Sobre hielo. Peter Kurzeck

Sobre hielo - Peter Kurzeck


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duro en cada bolsillo del abrigo. Muy duros, para que conserven el calor. Y desde su casa a la parada del tranvía, y luego el camino entero hasta aquí (con trasbordo en la plaza de la ópera), se calienta las manos con ellos. Antes de irme, cada uno se queda con un huevo y al pelarlo tiene el presente en las manos. También teníamos sal en la tienda, nuestra propia sal. En una ocasión dije: ¡Si estos huevos fueran de colores! Al día siguiente, un huevo rojo y un huevo verde. En mitad del invierno. Yo siempre llevaba ventaja con las conversaciones y los relatos, porque ella estaba sin aliento del camino y yo, además de hablarle de mí y de la jornada y de los libros de la tienda, siempre tenía que hablarle de mi escritura y de Sibylle y de Carina. De mi falta de sueño, de los libros de casa y de los libros de la biblioteca. Del ayer, de mi infancia. Con frecuencia también de otros países. Antes de irme siempre dejaba en orden los cestos y las cajas, las entradas de productos, para que pudiera desembalar los libros y apuntar los precios. Casi nadie de la sede principal venía a vernos a la tienda de antigüedades. La mayoría de los clientes no llegaban sino hasta por la tarde. La tienda de antigüedades no era más que una filial. Tres años y, antes de que volviera a empezar un verano, la tienda de antigüedades primero fue vendida junto con el negocio principal, más tarde fue cerrada para siempre.

      Ahora estoy a la entrada del banco. En el atardecer húmedo y neblinoso. Principios de diciembre. La segunda semana según el nuevo cómputo del tiempo. Yo aún vivía en la Jordanstraβe. Y Anne todavía no sabe nada de ese nuevo cómputo del tiempo y, en consecuencia, en su mente yo sigo con Sibylle y Carina y un libro recién empezado en una casa abuhardillada con grandes ventanas, me adentro en el tiempo en una casa de firmes muros, y es posible que ella quisiera ser Carina. Junto a ella, junto al abrigo de piel. Una gran bolsa de libros que traigo para ella. De pura desesperación, como una piedra. Ni una sola palabra, me dije. ¡Quizá nunca vuelva a decir una palabra! Luego, le explico el nuevo cómputo del tiempo. Sólo en aras del orden, sólo mencionarlo, sólo para que sepa. ¡Sólo para que sepa por qué apenas me han quedado palabras, y pronto no tendré una casa! ¿Adónde ir? A ninguna parte. Sibylle, el libro y mi hija. Apenas quedan palabras, y al mismo tiempo estoy como sordo. Lentamente los coches. Con los faros encendidos. La entrada de los grandes almacenes. Transeúntes y estrellas de Navidad. Mis siete años en Frankfurt desfilando ante mí. Y sigo. La bolsa de libros de Anne, que colgaba pesadamente de mi mano y temblaba como un animal. El café-heladería en la Leipziger Straβe. Dejar la bolsa de libros. Quitarme mi vieja chaqueta y es como si alguien, preso de la fiebre, me hubiera puesto un violín en la mano. ¡Los primeros sonidos! Sólo a modo de prueba, y ya en medio de todo. Un violín de zíngaro. Y lo que tocas siempre es tu propia vida. Ella Campari, yo un expreso, luego cola. Hace años que en este café siempre pido un Chinotto a los meseros italianos, y ellos dicen: ¡Ah, qué pena, signore, por desgracia hoy no tenemos Chinotto! Un pequeño mechero de oro que sale de su bolso. Robado, dijo ella. Porque parece tan grandilocuente y es tan pequeño. Y práctico. ¿No hay Chinotto? Entonces cola. Precisamente ahora, dije yo. En mitad del presente, en mitad de mi vida. ¿Sigo siendo yo? El mesero que trae mi cola, y ella que ya va por el segundo Campari. Me tiembla la mano. Nos oía reír. En todas las mesas, gente que viene de hacer sus compras. Pronto será Navidad. Como sordo aquí, entre las voces. Nunca he hecho música. Y nunca la haré. Y sin embargo, podría sentir cómo es sostener un violín en el brazo. Un violín de zíngaro, y entonces el mundo empieza a vacilar violentamente.

      Y, dije yo, precisamente en los últimos meses, es decir, ¡no ahora, sino antes! ¡Antes de la separación! ¡Durante todo el verano, y hasta hace dos semanas! A menudo he pensado que, al final, estoy aquí para aprender cómo se vive, come, duerme, se respira todos los días y se reparte el tiempo y el trabajo y se mantiene pacientemente bajo control, ¡yo! Y cómo se mueve uno. Porque concretamente con un niño, así que todo lo hemos aprendido a través de nuestra hijita. También para poder escribir. Para soportarlo. Y para no olvidar nunca nada. Si se quiere escribir, hay que hacerse viejísimo. Para sentirse en casa, con una vivienda fija y vida cotidiana y paz. En la Jordanstraβe, el portal. Incluso muebles. Incluso una lavadora con instrucciones de uso y certificado de garantía. Diez años de borracheras y calles, diez años y otros diez años. Y sigues vivo. Y entonces piensas que sabes lo que sabes, para siempre. En vez de que uno se devora constantemente a sí mismo, dije. Las cinco de la tarde. El café en la Leipziger Straβe. Mi propia vida. A menudo después de las compras aquí con Carina. En la pared, fotos en color de los Dolomitas. Café Cortina. Los meseros me conocen. Con lo torpe y complicado que soy, dije, probablemente nunca vuelva a conocer a una mujer. No volveré a tener trabajo ni casa. Un libro sobre el pueblo de mi infancia. Mi tercer libro. Quizá no lo termine nunca. El mesero vino a cambiar el cenicero, y yo seguía como con un violín. Estaba allí sentado como un músico zíngaro. Mejor de pie, dando vueltas por entre las mesas en el suelo vacilante. Como en un barco en medio de la tormenta. Y además, dije cuando volví de hacer pis y de ver mi imagen en el espejo, que esta desgracia no me haya servido de experiencia. Porque me va mal bastante a menudo, esto se repite. Eso lo sé hace ya mucho. Quizá todo esto no me habría pasado si no hubiera leído a Villon con entusiasmo a los dieciséis y me hubiera creído cada palabra. Todas las mañanas con Carina atravesando mi memoria, Europa, el presente, mi vida entera, y todos los días y países, hasta la guardería. Una lavadora comprada antes de nacer ella. Compré la lavadora con el anticipo de mi primer libro. Antes, en la asociación de consumidores, todos los informes de prueba de lavadoras. Fue idea de Sibylle. Para comparar. ¿O no se dice asociación de consumidores? Las instrucciones en ocho idiomas. E ilustradas. Y de pronto todo fue ayer. Con una voz como un violín, y luego puedes volver a respirar. Sentarte y respirar. Es Anne. Pregunta si quiero irme a vivir a su casa. No, dije, ¡ya encontraré algo! Ella preguntará. También dinero, si es que necesito dinero. Incluso mucho dinero. Yo sabía que ella siempre tenía deudas. Incluso a los buenos amigos los deja ir a su casa a disgusto. Ni siquiera de visita, o como mucho durante una o dos horas. Como un zíngaro cuando ha dejado de tocar. ¡Tengo calor! ¡Fiebre alta! A nuestro alrededor vuelven las voces. El violín cautelosamente apoyado en el bar, en la barra, mejor dejarlo en el paragüero. Con ese silencio seco. Aquí, en la esquina, donde el suelo reluce. Linóleo. Un silencio encerado. Aunque es pequeño, el violín de zíngaro, y además invisible: a partir de ahora, los meseros y sus sucesores siempre tendrán cuidado en el futuro de no pisar el arco. Al pagar, cada uno paga lo suyo. Hace años que es invierno. Y, con ella, poco antes de cerrar los comercios, por la Leipziger Straβe, hasta la parada de tranvía de la Bockenheimer Warte. Un abrigo de piel en tonos dorados y diminutas gotitas de plata en los hombros y en el cuello, un atardecer húmedo y neblinoso.

      5

      En la Juliusstraβe. ¿Dónde está la Juliusstraβe? Justo a la derecha de la Leipziger. En la esquina hay un supermercado, un HL, y justo al lado una caja cubierta de azulejos verdes, un edificio de apartamentos. Apartamento de una habitación, para alquilar a partir del 15.12 o del 1 de enero. Un pequeño anuncio en Blitz-Tip. Al teléfono, una mujer de Pakistán, y sólo cuando vas reconoces la casa. Hace años que pasas por delante. Se ve desde la Leipziger. Llamar a la puerta y esperar. El timbre no funciona. El portero automático está desconectado o defectuoso. El portal, probablemente cerrado. Si no hay ningún nombre puesto, el cuarto por abajo en la segunda fila empezando por la izquierda (¡hay alguien que siempre hace los letreritos!) y esperar a que bajen al portal con la llave. Es el tercer piso. El ascensor no funciona. La mujer está empaquetando. El cuarto está en restauración. Bolsas de plástico y de papel y cajas de cartón por el suelo. Botes de pintura. Los muebles


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