefónico sus complicadas explicaciones, armándose un triple lío gramatical, idiomático, sentimental; pero Max Walker colgó el receptor sin escucharla y salió al pasillo en dirección al baño.
A un lado y otro de este largo corredor se abrían, simétricamente iguales, los rectángulos de innumerables compartimentos que servían de oficinas, cada uno con un número encima de la puerta y separados entre sí por gruesos cristales esmerilados. El sol, un sol oblicuo de otoño, se filtraba por los amplios ventanales de esta ala del edificio