Sobre hielo. Peter Kurzeck
solamente una multitud que camina como con anteojeras. Siempre en rectángulos, en ángulo recto las filas. Y, como prisionera de un crucigrama, la gente entre los puestos. Un orden y un personal de orden y de limpieza. Un frío gélido y un día luminoso. Más frío a cada minuto. Mi día más frío en Frankfurt. Para Carina, el día más frío de su vida. No lleva guantes, o no quiere ponérselos, ¡porque lleva su carterita en la mano! ¡Con las dos manos! ¡Más de cuatro marcos de dinero propio! ¿De dónde ha sacado ese dinero? ¿Por qué no está Sibylle con nosotros, para que podamos preguntarle? Ahora estoy aquí con ella, con Carina. Y ella con la carterita entre la multitud. De todos modos no hay juguetes, apenas hay niños, ¿dónde están los peluches? Todos los comerciantes parecen verdaderos comerciantes y no, como antes había entre ellos, numerosos bebedores, perdedores y encontradores, expertos en trastos, buscadores de tesoros, locos, coleccionistas, frikies, campesinos y cazadores de campesinos, rateros felices, rateros ocasionales, liquidadores de patrimonios, retornados, inmigrantes, deudos y quien pronto empezará una nueva vida, otra persona. ¡Emigrar! Y quien tiene algo que quizá puede necesitar alguien. Y quien necesita urgentemente ocho marcos o nueve o diez u ochenta. Y los niños con sus tesoros. Cuentas de cristal, canicas, piedras preciosas, libros ilustrados, reinos, la isla del tesoro, Lego, Babar y, baratísimo, un puzzle de leones de mil cuatrocientas ochenta y cuatro piezas que se pueden contar (el número concuerda, pero tiene que haber alguna equivocada, de otro puzzle, ¿cómo reconocerla y dónde estará ahora la correcta, que a su vez es errónea donde esté?). Niños con mansos peluches, ¿dónde están los niños? Lo que más le importa a Carina son los peluches. Ya desde que tenía dos años, desde el verano anterior a cumplir dos años. Y mirar a los niños que hacen aquí sus cosas sin sus padres. ¿Cómo son tan grandes, y cómo se han librado de sus padres? ¿Cómo lo han hecho? Pero, esta vez, apenas hay niños y casi no hay peluches. Teníamos que abrirnos paso en todas partes. ¿Para qué sirve un orden con el que no sabes si debes ir primero a un sitio o a otro? ¿Me falta esta fila, o es la tercera vez que paso por ella y gimo? Y arrastra los pies y empieza a cojear de hastío. Teníamos que abrirnos paso, Carina y yo, para estar seguros de que no nos habíamos saltado nada. Me pide que le explique los precios. Lo mejor es hacer una conversión que le sirva de comparación. Tantos o cuántos chicles, panecillos, plátanos, un pequeño bloc de notas, una tableta de chocolate, veinte sobres, un sello para una carta, ¡un sello así puede ser muy importante! Dos manzanas. Dos manzanas rojas, dos verdes, un helado de dos bolas, un litro de leche. ¿De dónde ha sacado el dinero, y los ademanes que lo acompañan? Se compra un perrito de peluche. Marrón, un peluche. Dos marcos. A una niña rubia. De ocho años. Con flequillo y un hueco entre los dientes. Me llamo Anke. Ahorro para comprarme unos patines nuevos. Y a un hombre malhumorado que apenas nos mira, porque está especializado en accesorios de modelismo de ferrocarriles y fraude fiscal, le compramos por un marco cincuenta un animal descolorido del que decidimos que es una llama. Muñecas no, no quiere. Y tampoco una alcancía de cerdito de porcelana. Su propio dinero. Y lo que sobra se lo queda en su carterita. Un teckel de largos cabellos y una corneja de ojos brillantes, pero ambos vivos e invendibles. El teckel va con una pareja de personas mayores. La corneja va sola y tiene prisa. Hace un frío gélido, y el día es luminoso. Estridente el sol invernal, y alrededor de nosotros la gente con pálidos y encarnizados rostros invernales. Los ojos irritados. Como atacados por algún tipo de locura, o como si todos llevaran enfermos mucho tiempo. Ahora, por fin, Carina se deja mover a irnos. Con la cabeza vuelta hacia atrás y una idea fija, que hay algo que no ha visto. ¡Es posible que haya algo que no haya visto! Confía muchísimo en sí misma, pero sólo después de cerciorarse varias veces. (¿Hay niños con peluches? ¿Filas enteras, que no hemos encontrado? ¿Entradas secretas? ¿Empieza el verano allí detrás?). Se ha guardado la carterita. Pero ahora lleva el perro y la llama: ¡tienen que acostumbrarse! Tiene las manos moradas como bolas de hielo.
Llegamos a la Affentorplatz. En una ocasión, después de Navidad, Sibylle y yo nos desocupábamos. Los días son tan silenciosos y oscuros que a mediodía ya hay que encender la luz. ¿No suena la calefacción como si ya no pudiera más? ¡Hay que escuchar el interior, el interior! A Sachsenhausen, dice Sibylle, tan tontamente, con tanta nostalgia, que se me hace un nudo en la garganta. Me duele la garganta de nostalgia. Ah, ¿no podríamos ir a comer a Sachsenhausen? ¡Sólo una vez, por excepción! Contar el dinero. Atraer a Carina y acariciarla y adornarla con muchos nombres y ponerle toda la ropa cálida que tenemos para ella. Eso tiene que haber sido hace dos, tres años, aún era tan pequeña. Y en tranvía. Pasando por el Rossmarkt y el iluminado hotel Frankfurter Hof. El tranvía está vacío. Va despacio. No hay casi nadie en la ciudad. Faltan uno o dos días para Nochevieja, y quizá además sea domingo. En la Gartenstraβe, en un gran silencio, pasamos a pie delante de la casa en la que Sibylle vivió de niña durante unos años. Como pan duro con el que las mujeres hacen pan rallado, así son desde siempre estos últimos días de diciembre.2 Carina dormida en el cochecito. Las cuatro de la tarde y ya ha oscurecido. Solamente fantasmas aislados. Demasiado tarde para comer y demasiado pronto para cenar. De todos modos, vamos de puerta en puerta leyendo las cartas de arriba abajo, y también sus precios. Y explicarle a Sibylle y a mí qué son las tarjetas de crédito y por qué nunca tuvimos una. Pero son prácticas. ¿Y si hubiéramos reservado por teléfono una mesa en el Frankfurter Hof para toda la tarde, una habitación, una doble con baño, una suite, una palabra que tú sólo conoces por los libros, y que no sabes cómo se pronuncia en realidad? Lo mejor es que la deletrees: una S-u-i-t-e con Nochevieja incorporada, es decir hasta la mañana de Año Nuevo, un año entero. Años y años de antemano. Da igual lo que cueste. Si hubiéramos tenido lugares duraderos, un lugar, tiempo, presente, vida, derecho a la existencia, un lugar en el tiempo, como reserva para dos adultos y una niña. ¡Tome nota de la reserva! Y enseguida: ¡Pagado! ¡Apúntelo! La niña duerme. Estamos en la Affentorplatz. El dinero contado. Tres veces ya el dinero contado. Como encerrados aquí afuera. El día se ha quedado junto a nosotros. Nos mira receloso. En la Affentorplatz, y no saber adónde ir. ¿Por qué se llama Affentorplatz? Tiene que haber sido en diciembre de 1980, calculas. Carina tenía un año. Yo había dejado de beber. Trabajaba media jornada en una tienda de antigüedades. Escribía por las noches. Mi segundo libro. Cuando ya no me quedaba día, seguía escribiendo en la cabeza. Precisamente ahí tuvo que haber sido que a veces empezara, a modo de ensayo, a imaginar que quizá terminara siendo un libro. En vez de matarme. Y ahora aquí, en medio del frío. El libro existe. Carina ya es mayor, pronto tendrá cuatro años y medio. Carterita. Memoria. Palabras propias. Una persona autónoma. En medio del frío. Los ojos llenos de viento, parpadeando a la chillona luz invernal. Mediodía del sábado. El penúltimo fin de semana de febrero. En la Affentorplatz. Caminar y caminar hasta la Schifferstraβe. A cada paso más frío. Entonces nos encontramos un café que hace esquina. Palmcafé. Tiene que ser nuevo. Y, en el último minuto antes de congelarnos, entramos al café, ella y yo, al calor.
Está lleno. Todo nuevo, como si acabaran de abrir hace tres días. Gente joven y amable. ¿Hermanos? ¿Una relación triangular equilibrada con un puesto de trabajo en común? Casi como si nos conociéramos, así de amables. Sólo hay una mesa libre. Acaba de quedar libre. Exactamente la mesa que hubiéramos elegido Carina y yo. En medio del café, un pequeño surtidor iluminado, hacia el que ella irá en seguida. Cuando dejemos mi chaqueta, su anorak, su gorra y su chal en una silla libre, el sobrecargado perchero se desplomará delante de nuestros ojos. Y le calentaré las manos con mis dos manos. Chocolate caliente para los dos. Con nata. Enseguida, el miedo existencial se apodera con fuerza de mí. Sin dinero, sin casa, los zapatos pronto perforados. Sin nombre, sin ingresos y todavía con los papeles en desorden. ¡Siempre! ¡Pueden elegir un trozo de tarta del mostrador! (¿No suena como un encantamiento?) ¿El perro se llama quizá Peluche? ¡No! Un perro tan serio y pensativo, un perro enteramente filosófico, no puede llamarse simplemente Peluche. ¿Y la llama? Una llama tan descolorida y lamentable. Ha pasado semanas enferma y hambrienta bajo la lluvia. Y la han olvidado una y otra vez dentro de la lavadora. ¡Dios mío, ni siquiera tiene ojos! ¡La llama tiene ojos! Dice mi hija, y bracea en el aire con las manos. Eso significa que no hay que volver a tocar nunca ese tema. Ahora va hasta la fuente con los animales. Luego nos traen la tarta. ¿Y Sibylle dónde está? Me doy cuenta de cómo le cuento el café y el día. ¿Dónde estás? ¿A dónde va el tiempo con nosotros? Carina regresa de la fuente.