Sobre hielo. Peter Kurzeck

Sobre hielo - Peter Kurzeck


Скачать книгу
en el cuarto piso. Cruzar deprisa la calle. La acera delante de la casa. Una escalerita. Llamar, el zumbador de que se abre la puerta. Entrar en la casa y subir la escalera y ella que sale a mi encuentro como una voz clara y un acelerado y pequeño alboroto. Por hoy ya estoy casi a salvo.

      A finales de noviembre la separación, y desde entonces vuelvo en mis pensamientos, una y otra vez, a ese día: un nuevo cómputo del tiempo expresamente hecho para la catástrofe. ¿Y adónde? La casa de la Jordanstraβe ha sido todos estos años una vivienda de dos habitaciones. La cocina es una cocina americana con tragaluz, y delante del tragaluz la torre de la televisión se alza hacia el cielo. Una de las habitaciones para dormir, y en la otra hemos vivido todos los días. Días y años. La mesa del comedor, Carina, los libros, mi lugar para escribir, la guitarra de Sibylle, los juguetes de Carina, las comidas, el sillón, las almohadas y cojines y nosotros, que entramos y salimos, nosotros y el tiempo. ¿No viene de visita ninguna visita? Como un barco, como un castillo, una pradera, un mercado, así es una habitación. Como imaginada, como un escenario giratorio. El viejo tocadiscos al que hay que dar un pequeño empujón (con impulso, pero tampoco demasiado fuerte, con un ligero impulso, así, ¡eso es!), y un espacio para bailar para Sibylle. Incluso una mesa luminosa que le permita trabajar para la editorial también en casa, también entretanto y fuera de horas. Desde hace días y años todo al mismo tiempo y junto con y entremezclado y los años y los días como un solo y largo día y una sola y larga noche en mi memoria. De momento en esta habitación ahora mi sueño y las conversaciones conmigo. ¿Soy yo? Un nuevo cómputo del tiempo. Y yo, ¿cómo voy a llamarme? Incluso si hubiera tenido dinero, no habría sabido encontrar una casa el primer día. Solo un invierno de lluvia y después un invierno de nieve. Acelerados los días. Escribía, traía a Carina a la guardería, seguía escribiendo en la cabeza mientras caminaba. Mi tercer libro. Daba vueltas y estaba desconcertado. Primero los días tan acelerados, y luego el tiempo otra vez detenido. Un interrogatorio conmigo mismo. ¿Y adónde? Nunca en mi vida he encontrado una casa para mí solo. Si hubiera tenido dinero, habría ido a un hotel. Hay muchos hoteles en mi cabeza, pero en París, en Marsella, en Estambul. E incluso con dinero no habría podido salir de viaje, porque está Carina y tengo que verla todos los días. De ser posible dos veces al día, para que no nos perdamos de vista. Para no tener que abolir demasiado tiempo las palabras que tenemos el uno para el otro. Para que no se nos pierda nada, y tampoco nosotros. Caminar y caminar y, de pronto, como si me viera partir en la lejanía. ¿Quizá desde ahora tendré que caminar siempre así de rápido? Detrás de mí, y también para que el mundo siga en marcha, y se siga moviendo.

      ¿Y adónde? En una ocasión, entrada la tarde, pasando de largo con rapidez ante la Bockenheimer Warte. Rápido antes del crepúsculo, el crepúsculo ya pegado a mí. Rápido, sólo rápido, ¡y mi vida aleteando detrás de mí! ¿Y quién viene por ahí? ¡Pero si es Anne! Tan rápido y ya ha pasado de largo, de manera que tuvo que llamarme y hacerme señas. Y me detuve, como si no estuviera seguro de ser realmente yo: ¿yo? Luego con ella a la esquina, los tranvías chirrian a nuestro alrededor. Lleva un abrigo de piel en tonos dorados. Dice: ¡Ahora tiene que tomar un café conmigo! ¡Ya no nos vemos nunca! Primero tengo que ir un momento al banco, en la Leipziger Straβe, va a cerrar. Pero si es jueves, ¿no? ¡Da igual qué día sea! El abrigo de piel se lo ha prestado una amiga. Para todo el invierno. Estuve a punto de decir: ¡No tengo tiempo!, pero fui con ella. Junto al abrigo de piel. Ella en el banco, yo, solo a la entrada. Aún no son las cuatro, y ya empieza a oscurecer. El aire está denso y gris. Un diciembre alemán. Los dos habíamos trabajado en la misma tienda de antigüedades, yo por las mañanas, ella por las tardes. Tres años. Todos los días, cuando ella llegaba y yo empezaba a irme, seguíamos un rato y nos contábamos nuestro día. El trabajo pagado más cómodo que he tenido. Y además muy cerca. En la Kiesstraβe. Por las mañanas, ir a la sede central en la Warte a recoger el cambio y el correo y, por el camino, comprar para mí y para la jornada y las preocupaciones un croissant y un rollito de manzana. ¡Siempre en camino hacia mí mismo! Tampoco entonces tenía chaqueta, sólo la vieja... o sea, casi no era una chaqueta, pero tenía ordenada mi vida. Familia, trabajo de media jornada, horas de trabajo fijas, una casa, demasiado pequeña, entrar y salir. Mi vieja chaqueta de ante de mayo del 68. Vieja y también quebradiza ya. Abrir la tienda y dejar entrar, en mi propio y sagrado orden, las cajas que hay a la puerta y el día. Luego, simplemente, revolver, saludar, cobrar. No, no tenemos bolsas. Como clientes, los raros y locos de los libros de todo Frankfurt y todos sus alrededores. Media jornada, cuatro horas y ni siquiera hay que poner cara de tienda. Ni siquiera había que hacer como si se tuviera trabajo todo el tiempo. Una nueva caja registradora eléctrica. Incluso sabía cómo había que acomodar los rollos de papel en esa caja registradora. No, gracias, no, no damos bolsas. La mayoría de mis clientes llevaban consigo sus propias bolsas de libros, toda clase de bolsas de libros. Ni siquiera había que envolverlos. La sede principal no estaba muy lejos, pero tampoco demasiado cerca. Un trabajo tan cómodo, ¿cómo aguantar en él? Sibylle y Carina me visitan en su camino a la guardería. Hubiera podido hablar por teléfono durante horas. De mi croissant diario y mi rollito de manzana, el primer trozo es siempre para Carina. ¡Puede darle un mordisco! ¡Tiene que hacerlo! Siempre tengo palabras e imágenes listas para ella. Y ella lleva canicas, plumas de pájaro y piedras, que deja aquí en la tienda para mí. Sibylle de libro en libro. Carina en todas las escaleras. ¿Esos son ahora nuestros días? En el patio, un perro que entró a la tienda y se dejó llamar perro. ¡Buen perro!

      Una vez que se han ido, ¿cómo voy a aguantar tanto silencio todos los días? Apenas dormía por las noches. Incluso cuando hacía frío dejaba la puerta de la tienda abierta. Sólo puedo leer en paz en la cama. En la tienda, siempre leía varios libros al mismo tiempo. Cada uno en un sitio diferente. En parte sentado y en parte de pie. Incluso caminando. Grandes pasos y pequeños pasos. El suelo cruje. No me dejaban hacer las compras porque pensaban que era demasiado bueno. Había una buena máquina de café. Fumaba sin cesar, todo el tiempo bebía expreso y cola a la vez, sólo para que pasara el tiempo, para tener una medida, para darme cuenta de que pasaba el tiempo. El día a pequeños pasos. En aquel entonces escribía por las noches. Las tardes con Sibylle y Carina. Poco más de tres horas de sueño. A menudo en sueños en la tienda en la cama. En camisón o, ¿qué llevaré? Clientes, espías, autoridades, colegas de la sede principal, gerentes, clientes (¡cada estante es un superior que me inspecciona!). Al parecer aún no han visto la cama y mi camisón y que duermo en la tienda durante las horas de trabajo. El edredón se resbala. ¿Cómo ha venido la cama hasta aquí conmigo? Quizá hasta ahora haya sabido distraerlos con habilidad, pero ahora tengo que ir delante de sus narices hasta el atril que tiene los catálogos, y luego a la caja, ¿y entonces? Tengo ese sueño cada vez con mayor frecuencia. Y siempre se da uno cuenta de que sueña cuando está en mitad del sueño. Precisamente en la tienda, en mi horario de trabajo, me asaltaban sin cesar imágenes lujuriosas. Arrebatadoras, una serie, luego series de series, y así todos los días. Para mi libro siempre me llevaba notas a la tienda, y a menudo también las páginas de la noche anterior. Para leerlas y corregirlas. Escribir en la tienda propiamente dicho me habría parecido demasiado arriesgado. ¡Para volverse loco! Habría podido cortarme las uñas todos los días. Por primera vez en mi vida disponía de horas para hacerlo. Reflexión, tiempo para pensar. Óperas o lenguas extranjeras con los auriculares. Una detrás de otra. Mi amigo Jürgen aparece en la puerta como un cliente. Tenía en la mano Alcools de Apollinaire. «Zona», se llama el poema. ¡Léelo ahora, léelo enseguida!, dije, como si lo hubiera estado esperando en la puerta con el libro abierto. Quizá desde hacía semanas. O como si hubiera sabido hacía mucho que vendría ese día. Aquí hay una silla. ¿Quieres un cenicero? Lástima que no tomes expreso. ¡Lee! Lee y no te asustes si un gran perro entra desde el patio. Sólo es un alma buena que nos conoce. ¡No te dejes perturbar y lee! Pascale viene a buscarlo. Tiene que haber sido en primavera. Un vestido ligero como el viento, rojo oscuro, como hecho de pétalos de rosa, y además supercorto. De Lyon. Ahora en Frankfurt. Se ve desde lejos lo enamorada que está de él.

      Anne siempre viene a la tienda entre la una y las dos. Oficialmente su jornada de trabajo y la mía se solapan una hora. Ella tiene sus enemigos entre los clientes, yo no. Me trae una manzana, otra vez es otoño, y todos los días yo le enseño un poema, o un verso de un poema, o cualquier otro pasaje de un libro. El negocio es el negocio. Esas canicas, plumas y piedras son de mi hija. Las necesita para


Скачать книгу