Historieta nacional. Alejo Valdearena

Historieta nacional - Alejo Valdearena


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antiguo del Campeón. El material contemporáneo —incluido el actual— estaba en una estantería de madera de pino, de dos cuerpos, que tapaba una pared; como era la estantería con mayor entrada, René se veía obligado a mantener cierto espacio disponible, por eso, en un rincón de la habitación había una pila de cajas a la que trasladaba revistas periódicamente. En una tercera estantería de chapa, que la tía había conseguido regalada en el remate de cierre de un taller mecánico, se apretaban los demás superhéroes. Y el resto del material —el de la infancia, lo europeo y las publicaciones autóctonas que formaban parte de la colección— ocupaba una cuarta estantería, también de pino como la segunda pero con menor capacidad. En las del Campeón el orden era estrictamente cronológico y las demás seguían un orden alfabético en el que primaba el nombre de la serie. Más de la mitad del material estaba concienzudamente envuelto en plástico y eso había causado una gran impresión en Marta.

      —¿Sos ordenado, hermano? —insistió Ochoa porque el entrevistado no decía nada.

      —Sí —contestó René.

      Ochoa vio que hablando no llegarían a ninguna parte y decidió acelerar la entrevista. Se levantó de la silla, rodeó el escritorio y besó a Marta en la cabeza para despedirla.

      —Andá —dijo—. Después hablamos.

      La mujer miró a René y le agarró una mano.

      —Portate bien —rogó.

      Salió rápido del cuarto para no dar derecho a réplica.

      René se quedó tieso en la silla, con la vista fija en un paquete de cigarrillos que había sobre el escritorio.

      Ochoa agarró los cigarrillos.

      —Vení, hermano —dijo—. Seguime.

      Cruzaron el playón y recorrieron una galería cubierta por la que se accedía al patio central del edificio. René caminaba un par de metros detrás de su entrevistador, cuidándose mucho de mantener estable esa distancia. Del patio pasaron al interior de la planta baja y anduvieron por un pasillo largo, flanqueado por despachos idénticos, que desembocaba en la parte posterior del hall de entrada. La actividad ya era intensa a esa hora de la mañana; la gente entraba y salía, se amontonaba frente a los ascensores y hacía cola delante del mostrador de información. El entrevistador fue directo hacia las escaleras. René pensó que ahora sí iba a llevarlo a uno de los despachos de los pisos altos, pero el hombre en vez de subir, bajó.

      En el primer subsuelo estaba la dependencia de Tráfico, desbordada de contribuyentes que esperaban turno para ser atendidos. Ochoa se abrió camino pidiendo permiso y siguió bajando. René lo perdió de vista y por apurar el paso pisó a una señora mayor, calzada con sandalias, que aulló de dolor y lo insultó. El siguiente tramo de escalera estaba oscuro y lo bajó aferrándose con fuerza a la baranda.

      En el segundo subsuelo, Ochoa lo esperaba pitando un cigarrillo.

      —Vení —le dijo.

      El chofer se acercó a una puerta metálica y la empujó. Los goznes chirriaron como si llevaran un siglo sin moverse y René pensó que estaba entrando al Infierno. Del otro lado, la oscuridad era casi total. Se quedó en el umbral mientras Ochoa se acercaba a una caja eléctrica para encender las luces.

      Enseguida comenzaron a titilar los tubos fluorescentes instalados en el techo y bajo esa luz como de tormenta René descubrió la dimensión abrumadora del lugar. Tenía delante un escritorio enterrado bajo una montaña de papeles, con estribaciones que se extendían por el suelo. Detrás del escritorio se levantaba una línea de estanterías monumentales; eran muros de pulpa altos hasta el techo, que parecían a punto de derrumbarse. Incluso de lejos y con poca luz se veía que los papeles estaban embutidos de cualquier manera.

      —Hay que ordenar esto, hermano —dijo Ochoa—. Empezás mañana y la semana que viene sale el nombramiento.

      3

      El director anterior del Archivo General se había jubilado hacía más de un año, pero como no se había notificado oficialmente que la dependencia quedaba vacía, los municipales seguían bajando papeles. Cuando no veían al viejito de siempre pensaban que había ido al baño o que ese día estaba enfermo y abandonaban la carga; necesitaban sacar esos documentos de sus oficinas para hacerle lugar a los nuevos, que no paraban de llegar. Así, según le comentó a René la chica de información, la única persona del edificio que se enteró de su nombramiento, se había formado la montaña bajo la que estaba su escritorio. Empezó por desenterrarlo, con un pañuelo sobre la nariz y armado con el plumero que usaba para combatir el polvo en la biblioteca.

      Había papeles sueltos, biblioratos, carpetas, cuadernos y fardos amarillentos atados con hilo sisal. Fue apilando contra la pared el material que retiraba, después de sacarle el polvo, siguiendo un mero orden formal: los biblioratos con los biblioratos, las carpetas con las carpetas, los fardos con los fardos y las pilas de papeles sueltos con las pilas de papeles sueltos, escalonadas para que no se mezclasen. Esa tarea ocupó toda su primera mañana de trabajo, y después de comerse unos fideos que Fina le había preparado, dedicó la tarde a ir un poco más allá de la forma. Revisó las inscripciones que había en las tapas y pudo identificar ciertos temas que se repetían: «catastro», «memoria», «licitación», «ordenanza». Trabajó con esas palabras, pero había mucho contenedor sin rotular, así que tuvo que bucear más profundo. Abrió las carpetas y los biblioratos; buscó fechas, sellos, más palabras clave: «demanda», «disposición», «habilitación», «sesión», «transporte». Fue formando pilas cada vez más específicas.

      Una vez desenterrado el escritorio, revisó los cajones. En el primero encontró un peine de bolsillo y un tarro de fijador a medio usar. En el segundo había gomas elásticas, una caja de ganchos de abrochadora y dos lapiceras de plástico con la tinta seca. En el tercer cajón había una carpeta color rosa pálido en cuya tapa alguien había escrito «Relación», en prolija manuscrita.

      Estudió el contenido de la carpeta que resultó ser una descripción detallada de lo que había en el archivo, estante por estante. Pero la numeración de las páginas daba saltos y, de vez en cuando, aparecían misteriosos dibujos infantiles en los márgenes. Se acercó al comienzo de la primera estantería, la más cercana al escritorio, para ver si lo anotado coincidía con la realidad. Eligió al azar algunos ítems de la lista y los buscó. No encontró ninguno. Repitió la prueba tres veces y obtuvo el mismo resultado. Concluyó que la única forma seria de proceder era empezar de cero y construir su propio orden.

      Esa noche cayó agotado en la cama después de cenar con Marta. Fue la primera, desde la muerte de la tía, en la que no se despertó de madrugada con la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño; la durmió de punta a punta.

      Cuando sonó el despertador se levantó dolorido. El esfuerzo físico que había hecho en el primer día de trabajo no tenía parangón en su historia; le escocían todas las coyunturas, apenas podía mover los brazos. Pero su mente estaba más despierta y ágil que nunca; empezó de inmediato a trabajar en el curso de acción del segundo día, que sería el primero del relevamiento total del material del archivo. Su plan era revisar documento por documento y darle a cada uno una nueva ubicación que respetara los ejes cronológico, temático y alfabético. Mientras se lavaba los dientes, calculó que tardaría un par de años en alcanzar esa meta, quizás hasta tres, pero no le importó; se tomaría el tiempo que hiciera falta.

      Para su total asombro, las mujeres le habían conseguido un trabajo estimulante. El caos era su enemigo natural y jamás lo había visto tan bien representado como en el archivo municipal. Desayunó un café con leche que se preparó él mismo y tostadas hechas con pan que había comprado la tarde anterior. Después se vistió con la camisa y el pantalón que Marta le había dejado y llamó a la remisería para que le mandaran un coche. Llegó a la municipalidad cinco minutos antes de las ocho, su hora de entrada.

      Una lo vio bañarse por voluntad propia; la otra se lo encontró friendo huevos. Del trabajo no hablaba mucho, pero ya iba para tres meses cumpliendo todos los días. Fina y Marta atribuyeron el milagro a la difunta y relajaron las guardias, que se volvieron


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