Historieta nacional. Alejo Valdearena

Historieta nacional - Alejo Valdearena


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a punto de sacar del horno le anunciaba la cena. Ella comía una porción y él se comía el resto mientras miraban un concurso de preguntas y respuestas en la televisión. De postre había helado, también casero, incluso en invierno. Cuando terminaba de cenar, se lavaba los dientes, se ponía el pijama y entraba en el gran final del domingo perfecto: una sesión de lectura en la cama, entre sábanas recién lavadas, para la que reservaba el material del Campeón.

      Hacía tiempo que sus historias no le daban las grandes emociones que le habían dado en el pasado, pero eso era secundario, igual que la calidad del arte. Quería al Campeón como a un amigo y lo único importante, a pesar de las quejas que le expresaba a su puestero, era pasar un rato con él todas las semanas. Verlo volar con esa gracia única que ya no dependía de los dibujantes; la misma gracia que lo había cautivado a los siete años.

      Nunca iba a olvidar el día en que lo había conocido. Estaba en la cama, con paperas, asqueado de aburrimiento porque ya había leído y releído todo lo que tenía a mano. La tía entró en la habitación con una revista recién comprada en el kiosco de diarios. «Mirá qué te traje», dijo.

      Cuando tuvo la revista en las manos, sintió que vibraba con energía propia. Ya desde la tapa era un objeto asombroso: el título, en letras con profundidad; el subtítulo alarmante; el logotipo de la editorial impreso en la esquina superior izquierda, como un sello misterioso. Y en el centro, el Campeón destruyendo un asteroide de un puñetazo, con la elegancia de un bailarín de ballet y la contundencia de un misil. Quedó fascinado por la combinación de rojo y azul del traje, por la musculatura, la mandíbula, el rulo sobre la frente; por el vuelo de la capa y la potencia de las líneas cinéticas.

      A partir del primer encuentro, el resto de los aspectos de su vida —la escuela, los juguetes, la televisión, incluso las golosinas y los helados— pasó a un segundo plano. Conseguir comics del Campeón se convirtió en lo primero; la lucha a la que le dedicaba toda su concentración y energía.

      El material que llegaba a General Green era poco e impredecible. De pronto, aparecía en los kioscos una edición mexicana o española. De pronto, desaparecía. A fuerza de revisar cada kiosco que se cruzaba desarrolló una capacidad sobrehumana para detectar el material; podía hacerlo de un solo vistazo, incluso en movimiento desde el colectivo. Odiaba el calor y la playa, pero esperaba con ansiedad las vacaciones porque las pasaban en un pueblo de la costa donde había dos casas de canje. Las casas de canje siempre tenían algo del Campeón. Además, también vendían comics de otros superhéroes y revistas de personajes autóctonos que compraba al final de las vacaciones cuando ya había consumido todo el material superheróico.

      Así fue armando una colección hecha de fragmentos, de saldos perdidos, hasta que su vida cambió para siempre cuando a los catorce años, gracias a un profesor de la secundaria apasionado por la numismática, se enteró de la existencia del mercado de coleccionistas. La tía le compró un diccionario Inglés–Español, para que pudiera leer las ediciones originales, y aprendió el idioma sin ayuda, buscando palabra por palabra, tardando horas en leer las veinticuatro páginas de un comic book.

      Desde esa época, seguía los títulos del Campeón a rajatabla. Nunca le había fallado, ni una sola vez. Había soportado tiempos duros, con dibujantes pésimos, con guionistas sin ideas, con editores infames. Eran casi treinta años de fidelidad los que estaban en juego, pero esta vez no podía darles el gusto a los sátrapas. El adjetivo «infames» les quedaba chico y el sustantivo «editores» les quedaba grande: eran apenas una runfla de comerciantes codiciosos sin ningún respeto por la investidura del personaje. No pensaba pagar para ver cómo destruían al Campeón.

      Reprimió el impulso de hojear la revista que tenía en las manos porque estaba delante del puestero al que le había avisado, con un mes de antelación, que ese número no le interesaba. Además ¿para qué se iba a ensuciar? La runfla de sátrapas se había ocupado de que todo el mundo supiera lo que iba a encontrar adentro de ese comic book: la muerte del mayor héroe de ficción de la Edad Contemporánea a manos de un bruto, en una pelea callejera. Un símbolo, construido a lo largo de medio siglo de historias, por cientos de artistas, puesto en función de un truco de mercachifles baratos. Estaba seguro de que varios cientos de miles —quizás hasta millones— de morbosos neófitos pagarían por ver ese horror. Pero él no pensaba hacerlo aunque el gesto fuera un grito en el desierto.

      Sin embargo, en su fuero íntimo, admitió que la tapa era conmovedora; la imagen de la capa desgarrada, enganchada en un palo, flameando sobre una montaña de escombros como una bandera a media asta; cuatro siluetas humanas observando desde el fondo, entre las que estaba la de la periodista, contraída en un gesto desconsolado.

      Al menos habían tenido la decencia de no mostrar el cadáver.

      —¿Todo bien? —le preguntó el puestero.

      —Esta no la quiero—dijo.

      Y estaba hecho.

      No se quedó a charlar sobre la actualidad de la industria porque la industria no tenía actualidad; estaba muerta y enterrada bajo la tapa del comic book que acababa de repudiar. ¿Cómo podían ser tan estúpidos los sátrapas? ¿No estudiaban historia? ¿No sabían acaso que el Campeón había puesto los cimientos del edificio monumental dentro del cual, en una confortable oficina, descansaban sus traseros? ¿Desconocían que ese edificio era una iglesia? ¿Cómo se atrevían a atentar con semejante nivel de grosería contra sus preceptos? ¿No sabían el significado de la palabra «invulnerable». Salió del mercado y atravesó el parque a paso rápido porque su voluntad podía quebrarse en cualquier momento; el hueco en la colección ya era una herida abierta que jamás iba a cicatrizar.

      Cuando bajó del tren en General Green, no recordaba el viaje; lo había pasado inmerso en un trance de furia, construyendo argumentos que demostraban claramente la profunda estupidez de los sátrapas. Caminó las seis cuadras hasta su casa bajo el sol del mediodía; llegó transpirado y agotado, deseando sentir el olor de las costillas de cerdo que la tía tiraba sobre la plancha apenas lo escuchaba entrar. Había veces, incluso, en que las tiraba unos minutos antes de su llegada, movida por un pálpito. En esos días, el aroma de la grasa de cerdo tostándose se podía percibir desde el exterior de la casa.

      No era uno de esos días. El olor no estaba cuando transpuso la puerta del cerco ni tampoco lo percibió en el porche embaldosado que resguardaba la puerta principal del caserón, antiguo y venido a menos.

      —Llegué —gritó desde el recibidor.

      Fue directo a la biblioteca y descargó el material nuevo sobre el escritorio donde apilaba lo que aún no había leído. El olor seguía sin aparecer y no se escuchaban los ruidos usuales: el crepitar de la grasa sobre la plancha y el de los cubiertos y los vasos chocando mientras la tía ponía la mesa.

      Caminó por el pasillo hasta la cocina; la plancha estaba en el fuego y las costillitas estaban crudas, apiladas en un plato puesto sobre la mesada, junto a media docena de huevos envuelta en papel de diario. Pensó que la tía había ido al baño mientras la plancha se calentaba. Lo siguiente era cambiar las zapatillas que llevaba puestas por las pantuflas. Pasó al pequeño distribuidor que separaba la cocina de los dormitorios y tropezó con uno de los zapatos que la tía usaba para ir a misa los domingos.

      Tardó en juntar fuerza para asomarse al interior del dormitorio matrimonial. La tía estaba tirada boca abajo sobre el parquet, a los pies de la cama. Sintió el calor del sangrado nasal anunciando el desmayo. Dio un par de pasos para acercarse a la tía pero se desmoronó al cruzar la puerta del dormitorio. Desde el suelo, estiró un brazo y logró tocar el pie que había perdido el zapato; incluso a través de la media de lycra que lo cubría pudo sentir la piel helada.

      Antes de perder el conocimiento, llegó a pensar que el domingo jamás volvería a ser perfecto y se sintió el sobrino más egoísta del mundo

      2

      Al empezar a sentir molestias en el pecho, la tía había preparado un plan de contención para su sobrino que, a sus treinta y cinco años de edad, nunca había cocinado ni lavado un plato, nunca se había hecho la cama, nunca había ido solo al médico y no había trabajado ni un solo día de su vida. La tía le había


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