Sobre hielo. Peter Kurzeck

Sobre hielo - Peter Kurzeck


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ser para toda la vida. Luego, al irnos, tengo que ponerle la capucha encima de la gorra de lana, me digo. Si es preciso obligarla. Después de pagar, ¿qué me queda? Por suerte, cigarrillos suficientes. A través del frío hacia la Schweizer Straβe, una expedición por un camino de vuelta no exento de peligros, y con el tranvía a casa, con el diecisiete. Entretanto los del servicio técnico habrán vuelto a encolar y a empalmar el cable, o sea el trole, ojalá. Mejor dicho: ¡lo habrán clavado con habilidad al permanente cielo urbano!

      A casa con ella. Los sábados a mediodía las calles se quedan desiertas. Incluso en el corto trecho que va desde la parada hasta la puerta de nuestra casa, el frío es casi insoportable. En la Homburger Straβe, mi amigo Jürgen. Sale de la floristería con un ramo gigantesco. Un buen fin de semana a varias voces y enseguida cierra la puerta. Sábado a mediodía. Nos quedamos solos. Y caminamos juntos unos pasos, mi hija, mi amigo Jürgen y yo. Las flores como necesidad. Ya sabes, mi casa es como una oficina, dice. Como el escaparate de una tienda de muebles. Acaba de volver de Sicilia. Antes estuvo en Portugal. Desde que regresó, está en un apartamento de una habitación, con cocina americana y ascensor, amueblado. Como una oficina con una cama de oficina. En un edificio de apartamentos de la Schlossstraβe. Encima de un garaje subterráneo con gasolinera. Pero sólo temporalmente. Ahora está con nosotros en la esquina. Nos hemos detenido. Un día de invierno, frío. Estamos al sol, que ya empieza a irse. Sí, hemos estado en el rastro, Carina y yo. Sibylle está en Giessen. Ahora el rastro está en el Matadero. La Jordanstraβe. El cruce. Nuestro portal sólo está a tres casas. Mi hija, mi amigo Jürgen y yo. Estamos aquí, delante del Tannenbaum. Una vieja taberna de Franfkurt. Hoy no abrirá sino hasta el atardecer. El sol de invierno. Nuestras voces. Y pensar en mi padre. Como si llevara años de mi vida aquí. Sábado a mediodía. Las dos. Un día frío. Hace mucho que todo el mundo se ha ido a casa con sus compras. El sábado a mediodía las calles se quedan desiertas. Ahora me voy a casa con las flores, luego iré a visitarlos, dice. Ven a visitarnos. Nos quedamos mirándolo, Carina y yo. Saluda con la mano, se ha dado la vuelta, saluda. Sigue caminando y nos saluda sin dejar de caminar. Envuelto en papel verde, un enorme ramo de flores. A mi lado, Carina saluda. Lo conoce desde siempre. Saluda. Saludo primero a su espalda, luego su desaparición, luego el haber desaparecido. El cruce: calles vacías en cuatro direcciones. Un sol de invierno que pronto se va a ir. Nuestro portal sólo está a tres casas. Es como si no pudiera dar un paso más. Nunca en mi vida. Entonces le digo: ¡Vamos! ¡Salgamos del frío! ¡Vamos pronto a casa!

      En casa y con ella por la tarde, como ayer. Como siempre que estamos juntos, y como si el tiempo nos perteneciera también en el futuro. La misma única y larga conversación, ella y yo, desde que está en el mundo. ¿Leche, infusión de hinojo, Ovomaltina y miel? ¿Quieres jugo? Para mí un expreso. ¡Y enseguida, a leer! Elige sus cinco libros favoritos de hoy (primero tiene que negociar consigo misma; ¡si tú dices tres, serán cinco!) y habla con los animales. Pelar naranjas, sanguinas de Sicilia. Hay que poner un gran plato de fruta junto a los álbumes ilustrados. Ella colecciona desde siempre los papelitos que envuelven las naranjas. Son de colores y hay que alisarlos. Crujen. Son especiales y siempre llevan aves del paraíso, estrellas, rosas de los vientos y cabezas de animales, siempre hay letras y una imagen que es como un secreto. Desde lejos. Son preciosos. Y tiene, como un avaro, un cofrecillo en el que los guarda. Por encima de los tejados, el sol de invierno baja. Y ya empieza a irse, lo notas en el corazón. Alentar a la calefacción, ¿y por qué no poner ahora mismo un cuenco de manzanilla encima del radiador, y por la noche otro? ¿El trineo? ¿Tu trineo? ¡Te lo regalaron Jürgen y Pascale! Fue así: en una ocasión estuvieron el sábado en el rastro. Ellos tenían un puesto en el rastro aquel sábado. No, mejor de otra manera, ¡mejor volver a empezar! Una vez, cuando tú aún eras pequeña y un viernes por la tarde volvíamos a casa de la biblioteca como siempre, Sibylle y yo, empezó a nevar. Y nieva y nieva, y nieva toda la noche. Y sigue nevando el sábado por la mañana. Entonces fuimos a comprar a la Leipziger Straβe, Sibylle y tú y yo. A mediodía volvemos cansados, y el teléfono suena. Como lo hacía a menudo, todo el tiempo. Acaba de parar. ¿Quién pudo haber sido? ¿Por qué? ¿Qué puede querer alguien de nosotros? ¿Y acaba de parar? Enseguida, el mundo se convierte en un enigma. Vaciar las bolsas. Dos grandes bolsas de la compra, y alguna de papel de propina. Otra vez el teléfono. Jürgen y Pascale. ¡Que si aún no tenemos un trineo para ti ahora mismo te traen uno! Nos falta meter la leche en la nevera. Volvemos a vestirnos y salimos a su encuentro. Nieve alta. Ha dejado de nevar. Y sopla un viento suave, sopla. Hace frío. Aceleramos nuestros pasos en la nieve. Cómo cruje la nieve a cada paso. En la Schlossstraβe, Jürgen y Pascale. Con un trineo. Los vemos ya de lejos. Tiran del trineo con una correa. Saludan. Y echan a correr. Enseguida, los cuatro te llevamos por la nieve. El día a nuestro alrededor es luminoso, con tanta nieve. Y cómo resuenan las voces en medio de la nieve, en el aire helado. ¿Y dónde está ahora Pascale? En Francia. No sabemos dónde, pero sabemos dónde viven sus padres. Y ellos saben dónde está. ¡El trineo, dice ella, quiero ver el trineo! Así que escaleras abajo, cuatro pisos. En el patio no (el patio está envuelto en las sombras), seguramente estará en el sótano. Estar en el sótano, a la luz del sótano, con el techo bajo, y contemplar el trineo. Con una correa roja y blanca. Subirlo y dejarlo en el zaguán, al pie de la escalera. En la planta baja. Para que pueda saludarnos todos los días, al entrar y al salir. Para que, cuando nieve, esté a mano y sepa. ¡Si quieres ver a alguien, digo, y lo mantienes en tu vida, no se pierde! Se lo digo a ella, y también a mí. Dejo el trineo de pie, que es como mejor está. Y presto atención al portal, para que no se me pase por alto el timbre. Luego a leer, y el sol ya se ha ido. Se ha ido la luz. Una gruesa alfombra, y en la alfombra cojines y almohadas. ¿No era como si me estuviera durmiendo, y ella conmigo? ¿O estábamos ya medio dormidos, metidos en la luz abigarrada y el resplandor solar de los libros? Mi amigo Jürgen, y enseguida ella tiene que salir a su encuentro en la escalera. Nos trae galletitas de Navidad. Galletitas de Amaretto, del italiano de la Leipziger Straβe. Y para Carina un lirio más grande que ella. Como un báculo de obispo, como una alabarda, un lirio así. Dinero prestado, dice. ¡Pronto tendré que preocuparme seriamente! Quiere ir a la ciudad, sábado por la noche. Hace mucho que no he estado en el club de jazz, ¿y tú? Quizá está enamorado, o querría estarlo. ¿Y si vamos a desayunar a su casa mañana? Lo acompañamos hasta el portal. Vamos con él hasta la esquina. A la luz de la entrada del Tannenbaum, que acaba de abrir. Un cielo de invierno helado, tan alto y vacío, y en la calle ya empieza a oscurecer. Nos quedamos de pie y saludamos. Nos quedamos de pie y lo vemos irse. Nos quedamos de pie viendo el trozo de acera vacío a la luz de las lámparas: ¡acaba de estar ahí! Primero ahí y luego se fue. Y luego dobló la esquina. Sólo entonces y luego ya no, ves. Y quedarse atrás, de pie, helados. ¡Nunca he aprendido a despedirme! Como cuando los vimos a él y a Pascale y al puesto del rastro, como si el puesto y el día y la forma en que estaban allí se nos hubieran quedado grabados para siempre.

      No sólo almohadas y cojines, también sillones. Tan grandes que puedes vivir en ellos. Y cómodos. Son de terciopelo gris claro, son puro lujo, gris nube, gris perla. El color es tan mate y distinguido que no puedes evitar pensar en la luz y en el horizonte de marzo en París. ¿Un marzo pasado, un marzo que aún vendrá? Durante años, todos los días, en cuanto tu mirada recae sobre ellos. Incluso a menudo nos hemos sentado los tres en un sillón así, Sibylle, Carina y yo. Los días amplios. Ir y venir. Las visitas se hunden en ellos. Cada sillón como un altar, pero blando. Como si viajaran con nosotros por el tiempo. También lujuria, exceso, amor. Son prácticos. Siempre al alcance. Y qué baratos los compramos. Directamente, como gente que entiende de negocios. Dos con brazos y dos sin ellos. Para Carina son como el mundo, son grandes y siempre están ahí. Apoyándose en ellos, sujetándose en los descansabrazos, aprendió a mantenerse de pie. En el sillón y con ella a mi lado, junto a mí, encima de mí. Así a través de los años, y ahora tiene cuatro y medio. Antes, puré de patatas precocinado con ella. Hacía mucho que lo tenía, una caja con una foto en color y un largo texto en prosa. Casi como en formato libro, en octavo menor. El texto nada especial. Tuve que poner una silla para ella al lado del fogón. Ella, de pie en la silla. Yo, con la leche y las instrucciones, y diciéndole: ¡Ahora, contén la respiración y remueve deprisa, lo pone aquí! ¿Un poco líquido? ¡Lo mejor es tomar una cucharada! Está bien que sepamos que no es crema de vainilla. ¡Está bien que lo sepamos! Tres expresos seguidos, y luego a fumar un cigarrillo tras otro. Carina toma leche como expreso en una taza de expreso.


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