Sobre hielo. Peter Kurzeck

Sobre hielo - Peter Kurzeck


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      Primero la de abajo a la derecha. Me tocaba a las tres de la tarde, y cuando me fui, ya había oscurecido. ¿Desde cuándo está oscuro? Abajo a la derecha, fuera muela del juicio. Escupir sangre por toda la acera. Me siento mal. ¡Deberías cantar! (¡Una frase de mi libro anterior!) Escupir la sangre y cantar, o al menos como un órgano, una sirena de niebla, una sirena que se ha extraviado y no encuentra el camino, un barco anuncio. Al menos como un lobo, un lobo solitario, una y otra vez. Perdido a lo largo de la acera, con un único aullido en la boca. Nieve al borde, silencio y nieve en los rincones. En HL están a punto de cerrar. Febrero. Restos de nieve. Una media luna de plata en diagonal, y en medio del dolor de pronto desaparece mi noción del tiempo. Como si llevara ya una eternidad, como si estuviera desde siempre en la Bockenheimer Warte. Hace frío, es de noche, un tranvía muy iluminado pasa y allí adelante, en el cruce, las luces brillan como estrellas. Escupir sangre, caminar, caminar conmigo y en realidad un lobo. Mi antiguo camino a casa. No hacía ni tres semanas que me había ido. Aún tenía mi llave. Lo mejor es que te acostumbres a llamar a la puerta como una visita. Y luego un rostro. Aguantar en la boca la sangre escaleras arriba, cuatro pisos. Carina que me sale al encuentro en pijama, una pijama con mariquitas. Me quedé hasta que Carina se acostó. Me senté en la calidez de un sillón y fumé, traté de fumar, y bebí té tibio con leche. Carina duerme. Qué bien me conoce el sillón. El aturdimiento cedía y el dolor empezaba a llamar a la puerta, firme y fiable. Prefieres quedarte aquí, me dice Sibylle, ¡quédate a pasar la noche! Pareces agotado. Todavía no eran ni las nueve. Qué a gusto me habría pasado el resto de mi vida, o al menos los próximos dos años, allí, en la casa, como ahora. Lo mejor era seguir a salvo allí sentado con el dolor y con el dolor en la boca, y decir: ¡Y ahora, a la cama! Una única y larga velada y todo el tiempo va hacia las nueve. Desde que había dejado de beber, la anestesia siempre me sentaba mal. Como si me diera asco. El teléfono. En el silencio. Casi como antes suena el teléfono. Mi amigo Jürgen. Desde el Café Elba. Está allí con Edelgard. Se separaron desde hace siete años, pero ahora está sentado con ella en el Café Elba. Primero había sido un café heladería, luego un sitio de pizzas para llevar. Y ahora, poco a poco, empieza a convertirse en un auténtico restaurante italiano, un italiano de Frankfurt. Sólo ahora, en invierno. Estamos sentados aquí y hablamos de nosotros y de ti y del mundo, dice él. ¡Y ella no quiere, no quiere entenderme! Ya sabes cómo es. ¡Dice que yo no la entiendo! Desde que nos conocemos. Pronto hará diecisiete años. Tú también la conoces casi desde la misma época, dice él. ¡Ven! He estado en el dentista, dije yo. La dentista que tú conoces. La muela del juicio inferior derecha, fuera. Toda la boca llena de sangre. La boca entera una única herida. No puedo. Como mucho por el camino, de regreso a casa. Cinco minutos. Sí, dice, no hace falta que te des prisa. Vamos a quedarnos un rato. Nos quedaremos aquí sentados mirando hacia la puerta, hasta que vengas. Miraremos la puerta cada vez que venga alguien, dice. Así que hasta ahora. Hasta ahora. Un rato más aquí, sentir a mi alrededor el calor y a Carina y su sueño, su respiración tranquila mientras duerme en el cuarto de al lado, bajo la noche proyectada en el techo. ¡Quisiera no haber dicho de regreso a casa! Según el reloj, pasan exactamente cinco minutos y luego otros cinco minutos. Pañuelos de papel de Sibylle. Inconsolable de todos modos. Muchos pañuelos de papel. Luego, dejo atrás mi vida aquí en el calor y me pongo en camino como un lobo.

      Inferior izquierda. Diez días después. Una suplente, pero me saluda como si me conociera. Como una pariente lejana de la dentista. Empezamos a las dos y media, y a las seis aún no se atisba el final. Tampoco puede detenerse porque entretanto ha destrozado trabajosamente la muela hasta los cimientos. ¿Dónde se apoya ahora? Sólo queda la raíz. Dos ayudantes. Voy a orinar a menudo pasando por en medio de ellas. En cada ocasión tienen que incorporar el suspirante sillón, sacar todas las manos y todos los aparatos de mi boca y dejarme el camino libre. Un armisticio. Las lámparas zumban, la clínica da vueltas en mi cabeza. Luego, adelante con la carnicería. Hasta entrada la tarde. Sólo ella y yo y las dos auxiliares más experimentadas, todos los demás se han ido a casa. Otra vez los rayos X. Qué fuerte es la raíz, cómo se ha atrincherado bajo tierra. Al final van a tener que serrar el hueso. Otra serie de inyecciones de anestesia, y tuve que volver a orinar. Con la dignidad de una estatua beoda. Con la cabeza pesada, una dignidad pétrea. ¿Se va con o sin babero? Ver temblar a la dentista. Por primera vez se me ocurrió que quizá sus fuerzas no alcanzaran, ¿y entonces? Había estado mirando, desde una lejanía interior trabajosamente conseguida (como de algún otro), cómo oscurecía detrás de las costosas persianas de aluminio automáticas ajustables a distancia. Yo había pensado que sólo había venido a las dos y media para enjuagarme varias veces la boca y descansar un poco en el sillón de dentista y ordenar mis ideas. ¿Y si no es ninguna suplente? ¿Es ella misma, con un peinado nuevo y un poco cambiada? Mi amigo Manfred me dijo en una ocasión: Cuando seas paciente de un dentista tienes que darle de antemano una buena sensación para que no se sienta inseguro. Para que tenga una buena sensación como dentista. Sabía que tenía que desprenderme un solo instante de mí y de la raíz en mi cabeza, pero ¿cómo? Mi marido también es dentista, dice ella. Viene enseguida. Si no hay otro remedio, tendremos que cortar. Luego su marido. Todavía con el abrigo puesto. Contempla las radiografías. Parece un guardabosques. Más bien un guardabosques de una película alemana antigua. Por fin, ella vuelve a intentarlo o hace como que lo intenta, y la raíz sale. ¿Qué tal estoy? ¿Quiero que llame un taxi? Mi vieja chaqueta. Los analgésicos, las citas para el posoperatorio. ¿Será ella la que me atienda entonces? ¡Qué más da! Digo que sí y que no y que no a un taxi. Me reconozco, con esfuerzo, en el dolor y en mi vieja chaqueta. La cabeza vacía. Realmente no podía hablar. Luego, solo rumbo a casa con luna llena. El HL ya ha cerrado. Caminar, con un poco de viento y el mundo en contra. De un lado para otro, siguiendo mi camino como borracho. Detenerme, agarrarme. Lo mejor es seguir arrastrándome. A cuatro patas. Con rastro de sangre y piel de lobo, jadeante. A lo largo de la calzada y en el semáforo, como visión extraña en el cruce. Como sombra. Bajo la luna. De pronto muy seguro de que esta situación no tiene derecho a formar parte de mi vida. Ni la sangre ni el abismo de dolor en mi boca, ni la tarde de hoy y la forma en que estoy caminando. Ni tampoco el cuarto trastero, la separación, las últimas semanas y no saber si mi hija ya está dormida. Pero no yo, ¿siempre yo? Eso no puede ser, te dices. Sangre en la boca. ¡Cómo me late el corazón! Lo único que parece correcto es lo de la luna: no hay nada en contra de la luna. Luego, a seguir trastabillando de poste a poste.

      En la Jordanstraβe, llamar a la puerta de mi antigua casa (me mudé hace tres semanas) y volver a aguantar la sangre en la boca mientras subo las escaleras. Carina ya está esperando. Jirafas y cerezas en la pijama. ¿Cómo será cuando crezca? KD al teléfono, grita Sibylle. Llevo ya tres horas intentando localizarte. ¿Qué tal ha ido? Increíble, dije, y a Carina, deprisa, ¡buenas noches! La verdad es que no podía hablar. No me senté. De hacerlo, no habría podido volver a levantarme. Pañuelos. El suelo se tambalea. ¿Quieres quedarte aquí?, pregunta ella, por lo menos a pasar la noche, pero yo ya me voy. Dos calles más allá, el cuarto trastero. En una casa ajena. En el pasillo, estaba a punto de voltear cuando la dueña de la casa, Mali, salió de su despacho con una nota. ¡Ha llamado KD Wolff! Sí, dije, mi editor. Ella parecía saber quién era. Debo devolver la llamada enseguida. Mejor mañana. He pasado seis horas en el dentista. Todo mañana. La verdad es que no podía hablar. En el cuarto trastero, como sombra, enciendo la lámpara. Cordones, me quito los zapatos. ¿Mi sentido del equilibrio? Ya no está. ¡Me caigo! Un animal se agazapa cuando está enfermo. A los pies del piano el colchón, como llevado por la marea. El libro, mi vida, el cuarto trastero, el día de hoy, y el hecho de que ya no me queda mucho tiempo en el cuarto trastero, todo eso tiene que esperar hasta mañana. Por suerte el dolor es lo bastante fuerte, te dices. Agudo, un dolor superior. Y por tanto un aplazamiento. Me quito el jersey con cuidado. Me abro la camisa. La máquina de escribir, mi manuscrito encima de la mesa y el dolor insuperable en mi boca, un abismo de dolor. Un animal se agazapa cuando está enfermo. Pero luego al teléfono. KD Wolff. Sólo para decir que mañana. ¡Hoy ya no! Estamos hablando de la editorial, dice él. Mi amigo Rudolf Schönwandt está aquí. Si vienes ahora te dirá quiénes son los publicistas y cómo ponerte en contacto con ellos. Seis horas en el dentista, dije yo, seis y media. Tengo la boca llena de sangre. La boca entera es una herida. Literalmente las mismas frases en los dientes frontales, pero sólo en ese momento me doy cuenta de lo que significan. Mejor mañana, en otra ocasión.


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