El Fuego dice Maravilla. Celia Alina Conde

El Fuego dice Maravilla - Celia Alina Conde


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lectura ineludible desde que Alejandra se lo dio contándole que fue una especie de biblia del feminismo en su época. A los 18 años lo hizo circular como diario de cursada. A Simone de Beauvoir le iban muy bien los debates armados en sus páginas, y Lucía lo completaba con sus reflexiones en lápiz veinte años después, viajaba en el tiempo.

      Por lo menos reconocía cuatro bandos, verde, rojo, negro y un misterioso azul del que no sabía casi nada. Su madre formaba parte de los rojos e inauguró la crónica en 1968. En la página 589 Ana, usando el verde (los lideraba) en tono tranquilo, planteaba lo siguiente:

      “¿Por qué la mujer no iba a estar sujeta a la angustia por la finitud y la insignificancia humanas? La mujer-parásito refleja el carácter parasitario y patético de las comunidades a las que pertenece”...

      Continuaba en negro el padre de Lucía, fallecido muy joven, al que no llegó a conocer. Rafael, amigo de la que sería su esposa y de la tía Ana. Era muy fácil de reconocer por su humor... le seguía el planteo con un “querida gusAna”.

      Más tarde leyó lo que el extraño de azul escribió como respuesta a ambos:

      “Sean los unos o las otras, la travesía se da por el mismo valle de sombras (salmos 23:04). La cuestión desde mi punto de vista es creer que la tierra es un oscuro lugar de sufrimientos”.

      Lucía concluyó en que la letra era la misma que citaba eso del martillo de las brujas y la soledad de ciertas iniciadas. Apretó la pequeña bolsa de terciopelo púrpura junto al libro. Su abuela ponía una abajo de cada almohada para perfumar. Percibió claramente el olor a lavanda.

      Se quedó pensando en la “o” de solo, en la respuesta de su madre durante el viaje el sábado anterior y en su propia soledad. Lucía era fuerte, pero a veces la soledad le dolía de cualquier modo. Esa sensación persistente había motivado que le contara a su mamá. “A veces todos mis compañeros se alejan y no me gusta. No sé cómo hacer para acercarme”. Ella le contestó: “Uno de los aprendizajes más importantes y difíciles de estar vivo es aprender a estar solo”, con un silencio de unos segundos subrayó su respuesta.

      El libro había empezado a cambiar las cosas entre su madre y ella.

      Escuchando que el lápiz rascaba la página 138, escribió los nombres de Nadia Comaneci, Margaret Thatcher y Khieu Ponnary del régimen camboyano, al lado de los de Diego Armando Maradona, Henry Kissinger y Augusto Pinochet. Se levantó y buscó a María en la cocina.

       Capítulo 7

      Ya a cien metros Mara olió el pan y adivinó que el horno estaba funcionando. Beatriz, la panadera, la recibió con unas palmaditas en los hombros que también le aflojaron la frente.

      Con una actitud muy dispuesta limpió un depósito grande y armó los pedidos que repartían a tres locales más. Trabajó duro, hasta sacó las hojas acumuladas en un techo de la parte más vieja de la edificación.

      Como era liviana y ágil, se subió sin dificultad. Quedó inmóvil observando a por lo menos quince gatos que la miraban como estatuas. Permanecieron así unos segundos y saltando en todas direcciones, huyeron. Entonces se animó cautelosamente a avanzar ordenando los materiales tirados alrededor.

      Por fin, al ir acomodando las cosas que tapaban la entrada pudo acceder al cuartito delante del que habían hecho ronda los animales. Al mover una chapa y una cantidad de cajones encontró dos crías sobre un pedazo de goma espuma. Eran tan pequeñas que casi no se movían. Las acomodó lo mejor que pudo sin tocarlas demasiado, arreglándoles los objetos que estaban cerca a modo de nido y asegurándose de que no fueran aplastadas por ningún derrumbe. Le pareció que no eran animales normales. El blanco con una mancha negra en la cabeza en forma de corona tenía la trompa exageradamente achatada y el otro, uno negro, un rabito excesivamente corto en vez de cola. Bajó de un salto desde la pared más despejada, con la imagen de los dos bultitos “raros” en la mente.

      Pensó que su mamá se habría sentido orgullosa de su actitud. Jamás hubiese usado bolsas, jamás. Apartó el recuerdo de su mente. Una gran hembra azul de tan oscura, disimulada en un rincón le clavaba sus tremendos ojos verdes... “¿Decís que mi mamá puede estar tan cerca de mí, como vos de tus cachorros?... Ojalá”.

      Afortunadamente a Beatriz le gustaban los gatos. Decidieron dejarle comida a la madre y se despidieron con un abrazo.

      Regresaba cansada, pero feliz. Tocar su dinero en el bolsillo le aumentaba la sensación de incipiente seguridad en sí misma. A medida que caminaba hacia su casa sintió cómo el pecho se le contraía. Trató de aferrar un poco de ese gusto que había sentido y se imaginó una especie de laberinto interno, para guardarlo y dejarlo seguro.

      Callada y tensa entró en la prefabricada. Marcela con gesto zombi ni se inmutó sentada adelante de la tele. Tomaba mate. Emilio revolvía todo con una alteración creciente. Quería seguir tomando y necesitaba efectivo. Mara tuvo la intención de salir corriendo, pero no lo hizo. Se quedó mirándolo con los ojos negros muy abiertos, suspendida como los gatos. “Hola, diablito lindo. ¿Trajiste algo de plata?”, le preguntó arrinconándola más. Mara se desesperó al ver unas hojas de su diccionario desparramadas en el piso. “Dale, que el papi necesita...”, insistió. “Dame”. Ella se agachó con la intención de recomponer su libro. Sintió que se prendía fuego, no tuvo tiempo de darse cuenta de que lloraba. Él la empezó a toquetear buscando billetes. Ella se quiso zafar y lo empujó. “Ah... pero qué hija de puta. Egoísta. ¡¿La querés toda para vos, eh?! ¡Entregá, boluda! ¡Te voy a hacer cruzar el Riachuelo de una patada, inútil! ¡De puta vas a trabajar, como tu tía! ¡Vas a ver si te hacés la mala!”. La agarró del pelo y le golpeó la cabeza. Ella respiró como pudo y sostuvo con fuerza la nuca para no desmayarse.

      En una fracción de segundo entendió que, si lograba aprovechar la situación, su viejo terminaría por irse de boca. “Tengo que aguantar, tengo que aguantar”, se repetía.

      La tormenta que estaba esperando era esta y así comenzaba.

       Capítulo 8

      Ahora podía buscar a Silvia que vivía cruzando el puente. Tan cerca. En un prostíbulo que se llamaba Insomnio. Por fin tenía un destino. La información que había soltado Emilio costó mucho, pero le señalaba un lugar para no huir a la nada. Intentó incorporarse y un dolor agudo le irradió la cabeza. Se palpó una costra de sangre en la mejilla derecha. La desanimó no poder caminar. De la nave del olvido venía una música, aunque sonaba triste la reconfortó. “Canción de amor para un vampiro”. Se quedó quieta y empezó a llorar. Estuvo así un rato hasta que se durmió...

      Soñó con una mujer que la saludaba parada frente a su casa, mucho más oblicua de lo normal. Se fue acercando lentamente porque en la puerta y en la ventana vio revolverse una lúgubre niebla gris que le impedía ver en el interior. La mujer que la saludaba era extraña, porque su rostro no se definía durante el sueño, oscilaba entre ser familiar, desconocido y borrarse. Tenía el aspecto de pertenecer a una “alta” nobleza antigua. Cuanto más increíble le resultaba a Mara, más su ropa “de reina” se malograba. Hubiese deseado que fuese su madre, pero no, al final, reconoció el rostro y la apariencia de Beatriz. Aunque su cara continuaba sin definirse del todo.

      Este personaje esperó a tenerla cerca para tomarla de la mano por sorpresa y metérsela hasta los codos en la oscuridad que se arremolinaba. Palparon algo vivo que a Mara le produjo una sensación nauseabunda. De a poco el efecto fue transformándose en lo que se siente al tocar el lomo de una enorme bestia, el abdomen de un caballo muy grande o algo así. Después de que se preguntó si sería la panza de su dragón, la superficie cedió y se redondeó, tomando la forma de dos cuerpos muy pequeños que entraban en sus manos. Las retiraron de esa nube grisácea sosteniendo a los dos gatos, esos que había acomodado en el techo de la panadería. El negrito tenía dos colas, y el blanco un enorme tercer ojo en la frente de su cara achatada.

      Miró el rostro de Beatriz que le mostró unos fieros colmillos en una sonrisa humeante. Daba la impresión de estar esperando para levantar vuelo. En su espalda se abrieron un par de extraordinarias alas escamosas. Recién cuando


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