El Fuego dice Maravilla. Celia Alina Conde
Porque antes que nada se llenaba de alcohol... en fin... elementos que empeoraran las cosas no faltaban. Pensó y volvió a torcer la boca.
Descolgó el colador tomando una taza. Era temprano. Aunque este año decidió no ir a la escuela, el hábito de levantarse a la mañana le servía para buscar trabajo o alguna changa, y la salvaba de ese círculo enfermo.
Dudó de si haber dejado de estudiar fue una buena idea. El trato de su papá siguió empeorando y conseguir plata se convirtió en su obligación.
“Si tuviera a mi mamá, ella me habría ayudado a estudiar. Estoy segura de que le hubiera gustado. A la edad en que a otras chicas les prometen fiestas, paseos, regalos, a mí me empujan a la nada... ¿Por qué no estás, mamá? ¿Qué te pasó? ¿Por qué alguna gente se muere y otra no? ¿Y si me voy yo?... Sería fácil. Irme en la nave del olvido. La nave de la nada... Basta”. Se detuvo.
Aunque le dolió haber visto su vida en la mugre, se apartó de la cocina caminando hacia la mesa. El calor del jarro de chapa la sacó del empantanamiento. Con la mano libre intentó relajar el cuello. Las que continuaban allí también, más persistentes que sus recuerdos, sus preguntas o sus sueños, eran las cicatrices de su tatuaje. Ese dibujo que llevaba desde no sabía cuándo cruzando su espalda del lado izquierdo de la cintura al omóplato derecho. Tocarlo era como asegurarse de ser quien era, por lo menos eso. No sabía cómo se lo hicieron, ni por qué. Su papá seguía sin responder.
Acercó una silla y se sentó cerrando los ojos. Nuevamente en su cabeza, apareció la enorme bestia de la visión de su distanciamiento. Por un instante dejó de respirar. Cayó en cuenta de la similitud entre ambas imágenes. La que cargó siempre en la espalda y la que se elevó en su mente con una gigantesca figura sobre un fondo rojo... La que se adelantaba en los sueños, la que impedía que su padre se le tirara encima.
Escuchó los apagados ronquidos de Marcela que dormía. Emilio no estaba. Tal vez en la panadería necesitaban una mano. La esposa del panadero la trataba bien. Las veces que trabajó para ella pararon para comer y le pagó como correspondía. Usaba aros finitos, circulares y un pañuelo de colores para sostenerse el cabello. Un amor.
Marcela no era así, ni un poco. Mezquina y quedada. Su perfil, un conjunto hinchado de curvas, se acomodó en la oscuridad.
No le tomó una hora juntar su ropa y borrar las marcas que había hecho en las paredes. Decidió deshacerse de lo que no iba a llevar usando unas bolsas negras... Tenía que esforzarse por apartar las señales que los sueños le sembraban a cada paso.
Exclusivamente le interesó conservar la guía de calles, un viejo diccionario y una mínima libreta morada, que compró para liberar un poco sus pensamientos de la tensión de esos días. Las tapas daban la impresión de ser la piel de un reptil. El primer dibujo que hizo fue una mujer sentada junto a un gato.
Recogió las últimas figuritas de cartón. Mezcló la frazada que usaba con el resto de trapos y cajas que hacían de ropero, nada de allí estaba usualmente ordenado. Nadie podía asegurar que alguien armaba su cama en ese rincón. Se abrigó y salió, llevándose todo lo que iba a tirar y la pequeña libreta. De algún modo el dibujo que hizo la tranquilizó bastante.
Capítulo 5
Le gustaba caminar. El frío le ardió en la cara. Se apuró, largando el aire a chorros, fabricando columnas de vapor más o menos altas. Las atravesaba con determinación, animándose. “Allá voy, futuro. Mirá lo que te hago”, decía. Pegó una vuelta por Castañares y Mariano Acosta, donde estaba la casucha del sueño. Respiró con algo de esfuerzo y avanzó. Allí vivieron con su papá por el 86. Un precario monoambiente de madera, cartón y chapa. Pocos metros cuadrados, piso de tierra, sin baño. Lo compartieron con otra de sus novias... Mabel, la paraguaya. Le caía bien esa mujer que le arreglaba el pelo y le contaba historias. Una de las paredes de la casilla era un chapón con un afiche pegado de La historia oficial. Mara nunca había ido al cine, pero Mabel le contó con tanta admiración que esa película ganó un premio muy importante que le dio curiosidad. Se prometió que si su suerte cambiaba iría a verla. “Oficial, rima con legal”, pensó. Desde que a su padre se le escapó lo de Silvia, “vos pará de joder o vas a terminar de puta como tu tía Silvia”, que la obsesionó la idea de sacarle los documentos. Los necesitaría para huir. Emilio siempre se los ocultaba y se ponía nervioso cuando los tenía que mostrar, sobre todo a la policía. Varias veces les pasó cirujeando. Cómo le cambiaba la cara. Escondía rápidamente su temperamento bajo un silencio que lo dejaba jorobado.
Recordó que cuando vivían con Mabel peleaba solo si tomaba mucho y no parecía quebrado, tampoco daba la impresión de odiarla todo el tiempo. Aunque dejaron de frecuentar conocidos y amistades por esos enfrentamientos inútiles.
En esa época Mara insistía en preguntar por su mamá. Él lograba esquivarla con facilidad, pero se irritaba cada vez más ante su perseverancia.
“Ustedes son mis mujeres ahora. ¿Entendés? No hay otras... Cuando yo me pongo malo, me traés un vaso, me das un besito y se nos acaban los problemas... No hace falta nada más”, dicho esto le palmeaba el culo y la empujaba, alejándola.
Dio vuelta la esquina y descubrió una fogata, observó a las personas que se calentaban quemando basura, se inclinó levemente a modo de saludo, se aproximó sin detenerse y tiró las bolsas al fuego. Creyó ver algunas siluetas de cartón achicharrarse con las llamas...
Deseó destruir su indefensión y su impotencia, quemarlas... y lo hubiera hecho. Las encerró adentro de ella haciendo una mueca de dolor que le deformó un instante el rostro.
Recordó el primer año en la escuela nueva. La secundaria. No logró acostumbrarse. Solo la profesora de Literatura se interesó por ella. No se acordaba el nombre... lástima...
Le dejó a una pibita que andaba por ahí su remera de hada y encaró para la panadería. Enfiló por Acosta y Riestra, pasando por la entrada del galpón que le cedieron a su papá para cuidar y hacerse una ranchada. Recién habían llegado de Santiago del Estero, en 1982 mientras él batallaba su propia guerra. A los seis años presenció la construcción de una plaza sobre el basural más enorme que jamás haya visto... Ahí, aparte de la suciedad, en una valija azul destartalada, debajo de una montaña de escombros que se desmoronaron no bien ella se corrió, descubrió un diccionario: Norma. Le encantaba que tuviese nombre de mujer... tal vez fuese una señal, tal vez fuese el nombre de su madre. Lo guardó desde entonces. “Quiero escribir palabras largas”, le dijo a Emilio con el diccionario en la mano. “Como tu mamá. Ella estudiaba mucho. ¿Sabés?”. Y nunca logró que contara nada más sobre ella.
Capítulo 6
Acarició el papel y miró a su abuela en la huerta. La máquina de coser que le servía de escritorio estaba ubicada delante del gran ventanal frente al terreno en la parte trasera de la propiedad. Ahí prefería sentarse Lucía a escribir, en la auténtica Singer peronista. Extendió la mano comprobando lo frío que estaba el vidrio. El ambiente olía a tierra mojada. Al fondo veía la pileta como un brillo fino que la silueta oscura de la mujer cortaba a la mitad. Toda vestida de negro tocaba las plantas y removía las matas de pasto en los surcos seleccionando algunas hortalizas para la cena. Sus botas de hule hasta el tobillo, el borde apenas visible de la enagua, la falda un par de centímetros por debajo de las rodillas, el saco de lana abotonado, la camisa, y el pelo blanco recogido en un rodete bajo. Toda ella era la postal viviente de su niñez. La imagen de su abuela lograba un indiscutible retrato de bruja, rematado con sus ojos verdes brillando a la distancia, a pesar de la sombra de la capelina negra que le llegaba hasta los pómulos.
Necesitaba saber más sobre brujería. El tema le resultaba misterioso y familiar a la vez. Por muchas razones lo vinculaba con ellas, con su abuela principalmente, pero también con su madre y su tía. Y justo en ese momento, a los dieciséis, se imaginó un futuro lleno de hallazgos e investigaciones trascendentes. Se imaginó alcanzando con honor un lugar en su linaje de mujeres sabias y poderosas. Porque así las veía.
Se inclinó apoyando el mentón sobre las manos encimadas que descansaban en la tapa de la Singer. Otro domingo