El Fuego dice Maravilla. Celia Alina Conde
el martes 1 de agosto de 1992. En la parte de arriba tenía pegada la imagen de San Jorge y el Dragón. El Dragón... Enjuagó otro plato. En el pasado, cuando se sentía desgraciada realmente culpaba a su tatuaje. Ya no.
Marcela, la última pareja de su padre, les contó que estaba embarazada de 3 meses. Desde ese momento él se volvió más agresivo y usaba cualquier pretexto para descargarse con Mara. Ella sentía con crudeza cuánto se acercaba al filo del límite.
Recordó que ayer la bolsa de basura se le rajó junto a la cocina. Seguro algún desperdicio tenía punta. Fue un accidente. Él estaba dando vueltas cerca como esperando algo así. Instantes antes de que su papá explotara Mara lo intuyó, y vio claramente que no se calmaría hasta aplastar el aire y a ella misma con su rabia, aunque no consiguió reaccionar para quedar fuera de su alcance. Inmóvil lo observó pisotear y manchar todo a su alrededor. Hasta sus siluetas de cartón quedaron revueltas con aceite, yerba, cáscaras de papa y papel higiénico.
El tatuaje que tenía en la espalda alejaba a la gente. Las mudanzas, las borracheras de su padre y la pobreza la silenciaban de una manera cruel. En la escuela, especialmente Liliana, la portera, y una maestra, Raquel, hicieron mucho para que Mara—niña pudiera abrirse a pesar de todo. Al principio empezaron elogiando las figuritas que hacía, a medida que su empeño aumentó, pasaron a admirar su habilidad para dibujar recortando formas bastante más complicadas. Invertía horas. Animales fantásticos, elementos mágicos y algunas caricaturas. Una de las anécdotas que Mara recordaba especialmente era la cara de Betina, la más linda de las compañeras, cuando reconoció sus colitas en una criatura extraña. Se rieron juntas apuntando con el dedo la figura por unos minutos. Su imaginación descubría una manera de conectarse, un puente que la vinculaba con el mundo. Guardaba decenas de esos personajes en papel y en cartón, que no quedaron a salvo.
Ayer por la tarde estallaron los gritos de mono enloquecido. Y su ferocidad alcanzó toda esa frágil belleza. Entonces Mara practicó el primer distanciamiento completo. Anteriormente lo había hecho pero no con esa determinación. Su cuerpo se quedó inmóvil, su mente agitadísima, no. Nada, nada de quietud. Se imaginó una transformación total en un dragón. Un animal poderoso que desplegó unas enormes alas, capaces de alejarla del pánico y del sufrimiento. Desde allí vio todo como volando a la altura de un gigantesco titiritero, libre de la tensión que vapuleaba a los dos pequeños muñequitos.
Su padre rabioso terminó el episodio pasando por encima de los objetos tirados y yéndose. Marcela se escapó al primer gesto violento, dejándola sola. A Mara le tocó juntar los destrozos.
Bajar y llegar a moverse le tomó un rato. Temblaba sin parar y un dolor fuerte le dividía el pecho cada vez que miraba sus cosas esparcidas en el piso.
Sacó las manos del agua fría porque había terminado de lavar. Apretó un trapo para secarse y se alejó un poco de la pila de trastos.
Necesitaba dejar esa vida miserable. Necesitaba huir.
Observó el espacio desde los platos hasta la escoba y suspiró. Soltando el aire como de una jaula.
Caminó hasta una silla, oyó que la música traspasaba la medianera:
“En este film velado en blanca noche,
el hijo tenaz de tu enemigo,
el muy verdugo cena distinguido,
una noche de cristal que se hace añicos”.
De repente, una idea atravesó en línea recta desde la pared la cabeza de la chica: “Está loco, si no me voy me mata, o algo peor”.
Acomodó unas cajas en torno a ella para protegerse y dormir escondida en su rincón. Pensó en la utilidad de haberse quedado sin nada. Sería fácil no dejar rastros que permitieran seguirla. Sintió que se borraba como si nunca hubiera existido.
Capítulo 3
Los sueños en la vida de Mara eran fundamentales. Tenían un extraño vigor. Tanto que a veces parecían materializar otra dimensión de sí misma. Más poderosa y libre. Últimamente se habían enrarecido, reflejando el clima en su casa.
Esa noche tardó mucho en acomodarse detrás de las cajas y dormir. Tantas cosas le sucedían... Encontró perturbadoras formas de estar peor que muerta, tan deshecha como sus figuritas de cartón. Comprendió que pensar así no ayudaba y aceptó que, como sus sueños vaticinaban, se había largado una tormenta. Solo logró dormir cuando se concentró en la decisión de partir.
Comenzó a soñar con esa melodía que ya le resultaba familiar: “Tarán... pa (silencio), tarán... pa (silencio)”, mientras continuaba sonando, volvió a ver en un cielo azul sin estrellas al gran dragón en el que se había transformado hacía dos días. La música se aceleraba y luego se interrumpía con un sonido metálico, como siempre. En ese momento, la silueta del gran animal oscuro abrió decenas de ojos de diamante repartidos en su cuerpo, estuvo así mirándola unos segundos y desapareció. Ella supuso que el sueño iba a continuar como de costumbre con algo increíble, después de ese ruido a interruptor o algo así. Pero no. El argumento se puso mucho más realista de lo habitual. Se proyectó en su mente, como en una gran pantalla, una imagen de la calle y la casucha que ocuparon con su padre hacía unos 5 años. Castañares y Mariano Acosta, Bajo Flores. Caminaba como si estuviera despierta, viendo y sintiendo su cuerpo acercarse a las maderas de la entrada. Entonces, se desencadenó una intensa lluvia. Distinguió en el pasto objetos suyos que se mojaban formando pequeños montones, sus cosas más queridas, revueltas entre el barro y la mugre. Se agachó para observar su foto de séptimo grado. El día que se la regalaron fue el acto de fin de curso. La directora la llamó aparte, le contó que estaba muy satisfecha de la alumna en la que se había convertido y se la dio. Veía las caras ordenadas en dos filas de todos sus compañeros con claridad en la fotografía: Betina, que al final se hizo más amiga aunque las diferencias nunca desaparecían del todo; Mariela, que a veces la trataba con calidez copiando descaradamente a Betina; Roxana, que siempre tenía las manos frías y seguía a las dos anteriores; Sebastián, al que todos trataban como a un príncipe, sus escuderos: Sergio, el alto, Adrián, el canchero, y los demás. Al costado del grupo, Raquel, la maestra que orgullosa colgaba sus trabajos y Liliana, la portera, también sonreían.
La señora Lili, como la llamaban, sabía cómo preferían la merienda cada uno de los casi 300 chicos de la escuela. Le guardaba a Mara paquetitos con viandas. Muchas veces, sobre todo los fines de semana, esos paquetes fueron lo único que había para comer. Unos días antes de la ceremonia de despedida, le obsequió una remera con el hada Campanita y un par de hebillas con unas estrellas plateadas. Todo eso estaba arruinándose. A pesar de que el chaparrón la empapaba totalmente, su cuerpo hervía.
“No, papá, no”, dijo y cerró los ojos afiebrados.
Los abrió en otro escenario de su pasado. 1983. En el galpón que él cuidaba frente a las montañas de basura más enormes que vio jamás. Jugando con unas bolsas de polietileno gris, lo escuchó repitiendo indiferente “No seas tonta, es muy común. Muy común”, mientras anudaba el plástico oscuro en el que algo de cierto peso aún se movía.
Capítulo 4
Como decía la canción, el chaperío estaba inmóvil. La prefabricada destruida donde vivía se apoyaba muy oblicua en La Nave del Olvido, un boliche del Bajo Flores. Era el 4 de agosto de 1992.
La Nave del Olvido. Mara reiteró el nombre torciendo los labios apretados por la ironía y pensó en su padre. Miró alrededor y se levantó. No quiso que la contagie la madera vencida de la casa. Calentó un mate cocido.
Creyó que Emilio no tuvo la reacción del otro día por lo de la basura, ni por nada de lo que ella hizo o no hizo. Nada de eso. No fue por la manía de los muñequitos de cartón, ni por coleccionar palabras y escribirlas en las paredes, ni por ninguna de sus “rarezas”. Hasta permanecer en silencio, querer estudiar o que los gatos la sigan... todo le molestaba. Entonces en el fondo era otra cosa...
Admitió ser un poco “rara”, pero fue entendiendo que lo de él era una especie de revancha. Estaba grande