Tu nombre me inspira. Mario Spin

Tu nombre me inspira - Mario Spin


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un negocio, algún pasatiempo, o un mero capricho. Ella siempre encontró los recursos, el tiempo y los ánimos, para brindarnos su soporte. Para darnos un empujón, en que cada iniciativa.

      Y mientras más pasan los años, y pienso en todas las cosas que ha hecho por mí, me percato de lo afortunado que he sido. Mamá es lo más cercano a presenciar un ángel en la Tierra. Y me siento dichoso porque aún puedo tenerla a mi lado, y disfrutar de su compañía.

      Disfrutar de su amor. Sus gestos. Sus ganas de salir adelante. Sus besos. Sus brazos. La calidez con que da sus consejos. Sus anécdotas. Su infinita paciencia. Cada aventura compartida. Cada crisis superada. Cada alegría, cada tristeza. En los días divertidos, y los días ordinarios, la compañía de Madre, ha sido un lujo. Y aunque transcurra un siglo, nunca olvidaré cada momento vivido con Mamá…

      Sí, el primer recuerdo de mi vida fue mi Madre leyéndome un cuento. Y ese suceso, me marcó por siempre. Y como si fuese un efecto dominó, se termina materializando en este primer libro. Así que no puedo estar más agradecido.

      Gracias, Madre, por cada uno de tus detalles. Por tus comidas deliciosas. Por la compresión. Y por las llamadas de atención, también. Por apoyar mis decisiones, incluso cuándo tú no estabas convencida del todo, pero sabías que te necesitaba. Por quererme tal cual soy. Si escribiera mil libros, todos los dedico a ti, y aun así no sería suficiente para darte las gracias.

      Pero sobre todo: gracias por leerme cuentos antes de dormir, cuando era pequeño. No sabes lo mucho que me influenció positivamente. Ahora que yo he escrito mi propio libro, sueño que otros padres les lean mis cuentos, a sus hijos. Que la semilla que sembraste en mí, Madre, germine en los demás.

      Te amo, Mamá.

      Diana

       z a b c D e f g h

      Una joven de baja estatura y muy delgada corre a través del bosque espeso, desesperada. Su vestido de aldeana, está desgarrado en la parte inferior de su falda, para mover sus piernas con mayor libertad. Sin embargo su carrera no es tan veloz como ella quisiera. Está aterrada, mirando constantemente hacia atrás. También debe lidiar con la maleza y los árboles.

      Sus perseguidores son una grupo de 4 bandidos, cabalgando a caballo. Hombres de 40 años, de muy mal aspecto. Ladrones, violadores y asesinos por naturaleza. Ellos acostumbran a esconderse en el bosque, para emboscar a los viajeros, que transitan entre aldea y aldea, o planean viajar a otro reino. Todo el mundo sabe que es mala idea movilizarse por ese tramo.

      La muchacha apenas tiene 16 años, y por su físico menudo, aparenta ser más pequeña. Responde al nombre de Diana. Pese a su esfuerzo, eventualmente es alcanzada por los bandidos. Ellos la rodean, intimidándola. La tienen acorralada contra un árbol enorme. Aun no planean atacarla con sus espadas, prefieren interrogarla.

      —¿Qué hace una niña pequeña como tú en este sector del bosque? —Pregunta el líder— ¿Acaso no sabes lo que le hacemos a los viajeros?

      Ella está tan aterrada que no consigue articular palabra alguna. El Líder repite la pregunta un par de veces más, en tonos más hostiles. Ella sigue en shock, sin responder.

      —Tal vez es una niña muda —supone uno de los bandidos.

      —Ella no es muda. Solo juega con nosotros —sentencia otro.

      —Tampoco es una niña. Es una señorita —resuelve el último—. Sus caderas la delatan.

      Mientras ellos debaten sobre ella, Diana piensa si hay alguna manera de escapar. Dentro de su bolso, en su espalda, carga un pequeño arco y unas flechas. Para su fortuna, no parecería que estuviera armada, sino los bandidos no dudarían en asesinarla. El problema es que no puede usarlo. Tardaría demasiado tiempo en sacar el arco y apuntarles, por ende ellos la atacarían primero. Simplemente está a la merced de esos pillos.

      Diana proviene de una aldea cercana. Allí nació y vivía con su madre y hermano mayor. Su padre era un sujeto alto y fornido, de aspecto intimidante, quien trabajaba como Capitán de La Guardia Fronteriza. Este grupo de soldados del reino, se encargaban de proteger a las aldeas, precisamente del ataque de bandidos, ladrones o cualquier invasor extranjero. La Guardia Fronteriza está dividida en varios pelotones, los cuales rotan entre aldea y aldea cada cierta cantidad de semanas.

      En aquel entonces, ella tenía 6 años, y su hermano 15. Era un joven alto y atlético. Su padre tenía muchas expectativas en él: con ese físico lo veía como un potencial soldado. Así cuando le tocaba hacer guardia en esa aldea, enseñaba a su hijo a combatir. Le había forjado su propia espada incluso. Diana miraba desde lejos, fascinada, como su hermano y papá, entrenaban juntos. Ella tenía la esperanza que al crecer, se uniría a ellos.

      Los días pasaron, y al Capitán y su pelotón les tocaba rotar a la siguiente aldea. Se despidió de su familia, y le dio a su primogénito la misión de cuidar a su madre y hermana. Solo serían un par de días, hasta que el siguiente pelotón tomara el relevo. Ellos se volverían a ver en unos meses, cuando el ciclo se reiniciara y les tocara custodiar su aldea nuevamente. Era la rutina de cada año. El Capitán partió al atardecer.

      Sin embargo, ocurrió lo impensable. Aquella madrugada sin protección, un par de ladrones ingresaron al territorio. Estaban robando comida y otros objetos, cuando el dueño se percató y armó un alboroto. Su grito despertó a los vecinos, quienes salieron a auxiliar al anciano. Al verse superados en números, los ladrones prefirieron correr con las manos vacías. Sin embargo, el joven espadachín en un acto temerario y absurdo, quiso retenerlos, haciendo uso de su arma. Él no sabía que ellos tenían dagas y cuchillas, bajo sus atuendos. Estaba acostumbrado a pelear con honor, pero en situaciones de vida o muerte, ningún delincuente lo hace. En un combate sucio de 2 contra 1, los extraños lo hirieron gravemente, y huyeron.

      El joven murió desangrado en brazos de su madre, mientras ella y su hermana le lloraban desconsoladamente. Su padre se enteró de la tragedia por medio de una carta, estando ya en otra aldea. No pudo siquiera asistir al velorio de su hijo, por cumplimiento del deber. Meses después, al reiniciarse el ciclo, se tuvo que conformar con visitar la tumba de su primogénito. Su dolor y culpa era tal, que juró no volver a entrenar a nadie más. Con ello, Diana se resignó respecto al manejo de la espada.

      Los años pasaron, y Diana no creció mucho en estatura. Apenas alcanzó el 1.55m de altura, y un peso promedio de 48kg. Lo que si aumentó con el tiempo, fue su carácter. Al entrar en la adolescencia, se volvió rebelde. Y una idea se le insertó en la cabeza: quería ser entrenada por su padre. Se armó de valor, lo encaró y le pidió el favor. Recibió un rotundo no. Sin embargo ella continúo insistiendo en cada ocasión que podía, sea o no, que estuviesen hablando de un tema u otro. Y la respuesta siempre fue negativa. Incluso cuando su padre rotaba a otras aldeas, ella le escribía cartas, implorando.

      Los años pasaron y ella ya tenía 15. Para aquel entonces intentó una nueva estrategia. Anotó una serie de argumentos válidos en un pergamino, por el cual necesitaba aprender. Su padre la escuchó atentamente en silencio, y cuando ella terminó, le dijo NO, por enésima vez. Diana no lo podía creer. Mientras él le daba la espalda para retirarse, ella cuestionó su decisión:

      —Es por qué soy mujer, ¿verdad? —Molesta.

      —No… es porque no estás capacitada para portar una espada.

      —¿Insinúas que ser mujer es una discapacidad?

      —No, no he dicho. No retuerzas mis palabras.

      —Entonces, explícate. O mejor aún: demuestra que no estoy capacitada.

      Como aquel acto fue en público, varios de los aldeanos y los soldados estaban presenciando aquel desafío. Todos murmuraban al respecto. El Capitán se vio obligado a justificar su decisión. Volteó y miró a su hija a los ojos. Ella tenía la misma mirada que él en su juventud.

      Caminó y se paró frente a ella. La diferencia de estaturas y contexturas físicas, era abismal. Tras un careo silencioso y tenso, el Capitán desvainó su espada, y la entregó por el mango a su hija. El rostro de


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