Historieta nacional. Alejo Valdearena

Historieta nacional - Alejo Valdearena


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era un iniciado de su nivel pero sabía lo suficiente de comics para ganarse su respeto. No tardó demasiado en establecer la costumbre de pasar todos los días por la librería, aprovechando la hora muerta del almuerzo. Salía de la municipalidad a las doce en punto, llevando una vianda cocinada la noche anterior, y comía con Bili mientras charlaban sobre personajes, sagas y artistas del pasado.

      Como seguía más series que nunca, pronto la colección desbordó la biblioteca y lo obligó a llevar a cabo una gestión doméstica de alta complejidad, que iba mucho más allá de hacer las compras, cocinar o pagar impuestos vencidos. Tomó medidas en la sala del piano, dibujó un croquis de la estantería que necesitaba, para no dar lugar a malentendidos, y fue a la carpintería del barrio a encargarla. Siempre era un problema comunicarse con los comerciantes o prestadores de servicios, que en general no recibían con entusiasmo sus consideraciones. Milagrosamente, el carpintero aceptó ceñirse al croquis sin discutir, y un par de semanas más tarde, la estantería, tal cual la había imaginado, perfumaba la sala del piano con olor a madera recién cortada. Ese aroma maravilloso, que subrayaba el éxito absoluto de la gestión, hizo que se sintiera dueño de su destino, como jamás se había sentido.

      Decidió celebrar la inauguración de la nueva estantería regalándose unas costillitas de cerdo con puré de manzana, el único plato del recetario de la tía que todavía no se había atrevido a preparar.

      CINCO AÑOS

      MÁS TARDE...

      4

      Las remiserías empezaron a extenderse por el territorio de General Green como si fueran hongos y abrió una en la Galería Primavera. Los remiseros se pasaban el día tomando mate y fumando delante del local. René odiaba tener que atravesar su nube de humo asqueroso todos los mediodías; la peste del tabaco lo hacía extrañar el olor a orina del pasado. Para colmo, uno de los remiseros empezó a frecuentar Valhalla Comics. Primero se lo encontraba charlando en la puerta con Bili y cuando quiso acordar estaba adentro, participando del almuerzo. Si el librero lo había invitado, no se había tomado el trabajo de consultar antes con él. El remisero se llamaba Horacio y el coche que manejaba estaba en un estado de conservación peligrosísimo, probablemente ilegal. Lo descubrió el día que tuvo que dejarse llevar a su casa en esa navaja con ruedas, por una razón de fuerza mayor: no había más coches y necesitaba llegar con urgencia a su baño.

      No soportaba a Horacio; sus chistes, sus risotadas, su costumbre de comer parado, caminando dentro de la comiquería; todo lo que hacía lo ponía nervioso. Era un castigo escucharlo hablar de su personaje favorito, un exagente de inteligencia que usaba armas de fuego y tenía por símbolo una calavera. Se mordía la lengua para no decirle que solo un imbécil podía elegir a un triste pistolero como ese teniendo a su disposición a todo un Olimpo de semidioses. El uso de la pólvora, a su entender, dibujaba una clara línea roja que separaba a los superhéroes de los matones. Lo peor era que el remisero, a pesar de no haber leído casi nada, no se quedaba callado cuando hablaban de otros comics. Opinaba hasta del Campeón, con un desparpajo que lo sacaba de sus casillas.

      —Es que no da para más el personaje —dijo un mediodía.

      René había cometido un error estúpido: le había dado pie; no había podido aguantarse las ganas de quejarse de la nueva fechoría de los sátrapas, que volvían a las andadas. Sí, no les había bastado con matarlo y resucitarlo con pelo largo, traje y poderes diferentes. Tampoco se habían quedado tranquilos después de casarlo con la periodista, rompiendo una dinámica de pareja que había funcionado a la perfección durante más de medio siglo. Otra vez buscaban el golpe de efecto, el titular del millón de ejemplares. El pelado había ganado las elecciones; era el nuevo líder del Mundo Libre. Salían otra vez a buscar el dinero fácil de los legos y traicionaban al fan verdadero, que prefería las buenas historias a los trucos baratos. Esta vez, al menos, la peor parte le había tocado al archienemigo, degradado de supervillano a político. Solo un atajo de imbéciles podía pensar que la política era un terreno fértil para los comics de superhéroes. ¿Dónde veían las posibilidades para la acción y la épica?

      —Da para mucho más el personaje —dijo sin levantar la vista del tupper que tenía sobre las piernas.

      ¿O de verdad había que explicarle al remisero que los arquetipos universales en altísimo grado de pureza como el Campeón se agotan solo cuando se agotan los seres humanos?

      —Es que es un negocio —se metió Bili—. Hay que vender ejemplares.

      ¿Qué quería decir el librero con eso? ¿De qué lado estaba? René se sintió traicionado por segunda vez en poco tiempo. En los últimos meses Bili había empezado a vender manga, incumpliendo el juramento de no hacerlo que había repetido en voz alta, sin que nadie lo obligase, infinidad de veces en infinidad de charlas. Por culpa del manga Vahalla Comics se había llenado de alumnos de los colegios secundarios de la zona; incluso entraban grupos de niñas, bañadas en perfumes empalagosos, siempre mascando chicle y hablando a los gritos.

      —Los ejemplares también se pueden vender con buenas historias —dijo.

      —¿Cómo cuáles? —preguntó Horacio—. Contate una.

      Tenía decenas de ideas para grandes historias pero no pensaba caer en la trampa. Sabía que Horacio solo quería hacerlo hablar para tomarle el pelo; las puyas irónicas eran otra especialidad del remisero, más molesta incluso que sus estúpidas opiniones.

      —No puedo —dijo—. Tengo que volver al trabajo.

      Aunque no había terminado de comer, cerró el tupper, envolvió los cubiertos en una servilleta de papel y metió todo en una bolsa con el logo de la comiquería.

      —No te enojes —dijo Horacio—. Era por charlar...

      —Pará —lo frenó Bili—, llegó material.

      El librero entró en el depósito y volvió con dos comic books que metió en una bolsa nueva, René pagó con su último billete grande, con la tranquilidad de que al día siguiente era cinco de mes, fecha de cobro en la municipalidad. Gastaba la mitad de su sueldo en Valhalla Comics, ¿era justo que tuviera que aguantar los desplantes de un advenedizo como Horacio al que nunca había visto sacar la billetera?

      Por alguna razón que desconocía la plaza se había llenado de campamentos de protesta. Las zonas de césped estaban ocupadas por carpas y, de eucalipto a eucalipto, colgaban carteles con reclamos de docentes, estudiantes, personal sanitario, jubilados, desocupados y vecinos hartos de vivir sin cloacas. El comportamiento de esa fauna le parecía misterioso; siempre habían risas, criaturas jugando, partidas de cartas y nunca faltaba alguien tocando la guitarra. ¿No se suponía que estaban enojados?

      Bajó del colectivo y rodeó la plaza por las veredas de enfrente para evitar el contacto con los acampados, como hacía todos los días. Tesorería, la dependencia encargada de pagar los sueldos, tenía su propia entrada, sobre un lateral de la municipalidad. Era normal que hubiera un grupo de gente charlando en la puerta; los días de cobro también eran días de encuentro porque todos los municipales tenían amigos o familiares en dependencias que usualmente no visitaban. Lo que no era normal era el gesto de consternación que se repetía en las caras. Pensó que alguien había muerto —un barrendero, una secretaria, un inspector— y los demás se veían obligados a fingir que les importaba. No era su caso; no sentía la necesidad de mostrarse apenado por la muerte de una persona desconocida y prefería no saber los detalles del deceso.

      Pasó entre la gente sin mirar a nadie y entró en la dependencia.

      —No están los cheques —le dijo la administrativa que lo atendía todos los meses.

      A esa altura ya estaba acostumbrado a la desconsideración de su empleador; no solo había ignorado sus notas reclamando más estanterías, también había hecho oídos sordos a las que solicitaban el reemplazo de los muchos tubos fluorescentes quemados que había en el archivo. ¿Cuántos años llevaban así? Más que él en el cargo. Pero incluso teniendo en cuenta esa eternidad de desidia, que no estuvieran los cheques era una nueva categoría de desconsideración alcanzada por el municipio, una totalmente inadmisible.


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