Sobre hielo. Peter Kurzeck

Sobre hielo - Peter Kurzeck


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jersey, mi equilibrio, la nota y la vieja chaqueta. Treinta y ocho marcos setenta. Por aquel entonces siempre sabía exactamente cuánto dinero llevaba encima (excepto los céntimos). Esta mañana no he comido nada, y a mediodía dos plátanos, para calmarme. El cuello torcido. La mandíbula entumecida. El oído me grita de dolor. Me enjuago la boca con cuidado. En el espejo no hay ninguna imagen. Y me pongo en camino. El sueño de Carina, la imagen nocturna y su respiración durante el sueño. Sibylle seguirá empaquetando libros. ¿Qué llevaba puesto esta noche? ¿Qué hora es? No hay nadie en la calle. Los raíles del tranvía. La calle desierta en mitad de la noche, hacia la lejanía. Sobre la puerta de una tienda, blanco y redondo, un reloj que no funciona. Noche, viento, la luna y, en la Bockenheimer Warte, adelante del nuevo MacDonald’s, un taxi Mercedes blanco bajo la luna.1 Llevo, dice el taxista, dieciocho años estudiando de forma consecuente el azar, ¡y ahora viene casualmente usted! Antes he ido por el Alleenring y nada, por la Friedberger y nada, ni un cliente. Acabo de comer una hamburguesa aquí, porque mi pareja es vegetariana. Mi compañera. Y, según estoy masticando y preguntándome si no sería mejor ir hacia la Feria, ¡viene casualmente usted! ¿A dónde lo llevo? Y arranca. Holzhausenstraβe, dije. Difícil la palabra en mi boca, sangre en la boca. Holzhausenstraβe, número cuatro.

      2

      Sibylle se va el viernes a mediodía a Gieβen, a ensayar su futura vida familiar. Yo, a pasar el fin de semana con Carina en la Jordanstraβe. Antes, en el cuarto trastero, he pasado toda la mañana escribiendo. Escribí hasta la una y media, luego fui a la guardería. Llevas el manuscrito contigo. Los niños a punto de salir, y todos que aún no han terminado con algo. Colchonetas y juguetes, las paredes pintadas, y en medio de todo, en colorida confusión, los días pasados y el verano entero almacenados. ¡Siempre olvidan saludar a los padres por encima de los niños! Carina ya lleva el anorak, el gorro y la bufanda. Está de pie y espera. Qué seria cuando está a solas consigo misma. Al aire libre, ella junto a mí. Caminar y caminar, y enseguida me siento mejor. Casi como si hubiera dejado atrás mi vida, el presente, mi cuerpo. Al menos de momento, ya veremos. Como cuando uno ha perdido su idioma y vuelve a encontrarlo. Dos animales, un zorro y un tejón. El tejón se llama Josef, y el zorro Leo. Animales de peluche, pero en nuestras historias viven desde hace muchos años. Caminar. Nieve, un invierno de nieves. Viernes por la tarde. Febrero. En casa, su cansancio y el mío, y cómo convertimos eso en juego. Luego está la biblioteca, una sucursal de la biblioteca municipal en la Seestraβe. Vamos con frecuencia, dos o tres veces a la semana, cada dos o tres días estamos en la biblioteca. Nos conocen. Se siguen sorprendiendo porque Sibylle y yo ya no vamos juntos, sino que cada dos o tres días uno va solo con la niña. Y desde hace algún tiempo la niña siempre está tan pálida. La biblioteca, y detrás una frutería, diminuta. Un italiano. Sin luz. Que sabes que está dentro por la puerta abierta y los cestos de frutas a la puerta. ¡Sólo enciende la luz cuando hay clientes! Al final de la calle, mirando ya al atardecer. La tienda es casi tan sombría y angosta como un armario. Abrió hace un año. Desde entonces, Sibylle, Carina y yo, con nuestro poco dinero, hemos sido sus clientes principales la mayor parte del tiempo. Un viejo camión de reparto, oxidado, con la ITV caducada. Cuando va por la ciudad, la segunda no le entra. Y con eso va día tras día, a primera hora de la mañana, tiritando, al mercado mayorista. ¡Fruta y verdura, frescas todos los días! Las cestas, las preocupaciones. Y siempre solo. Pequeño y enjuto, pero duro. Profundas arrugas. ¿Es que no tiene nombre? Me parece armenio. ¿Se hará pasar por italiano sólo para la frutería? El negocio es el negocio. Me hubiera gustado preguntarle a Sibylle qué opina de esto. Como si yo tuviera cara de armenio. Plátanos, manzanas y naranjas sanguinas, y mirarlo mientras las elige y pesa para nosotros. También él parecía desolado con nuestra separación. Pronto va a cerrar. Los libros, la fruta, Carina y yo. De camino a casa, hay que comprar leche. En la Leipziger Straβe. En el supermercado Schade, en la caja bajo las luces de neón. Como siempre, hace años que está aquí. Cansado entre desconocidos. Viernes por la tarde. Cansado de cargar demasiado y con muchas palabras relucientes e imágenes en la cabeza. Y, a la entrada, la noche ya azulea, invierno.

      Viernes por la tarde, aún es pronto. Acabas de pensar que la casa va a hundirse con nosotros en la tierra al caer la noche. Luego te das cuenta de que tira, tira suavemente del borde de la noche y nos lleva, nos empuja hacia el tiempo. Lentamente el tiempo. Desempaquetar, recoger, agarrar de aquí y de allá, comer queso y fruta. Sacudidas. No como un terremoto, sólo como si estuvieras ensayando la palabra. Aquí y allá, en la casa y en tus pensamientos. Luz eléctrica, puertas abiertas. Recoger la ropa sucia y clasificarla para la lavadora. Cada acción práctica, una redención, así me parecía. Justo después, el baño. En el dormitorio, abrir las ventanas y tender las camas. Cambiar el edredón y la almohada de Sibylle por los míos. Por suerte hay grandes cestos de ropa de cama, ¡todo dentro! Casi como en una vida anterior, de visita en tu propia casa... ¿aún querrías volver, sí o no? ¿Dónde estarán ahora las instrucciones de uso ilustradas, en ocho idiomas, de la lavadora? ¡Cómo echo de menos la música en el cuarto trastero! Los cinco o seis discos que llevo años oyendo mientras escribo. Nunca tuvimos más que esos cinco o seis. Quizá más tarde llegue la música, te dices, date tiempo. Ella ha llegado hasta la M empaquetando libros. Ha desmontado ya una estantería, paredes vacías. Las cajas de libros a la puerta, en el cubo de la escalera, un piso con buhardilla. Carina de un lado para otro. Asuntos propios. Y qué bien poder decirle: ¡Ahora, deja descansar las botas! ¡Pregúntales si quieren comer! Son de piel. En los pastos. La calefacción murmura. Enseguida el agua para el baño, una larga tarde. Desde la cocina llega el ruido de la lavadora. Y suena como la minuciosa construcción fallida de una imitación teatral de rompiente detrás del escenario. Y, muy pequeño, un piloto de control. Como una señal, como un barco en la noche y la distancia. Todo en orden, dice ese pilotito. Y, ante la ventana de la cocina, la torre de la televisión. Parpadea, muestra el camino a las nubes. Incluso de noche. Parpadea como si nos mirara siempre a nosotros. También aquí una jarrita de expreso para mí. Made in Italy. Y cómo me conoce, como la vida misma. Llama, empieza a hablar. ¡Llama y llama! Carina con un gorro de cartón, una manzana mordida, conversaciones consigo misma y un taburete al cual subirse. Una tapa de caja de zapatos de cartón con cintitas. Y pasa corriendo delante de mí. Una y otra vez. En el pasillo, entre las puertas abiertas. Nos conocemos, cada uno a sí mismo, sus caminos, el equilibrio y la casa con sus rincones, tan bien que aprovechamos rápidamente cada resbalón y cada tropezón como un atajo. Hace mucho, en todo momento, ella y yo. Sus zapatillas de piel son tan familiares, cálidas y suaves como corderitos. Pero resbalan como el demonio. ¿De dónde le viene, es para sorprenderse, esa inclinación a hablar consigo misma? Y con varias voces que se contraponen. Como si lo que ve empezara enseguida a hablar dentro de ella.

      Llamada de buenas noches de Sibylle, y por hoy ya no puede pasarnos nada más. Cierro la ventana del dormitorio. Luz y calor. Carina en pijama. Como todos los niños de Frankfurt, se pasa medio invierno tosiendo y estornudando, y la mayor parte del tiempo respirando por la boca. Enseguida, el agua del baño. Aceite de romero y de tomillo. Un cuenco con manzanilla caliente en el dormitorio, encima del radiador. Enseguida huele, y empieza a desprender el aroma del recuerdo de uno y de todos los veranos pasados. Conmigo no se despierta por las noches. Sabía que podíamos librarnos de la tos, infusión de hinojo, leche con miel. ¡Pregunta a tus pies si quieren una bolsa de agua caliente! Una pijama verdiazul, sin dibujos. Meterla en la cama. Meterla tres veces en la cama. Cinco libros favoritos. Historias. La imagen nocturna. Una luna amarilla en el reloj de juguete, y la noche delante de la ventana. Apenas son las nueve. Los peluches ya duermen, pero hay que taparlos mejor. En una ocasión Sibylle, Carina y yo. En una montaña, en verano, los tres dormidos. A mediodía. Al borde del bosque. En julio. Y al despertar, delante de nuestros ojos, las más hermosas fresas silvestres. Cada vez más fresas silvestres. Y a nuestros pies, al sol, con todos sus detalles, los tejados rojos a dos vertientes y las torres, las ves, muy cerca. Y son de verdad. Nosotros también. Y a la luz y a la sombra las calles adormiladas de sábado por la tarde de la pequeña ciudad de Lauda, en el


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