Sobre hielo. Peter Kurzeck

Sobre hielo - Peter Kurzeck


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buenas noches de Sibylle ya a las cinco y media, y ¿dónde está ahora? ¡No te olvides de la comida! ¿Qué vamos a comer? ¿Qué hemos comido? De acuerdo, el puré de patatas con instrucciones y foto en color. Y, con la emoción, nos hemos olvidado por completo de comernos las salchichitas de Frankfurt. Hemos tenido que tomarlas luego, como un segundo plato retrasado. Con rábano picante, mostaza y sorpresa. Tres clases de mostaza. Con las manos. Muchas palabras en la boca. Siempre sabes más tarde que durante una vida, un año, un día, una noche, estuviste cubierto, a salvo, seguro. Otra vez el teléfono. Anne, que trabajaba conmigo en la tienda de antigüedades. Que si hoy sábado, pregunta. Ha intentado encontrarme en el cuarto trastero. En realidad, le debo el cuarto trastero. ¿No queremos ir a comer con ella, Carina y yo? Vive en la Friedberger Landstraβe. Incluso si nos ponemos en camino enseguida, para cuando lleguemos a su casa ya será la hora de irse a la cama para Carina. ¿Preguntar a Anne si quiere venir ella a nuestra casa? Pero eso sólo se me ocurrió después. (¡De niña nunca era capaz de dejar de hablar!) Enseguida, un cuenco con manzanilla. Todas las lámparas encendidas, las puertas abiertas. Ahora la casa entera huele a manzanilla, a prados en junio y senderos rurales. Y a eterno verano al borde del camino. Nuestra última noche. Quizá sea realmente la última noche con Carina aquí, en esta casa, te dices, ¿por qué el tiempo corre tan deprisa? ¿A dónde va? Y te das cuenta de cómo la casa parece empezar a temblar. Mi hija. Una infancia. ¿Volver enseguida al teléfono y preguntar a Anne si estará en casa mañana? Claro, dice. Solamente sale cuando no hay más remedio. Y menos los domingos. ¿Mañana no es domingo? ¡Hasta mañana, entonces! Y mi amigo Jürgen también está localizable. Desde que no bebía, todo parecía caer aún más sobre mí. Siempre la propia vida, te dices, nunca has aprendido a despedirte. Sibylle volverá de Giessen. Vendrá. ¿Mi chaqueta? ¿Dónde está mi chaqueta? Mi vieja chaqueta de ante, de mayo del 68. He compartido durante nueve años la chaqueta con ella. Agarras tu chaqueta y te vas de casa. Mañana por la tarde, pues. Quizá al atardecer. Y no olvides los cigarrillos. Tenía que decírmelo todo, repetírmelo todo, para poder soportarlo. De todos modos, los domingos son el peor día. Los domingos, todo es peor.

      Sábado por la tarde, hacia las seis y media. La casa se adentra en la noche con nosotros. De visita en mi propia casa. Última vez. Carina juega con los animales. En las paredes, los libros. Demasiados para una vida ordenada. (¿No habrá sido la llama una mala compra?) Enseguida, el agua para el baño y tomarnos tiempo. Meterla en la cama, meterla en la cama durante horas, y sólo cuando ella duerma la casa empezará a temblar. Me quedan dieciocho marcos, dieciocho marcos setenta y cuatro en el mundo entero. Pero el café era inevitable, y el viaje de vuelta en tranvía también. Sábado por la tarde, el penúltimo fin de semana de febrero. Un año bisiesto. Fuera, helada. Otra vez con ella a la ventana. ¿Seguirá estando todo ante la ventana? El tiempo no se queda allí. Pronto volverá a haber unas fresas silvestres tan ricas, y nos sentaremos en una montaña a mediodía. En la hierba, en el musgo, al sol. La boca llena de fresas silvestres, las manos llenas de fresas silvestres, y el mundo ante nosotros tan luminoso. Otra vez el tiempo se encamina al verano. Se adentra en el verano. ¡Con frecuencia! Fue este sábado cuando Carina y yo decidimos que tenía que volver a ser verano. Primero primavera, luego verano. ¡El verano lo cura todo! Y queremos hacer un viaje juntos, ella y yo. ¡Ya veremos adónde! Ya veremos. En su carterita aún queda dinero, se la llevará al verano. Hemos viajado muchas veces con ella, hemos pasado dos largos veranos con ella en el sur. En verano, siempre se convierte en una gitanita. Otra vez el verano, y las vacaciones, y pronto tendrás cinco años. Y la tos ha desaparecido, lo oyes en su respiración. Cuando duerme, con el manuscrito y mi bloc de notas encima de la mesa. Aún no tiene título. Y le falta mucho para estar acabado, al libro. Y de todas maneras, mientras no esté acabado no puede pasarte nada, ¿o será precisamente este libro y me matará? Otro verano, y seguimos en el mundo. Y el mundo con nosotros, sigue. A la mesa, adentrarse en la noche. Noche e invierno. Mi manuscrito, el bloc de notas. Sentarse y escribir. Crecerá. Pero, ¿cómo has podido asumir tan fácilmente que iba a estar cada día contigo y a tu alrededor y presente, como el tiempo? De visita en mi propia casa. La casa tiembla.

      4

      Salgo de la casa de la Jordanstraβe, y la puerta se cierra detrás de mí. La casa con el cuarto trastero en la Robert Mayer Straβe está sólo dos manzanas más allá. Apenas cinco minutos de puerta a puerta. Pero siempre era como si por el camino tuviera que cruzar puertas secretas, secretas entradas, cuevas, barrancos, corredores, límites inseguros, territorios fronterizos inexplorados, el silencio, pasados, olvido y uno o dos Hades. La mayoría de las veces, por la tarde. Hablar con las piedras por el camino. Conmigo, con el día, con las circunstancias, con Sibylle y con Carina. Leer el tiempo en las piedras. La oscuridad vespertina de los viejos bloques de alquiler, como ruinas en la penumbra. Como en mi infancia las calles en ruinas y los campos de escombros de la posguerra. También un olor a sótano e incendio como ese. Y el cielo un turbio espejo, una mirada omnipresente. ¿Quizá perdida ya de niño y, apenas vuelves a reconocerte, vuelve a estar? Delante de mí, el camino desciende suavemente. Viejo asfalto y losas de piedra. Y como si las aceras y calzadas pudieran perder el equilibrio delante de mí al instante siguiente y caerse por el borde. O empezar a arrastrarse. Cada camino a casa una tormenta de nieve. La tarde junto a mí. Mis siete años en Frankfurt junto a mí. La Schlossstraβe a veces un desierto, un pedregal, una acumulación de piedras solitarias y luego una corriente arrolladora que hay que cruzar. Por suerte nunca he sido arrollado. En cuanto estoy solo, ¡deprisa! Si no, siempre más bien despacio, la mayor parte del tiempo despacio y perdido en pensamientos, y el mundo saliendo a mi encuentro y pasando a través de mí. Años, décadas. ¿Y ahora? Quizá pueda seguir despacio si alguien va despacio a mi lado, Carina. Solo y deprisa. Hacia la tarde, hacia la noche. Al final del camino, al borde del día, al extremo la casa con el cuarto trastero. Sin vistas, con las ventanas vacías. Como pintada, como un rostro sin nariz. Y detrás, ya más allá del borde, cruces, semáforos, un puente del ferrocarril, un sombrío paso subterráneo. El tren, el metro rápido elevado, la central del gas y los almacenes y calles con fábricas, detrás de la Estación del Oeste. A la última luz, a la penumbra, espejos vacíos que se alzan hacia el cielo... ¿quién los ha puesto ahí? ¿Cuándo? Y la noche pesada como balas de tela. ¡Para ahogarse! Las noches como barreras y cuevas y almacenes. Muros, placas de latón, paneles, cristal opaco. Barracones de chapa ondulada. Sombríos y viejos cobertizos, que esperan como futuras noches. Y, adensadas con capas de alquitrán y cartón, las tinieblas de esas noches. Fábricas, hogueras, un fuelle, guerra, la Primera, la Segunda Guerra Mundial, rampas de carga y trenes. Pero también los años pasados y las puestas de sol usadas y oxidadas de todos esos años en las cuevas y almacenes y cobertizos. Apiladas y conservadas, pagadas y anotadas y olvidadas. Y al otro lado del horizonte. Allí también el tiempo almacenado y sumergido. Al otro lado del horizonte la llanura del Rin y el cielo todavía claro, un mar de cielo crepuscular. Luego Francia, el Atlántico y el crepúsculo en el Nuevo Mundo.


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