Historieta nacional. Alejo Valdearena

Historieta nacional - Alejo Valdearena


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iban a pagarle? Era un atropello, un escándalo. Caminó hasta el frente del edificio y subió masticando furia las escalinatas de mármol de la entrada. El hall se había llenado de grupos de municipales que charlaban en voz baja, como si de verdad estuvieran en un velorio. En uno de los grupos estaba la chica de información, que era la única persona de la municipalidad con la que René tenía un contacto diario, aunque mínimo; ella lo saludaba todas las mañanas usando su nombre de pila y él le contestaba con una inclinación imperceptible de la cabeza.

      La acechó hasta que se separó del grupo y pudo abordarla.

      —Señorita, ¿usted sabe algo de los cheques?

      Rosalía hablaba con todos los municipales que pasaban por el hall y además era ahijada de la secretaria personal del intendente; no solo manejaba datos recopilados en la planta baja, también tenía acceso a información reservada para los pisos superiores. Sabía todo de todos, menos del director del archivo, que jamás soltaba prenda.

      —Sí, algo sé —dijo —. Se acercó a René y bajó el tono como para contarle un secreto, aunque ya había compartido la información con casi todos los municipales—. Los cheques están —dijo—, pero llamó el gerente de la sucursal y avisó que no tiene autorización para pagarlos. Parece que de pronto la casa central se puso quisquillosa y quiere auditarnos antes de largar un solo peso más. ¿Sabés lo que pueden tardar en hacer una auditoría de las cuentas del municipio entero? ¡Meses, René! ¡Meses!

      Rosalía estaba exaltada por la oportunidad de tener a mano al municipal más esquivo; se acercó más a él y bajó más el tono.

      —Es el hijo de puta del gobernador —dijo— le quiere cortar las alas al jefe porque empieza a hacerle sombra.

      René se abstuvo de preguntar cómo podía pasar algo así teniendo en cuenta que, hasta donde él sabía, el intendente y el gobernador eran del mismo partido político. ¿O habían dejado de serlo? Como no miraba noticieros y cuando se cruzaba con un diario solo leía las tiras de la última página, desconocía por completo la actualidad y los intríngulis de la política le resultaban lejanos, misteriosos y sobre todo repugnantes. «Le roban a la gente», decía la tía cada vez que se enojaba porque aumentaban los servicios o se cortaba la luz. Era todo lo que hasta ese momento había necesitado saber sobre el tema.

      Reunidos en una asamblea en la que René no participó, los municipales votaron de forma unánime por la propuesta de iniciar un ciclo de cese de tareas, de una hora parada por dos trabajadas, para darle visibilidad al conflicto. En las horas paradas, muchos salían a fumar sobre las escalinatas de entrada y tardó poco en formarse un coro estable que cantaba canciones de cancha con la letra adaptada al reclamo. Todas las canciones señalaban al gobernador como culpable de la crisis que vivía el municipio y encontraban la manera de hacer una rima soez con su apellido. Al día siguiente de haber sido creado, el coro ya tenía un bombo.

      ¿De verdad les parecía una buena estrategia someter al prójimo a una sesión infinita de percusión grosera? ¿La empatía de quién esperaban conquistar con ese tormento? La chica de información parecía ser la líder del coro de revoltosos; cantaba encaramada sobre uno de los leones de piedra que flanqueaban la base de las escalinatas, de cara a los demás, como si estuviera dirigiéndolos. Cada mañana, René se acercaba a ella para preguntarle si había novedades. Y siempre las había, pero nunca podía entenderlas. Los partes de la chica estaban tan llenos de jerga política y sobreentendidos que, cuanto más se esforzaba en seguirlos, más crípticos se volvían; se veía obligado a interrumpir con preguntas y cada pregunta abría un nuevo hilo de explicación, lleno de jerga y sobreentendidos. Sacaba en limpio que el intendente iba perdiendo y eso no le parecía una mala noticia, a pesar del tono ominoso que usaba la chica para contarlo. ¿O a él no le daba lo mismo qué villano ganase? Lo importante era que la pelea terminara cuanto antes.

      Con los nervios que estaba pasando, le fue imposible controlarse con la comida. En menos de dos semanas, se quedó sin los productos que hacían tolerable la ansiedad: salchichas, hamburguesas, fiambres, maní, aceitunas, papas fritas industriales, galletas dulces, alfajores. La única alegría que se llevaba a la boca eran los vasos de gaseosa que Bili le invitaba todos los mediodías en la comiquería. El librero le ofreció una línea de crédito de emergencia, y aunque René detestaba contraer deudas, no tuvo más remedio que aceptar. No podía vivir comiendo arroz blanco y sin comics.

      ¿Eran tan crueles los villanos como para matar a la gente de inanición? Tenía más miedo del hambre que de la muerte; el reposo final era deseable si imaginaba el vórtice de un hambre de varios días. Sabía que no tenía chance de conservar la dignidad, que un hambre así podía hacer con él lo que quisiera, incluso convertirlo en uno de los monstruos que de noche revisaban la basura. Se imaginaba desatando un nudo y recibiendo como un golpe en la nariz el olor nauseabundo de la yerba mate podrida que nunca faltaba en las bolsas del barrio. Se imaginaba metiendo la mano, rebuscando, palpando las texturas asquerosas de los diferentes desechos. Pero no podía imaginarse llevándose algo a la boca.

      Miraba todas las noches el informativo de las nueve rogando que le diera una buena noticia. ¿Cómo podía verlo la gente? Era un catálogo de horrores y calamidades: asesinatos, violaciones, inundaciones, incendios, motines carcelarios, calles cortadas por neumáticos en llamas, masas furiosas marchando, batallas entre la policía montada y sujetos a pie, con la cara tapada, entre nubes de gas lacrimógeno. El conflicto municipal de General Green había aparecido apenas unos pocos minutos durante los primeros días. ¿Acaso no era noticiable la flagrante injusticia a la que estaba siendo sometido? ¿No merecía cobertura periodística el sufrimiento de la gente honesta que solo quiere hacer su trabajo? ¿A los periodistas solo les importaban los ladrones y los criminales?

      La noche que el noticiero volvió a hablar de General Green estaba cenando fideos blancos, con un chorro de aceite de girasol y una pizca de sal. El conductor recordó la obra de entubamiento de uno de los dos arroyos contaminados del municipio, hecha años atrás, y luego presentó un segmento de video, en blanco y negro, con la inconfundible textura granulada de las cámaras ocultas. Dos hombres cenaban en el reservado de un restaurante de lujo mientras un ojo de pez los tomaba en plano picado. La voz en off del conductor del noticiero explicó que eran el intendente de General Green y el contratista que había entubado el arroyo; también dijo que el encuentro había tenido lugar dos semanas antes de que la obra fuera adjudicada. Al contrario de la imagen, el sonido de la grabación era nítido y permitía apreciar lo segura, profesional y didáctica que sonaba la voz del intendente mientras describía sin eufemismos la forma en que sería manipulado el proceso de licitación.

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