El Fuego dice Maravilla. Celia Alina Conde
despacio hasta el baño. Estuvo segura de que la música, el sueño y el tatuaje la habían ayudado a recuperarse un poco.
Marcela avanzó hacia ella observándola, se detuvo en el marco de la puerta apoyando su voluminosa panza y le dijo:
—Ah, estás viva vos. Otra vez como esta y me hacen parir acá mismo... −Mara la miró indignada−. Sí, dale. Seguí con esas miraditas... no sé quién te creés que sos. Dale. Ya sabemos cómo vas a terminar. −Mara tomó aire y le contestó temblando:
—¡¿Qué decís?!¡¿No ves que casi me mata?! Mi viejo está enfermo, y me dio para que tenga y reparta.
—Sos terca, ¿eh? La paliza no te sirvió para nada. ¿No te das cuenta de que tenés que aprender a hacer lo que te dicen y cerrar la boca?
—Dejame sola... ¿Justo hoy te ponés a charlar?
—¡Qué desagradecida! Nosotros te damos un lugar para vivir, te cuidamos... ¿y vos, cómo nos pagás? Yo sabía, sos mala. −Dejó salir la palabra como si su lengua fuera un aguijón−. Por eso te hicieron esa marca... pero no hay cura para bichos como vos.
Por lo general Marcela no le hablaba. Tal vez realmente pensó que estaba muerta.
—Tu viejo tiene razón... Diablo.
Capítulo 9
Los dos camioneros charlaban juntando objetos para encender un fuego. “Y... vos ¡¿qué podés hacer?! Callarte, negro... ¡¿Quién te quiere escuchar?! Somos ignorantes nosotros, nadie”. “No soy negro, che, no confundas. Soy marronazo. Más bien indio-feo”... Se reían. Estaba oscuro de ese lado de los altos acoplados y había una leve niebla. No hacía tanto la zona fue un extenso pajonal poblado de ranas que se empantanaba, era normal que estuviese muy húmedo. Cuatro arbolitos raquíticos decoraban la esquina. Se escuchaba llegar apagado el rumor de Escalada. A ninguno de los dos hombres se les veía la cara, sus voces sonaban alegres y tanteaban el pasto de a ratos para hallar con qué alimentar la quema.
Cuando Mara se acercó siguieron divirtiéndose con sus ocurrencias, pero bajando la voz hasta que se animaron a preguntarle, para que no se sintiera incómoda (cortesía de gente del interior), si tenía frío, si andaba sola. Iban midiendo sus respuestas con la intención de no molestarla. Uno debía andar por los cincuenta, el otro era bastante más joven.
Mara se arrimó hasta llegar bien cerca de la pequeña fogata y se sentó. El cansancio le tironeó de las piernas doblándole las rodillas. Anduvo todo el día, estaba transpirada y le latía la frente del lado en que Emilio la golpeó.
Se quedó mirando las llamas que la fascinaron y recordó el momento justo en que dejó su casa. Serían la una o las dos de la tarde. Desde la nave del olvido se escuchaba “Under Pressure”, aunque ella no lo sabía en ese momento, iba a recordar esa melodía cuando ya no fuese la misma.
Enfrente, la hoguera hacía volar incandescencias que se retorcían dando mínimos latigazos. Las lágrimas le brotaron del pecho, raíz, tallo y flor, rodaban una tras otra enredándose. Se le juntaban en la nariz y le molestaban para respirar. Tragó varios sollozos. Uno de los hombres le alcanzó un pañuelo. Ni quería asomarse al miedo que se le insinuaba. Se concentró en la paz y en la esperanza que le transmitía la voz del fuego y su tatuaje, el poder del cielo vibrante en las alas de “su” dragón. Cada vez más un escudo protector que le cubría la espalda. Un dibujo feroz mezcla de lobo y reptil alado en el que abajo señalaba una fecha en números romanos y un nombre.
Volvió de sus pensamientos y se encontró con el brillo de unos ojos. Sus acompañantes la observaban detenidos, atentos y callados.
Se dio cuenta de su silencio y de la actitud de trastorno que debía transmitir, por lo que agradeció un vaso de agua que compartieron con ella, pidió otro más, por favor, gracias, y les dijo:
—Trato de encontrar un bar de por acá, parece que está abierto toda la noche. Tengo una tía que trabaja ahí.
Había recorrido desde Lanús hasta Puente Alsina sin suerte. Bajó por Pavón ubicando 17 boliches y bares. Más de la mitad estaban cerrados. Y justo a la hora que abrían no le quedaba resto para un paso más. Pensaba en eso cuando el joven le propuso:
—Yo te llevo. Por acá hay. A la vuelta uno y a un par de cuadras, otro. No sé los nombres.
Le contaron que esperaban una carga nueva para el camión.
—Manejamos seiscientos kilómetros, necesitamos descansar. Nos va a venir bien acompañarte. A él le gusta bailar, pero es temprano todavía para ir. Descansá si querés, en un rato salimos. Me llamo Ismael, y el viejo feo: Hipólito −agregó. Mara se acomodó junto a uno de los árboles flaquitos. Se quedó dormida y tuvo otro de sus sueños...
Capítulo 10
Unas aves negras cruzaron el cielo rojo. Tenían caras humanas que no logró distinguir. Mara se vio a sí misma dormir enroscada como un perro o un gato. Despertó en el sueño dentro de un hueco poco profundo en el piso de tierra de un descampado. Reconoció el lugar, un terreno baldío en el que se escondía a jugar cuando llegaron con Emilio de Santiago, cerca del cementerio de Flores. Era una fría noche neblinosa. Parecía una niña de cuatro o cinco años. Sintió el olor a sudor en la gastada ropa que llevaba puesta. Hubiese preferido ir desnuda. Escuchó un tiroteo y ruidos de un operativo policial. Observó alarmada la esquina del paredón del que vinieron los estruendos y los gritos. Se paró, pero agachada y se dio cuenta de que tenía diez años de golpe... “¿Cómo se llamaba el cuento en el que a una niña le pasaba eso de achicarse y agrandarse? Alicia... en el país de la maravillas. Mara-villa”.
Después de unos segundos de silencio se escuchó, más lejano, el llanto de un bebé. Llevaba las zapatillas de su padre, viejas y destrozadas. Decidió avanzar hasta un grupo de árboles alejados unos veinte metros. Para seguir se sacó las zapatillas, aunque el pasto estaba alto y había escombros. Inmediatamente los pies le crecieron. Al retomar el avance se dio cuenta de que la ciudad se transformó en monte. Sintió un espeso olor a planta. Se movió con sigilo. Otra vez escuchó el llanto del niño, pero más próximo. Luego se sumaron los insultos de una mujer a los gritos, el sonido metálico y esa melodía que ya escuchó soñando otras veces. Siguió adelante, aunque su curiosidad estaba helada de espanto.
Detrás de una arboleda distinguió un rancho, los alaridos y la música provenían de allí. Al lado de la edificación había una especie de quincho, una camioneta, y un perro grande entretenido con algo del piso. Con mucha cautela se aproximó hasta apoyarse en una de las paredes, la ventana de ese lado estaba tabicada. Percibió en la superficie una grasitud pegajosa que la asqueó. Adentro unos hombres hablaban y la mujer que gritaba se lamentaba dolorida. El perro comenzó a ladrar. Uno o todos los registros de alarma que tuvo detonaron. Salió corriendo con desesperación.
Se detuvo agitada. Agudizó el oído para captar si la seguían. Las mangas de la ropa le apretaron los brazos. Como si su cuerpo hubiese crecido y las mangas la ciñeran demasiado. Entre los ladridos sonaron voces y disparos viniendo de la ranchada. Apareció detrás de unos troncos cruzados un niño como de seis años, moreno, con la cara paralizada del terror, que al ver a Mara pegó media vuelta y escapó. Su espalda estaba ensangrentada. Entonces apareció el gran perro que la acechó mostrándole los dientes.
Le tocaron el brazo. Ismael se arrimó para despertarla.
—¿Estás bien?
Recordó la boca caliente del perro, el rancho, la partida, su búsqueda. Apoyó las dos manos en el suelo, respiró y tomó envión para acompañarlos. Los hombres le convidaron mate. La habían abrigado con una frazada. Tambaleó y se afirmó.
—Me llamo Mara, creo que no les dije.
El Sr. Indio hizo un gesto de estar listo. Estaba prolijamente peinado y vestido. Olía a perfume. Confió en él naturalmente. Pensó en la suerte de su padre, y en su figura maltrecha. Un algo se movió en su interior tironeándole el pecho, duro como una cadena que arrastró una sensación oxidada.
Ismael