Historieta nacional. Alejo Valdearena

Historieta nacional - Alejo Valdearena


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dolores. Después, la tía había confeccionado una lista de instrucciones que René no había querido escuchar, pero que ella de todas maneras le había repetido varias veces. «Tenés que tranquilizarte. Respirar hondo. Ir con calma a la mesita del teléfono y buscar en la efe de la agenda el número de Fina. Si no está Fina, buscás a Marta en la eme, y si no está Marta, llamás a la parroquia y pedís por el padre.»

      Las mujeres llegaron juntas, media hora después del llamado y entre las dos levantaron a la tía; la pusieron sobre la cama y la taparon con una sábana. René observó la operación desde el distribuidor, de reojo porque no podía soportar mirar de frente.

      —¿Tenés hambre? —le preguntó Marta, cuando volvieron a la cocina— ¿Te hago las costillas?

      René se ofendió y fue a encerrarse en la biblioteca. Habían pasado casi tres horas desde el choripán de la estación terminal, tenía mucha hambre. Pero era una vergüenza intolerable tenerla. ¿Cómo podía sentir algo distinto a la tristeza con la tía convertida en un cuerpo frío y rígido que debía ser manipulado entre dos personas? No podía imaginarse el día siguiente. No podía imaginarse el resto de su vida. ¿Quién iba a lavar la ropa? ¿Quién iba a comprar los víveres? ¿Quién iba a cocinar? ¿Quién le iba a poner el termómetro cuando tuviera fiebre? ¿Con quién iba a mirar la telenovela de las ocho? ¿Cómo iba a vivir sin la tía? Deploraba el pensamiento mágico y las supersticiones, pero no podía dejar de preguntarse si la muerte de la tía y la del Campeón estaban relacionadas. ¿No era una casualidad demasiado grande? ¿Y si al negarse a comprar el comic book infame había alterado el devenir natural de las cosas y el resultado era la destrucción de su vida tal como la conocía hasta ese momento?

      Sacó de una estantería su primera revista del Campeón; la guardaba envuelta en un folio de plástico, sellado con cinta adhesiva. El olor del papel viejo, los colores aplacados por el tiempo, la tipografía de máquina, el dibujo clásico y la simpleza refrescante del argumento siempre habían logrado calmarlo. No funcionó. No podía sacarse de la cabeza la imagen de la tía con la pollera subida, mostrando el comienzo de las medias, la cabeza ladeada y un mechón de pelo metido en la boca, mientras las mujeres la levantaban como si fuera un muñeco destartalado. ¿Podría olvidar alguna vez esos detalles horribles? ¿Podría vivir recordándolos? Siguió leyendo material de la infancia, mecánicamente, sin concentrarse, mientras la casa se iba llenando de ruidos y voces.

      Fina y Marta atendieron al médico que pasó a firmar el certificado, consiguieron el cajón a través del cura, prepararon a la difunta y compraron flores e ingredientes para cocinar seis docenas de empanadas. Calculaban que el velorio iba a ser concurrido porque su amiga conocía a toda la feligresía y había vivido más de cuarenta años en el mismo barrio. Organizaron una colecta para pagar los gastos, aunque la fallecida les había mostrado la lata de especias en la que ocultaba sus ahorros y les había rogado que los usaran. Cada tanto, tocaban la puerta de la biblioteca, le preguntaban a René si necesitaba algo y lo invitaban a salir.

      René rechazó todas las invitaciones; ni siquiera salió cuando le dijeron que la tía ya estaba lista para recibir a la gente, en la sala del piano. Quería verla pero no así; quería verla leyendo el diario, amasando ñoquis o barriendo el porche.

      Su plan era quedarse en la biblioteca para siempre. Pero apenas cayó la noche, el olor de las empanadas que las mujeres horneaban se propagó por toda la casa y quebró su voluntad. Salió al pasillo, avergonzado, procurando no mirar hacia la sala del piano desde la que llegaban voces, mucho menos tristes de lo que consideraba obligatorio y decente.

      —Sentate, dale —le dijo Marta cuando lo vio entrar en la cocina.

      Se comió siete empanadas, tomó un litro de gaseosa que la tía había comprado esa misma mañana y volvió a la biblioteca sin decir una palabra. Se sentó en el orejero para seguir leyendo, pero la modorra de la ingesta sumada al cansancio del día largo y espantoso le ganaron; se quedó dormido durante un instante y la revista se le cayó de las manos. No tuvo fuerzas para levantarla. Volvió a cerrar los ojos y se dejó caer en el sueño, agradecido de poder escaparse al menos por un rato de la pesadilla en que se había convertido su vida.

      —René.

      De pronto Fina estaba a su lado.

      —¿Por qué no vas a la cama, querido?

      —No —contestó, por reflejo, pero anheló profundamente su cama.

      Fina caminó hasta la puerta del cuarto y antes de salir volvió a mirarlo.

      —¿Querés estar un ratito con ella? Ahora no hay nadie.

      Claro que quería estar con ella. Quería estar para siempre con ella. Pero el problema era que ella estaba muerta, adentro de una caja de madera.

      Negó, moviendo apenas la cabeza.

      —Como prefieras, querido.

      Durmió el resto de la noche en el orejero, despertando a cada rato, acongojado pero sin poder llorar, aceptando la incomodidad de dormir sentado como el flagelo que se merecía por no acompañar a la tía.

      Apenas empezó a entrar luz por la ventana, comenzaron a escucharse ruidos en la cocina y la biblioteca se llenó de olor a café y pan tostado. Se moría de hambre, pero esperó a que las mujeres fueran a buscarlo para salir a desayunar.

      Las tostadas eran demasiado gruesas y el café con leche no se parecía en nada al de la tía, a pesar de estar hecho con el mismo café y la misma leche.

      —En un rato salimos para el cementerio —anunció Marta.

      —¿Te busco ropa, querido? —preguntó Fina.

      —No voy a ir —dijo.

      Estaba enojado: con la tía por haberse muerto, con las mujeres por insistir en someterlo a ese ritual macabro al que no le encontraba ningún sentido y, sobre todo, consigo mismo por seguir vivo, por no haberse muerto de tristeza en el mismo instante en que había encontrado a la tía tirada sobre el parquet del dormitorio.

      —Querido —dijo Fina—… Tenés que despedirte, es lo mejor.

      —No voy a ir —repitió.

      Después de desayunar, se encerró de nuevo en la biblioteca y le dio llave a la puerta. Retomó la lectura mientras la casa se volvía a llenar con los ruidos y las voces de la gente que llegaba para armar el cortejo. Reconoció algunas voces: la del almacenero, cascada por el tabaco que no paraba de fumar ni para cortar fiambre, y la de la vecina de enfrente, aguda, exasperante, que conocía a la perfección porque la mujer se había pasado la vida charlando con la tía, a los gritos, desde el otro lado de la calle. Dejó de leer los globos porque no podía concentrarse en las palabras pero no paró de pasar páginas; siguió el ritmo de las viñetas, metiéndose cada vez más adentro de ese mundo de colores planos y expresiones exageradas, esforzándose por quedarse a vivir ahí.

      Golpearon la puerta.

      —Querido… —sonó la voz de Fina—. Hay que salir.

      No contestó.

      —A ella le hubiera gustado que la acompañases, querido —sonó la voz de Marta.

      ¿Quién se creía que era esa mujer para hablar en nombre de la tía?

      —Pensá que está con Dios en un lugar hermoso —dijo Fina.

      —Cállense —gritó—. ¡Basta!

      Siguió negándose a salir hasta que las mujeres se rindieron. Las voces y los ruidos se fueron apagando y la casa quedó en silencio.

      Cuando salió de la biblioteca, pensando que ya no quedaba nadie, se encontró con el marido de Fina, que se había quedado de guardia.

      —Mi más sentido pésame, muchacho —le dijo el hombre.

      La frase resquebrajó el dique de espanto, negación y enojo que René había construido y el llanto empezó a brotar a chorros por sus lagrimales como si fuera un personaje de historieta japonesa, la única del mundo entero que no le interesaba.

      Como


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