Así escribo. Delia Juárez G.
ameritaba un gran festejo. En aquellos felices tiempos las crudas sólo me duraban un día, una penitencia bastante benigna comparada con los beneficios que me reportaban mis adicciones.
A principios de los noventa el cuerpo me pasó la factura por la sobredosis de irritantes nerviosos. Comencé a padecer insomnio crónico y tuve mis primeros síntomas de neuritis: inflamaciones dolorosas de los nervios en las articulaciones. Una tarde, cuando luchaba por perfeccionar el primer párrafo de un cuento, tuve una baja de presión con principios de taquicardia. En el cenicero había una montaña de colillas y descubrí con espanto que en menos de dos horas me había fumado una cajetilla entera de Marlboro. Esa noche vi por televisión a Carlos Salinas de Gortari, rebosante de salud, corriendo en Agualeguas con su hermano Raúl. Detestaba a los dos atletas por haber participado en las protestas por el fraude electoral del 88, y al verlos en un estado físico tan envidiable sometí mi vida bohemia a una severa autocrítica. Los truhanes con voluntad de poder cuidaban al máximo su salud, mientras que yo, su enemigo ideológico, estaba hecho una piltrafa por jugar al poeta maldito. A partir de entonces decidí buscar ayuda médica para no malograr mi voluntarioso talento. Un neumólogo me advirtió que si no dejaba pronto el cigarro tendría enfisema antes de los 40 años y un especialista en problemas de insomnio me prohibió el café. Ambos hábitos eran parte de mi rutina creativa y temí que sin ellos no podría volver a hilar tres palabras. Me resigné con relativa facilidad al café descafeinado, pero vencer el hábito de fumar ha sido un calvario, porque padezco una tremenda compulsión oral y no puedo ordenar las ideas sin meterme algo a la boca, como si succionara la teta invisible de la que brota el lenguaje.
Aunque dejé el tabaquismo en 1992, hasta la fecha sigo siendo un fumador virtual y necesito buscarle sustitutos al cigarro cuando me siento frente a la computadora. Durante mucho tiempo masqué chicles Trident con un denuedo neurótico, al extremo de aflojarme varias muelas. Como el dentista me estaba saliendo muy caro, sustituí los chicles por unos caramelos dietéticos brasileños, Splum, que compraba por toneladas en Liverpool. En una jornada de trabajo podía ingerir diez o doce caramelos sin perjudicar mi dentadura. El problema era que el Splum me provocaba gases, y cuando tenía una comida social después de haber escrito por la mañana no me daba tiempo de expelerlos en privado. Mi experiencia más angustiosa en materia de flatulencias ocurrió en casa de María Félix, cuando la entrevistaba para recabar los testimonios recogidos en su libro Todas mis guerras. Después de haber ingerido una docena de dulces tenía los intestinos al borde del colapso, pero ¿cómo tirarme un pedo delante de la Doña, que me imponía un respeto rayano en el terror? Con oportunas toses logré disimular la sonoridad de los misiles. Supongo que a su provecta edad María ya tenía un poco atrofiado el olfato, pues de otro modo me hubiera echado a la calle.
Harto de pasar vergüenzas, hace cuatro años logré vencer la adicción al Splum y desde entonces escribo a capella, tragándome las tensiones con un rigor espartano. No he logrado, sin embargo, vencer a mi peor enemigo literario, el insomnio, a pesar de haber reducido drásticamente mi ingesta de alcohol. Aunque sólo beba tres whiskies cada quince días, el síndrome abstinencia que todo ex borracho arrastra consigo me quita el sueño, y cuando amanezco atarantado después de una noche en blanco la frase más inocua me cuesta sangre. Para salir de ese círculo vicioso escribo sólo por las mañanas. Después de comer procuro distraerme con otras ocupaciones, pues de lo contrario seguiría corrigiendo mentalmente el texto cuando me voy a la cama. Si dejara de beber por completo quizá dormiría mejor y escribiría más. Pero tampoco me entusiasma ser una gallina ponedora que se desvive por abultar su bibliografía, como ciertas glorias nacionales embalsamadas en vida, que tendrían un público más fiel y agradecido si por cada tequila hubieran escrito diez páginas menos.
José Agustín
Administrar la energía
José Agustín (1944) es autor de los libros: De perfil, La tumba, Armablanca y Vida con mi viuda, entre otros.
Toda mi vida he escrito de noche. Hola, oscuridad, vieja amiga, de nuevo te saludo. Empecé a los once años de edad, y mi madre se escandalizaba al descubrirme tecleando a las cuatro de la mañana. Bueno, en realidad, yo escribía a todas horas, por lo general a mano, con mi pluma fuente Esterbrook de puntas intercambiables y tinta morada, en cuadernos sin raya y de forma “francesa”; o en la Olivetti de la casa. Era como un juego que además podía practicar en parques, cafeterías, autobuses, en la escuela, o en mi casa, donde me instalaba en la sala entre gente que entraba y salía. Me daban ganas de escribir y lo hacía, por el puro gusto, sin esperar nada; a menudo se me borraba la realidad y yo me ubicaba en una especie de estado de trance. Qué maravilla. Mi fertilidad parecía inagotable, aunque, claro, como casi todos, después tuve que escribir mis ondas en medio de los empleos y robándome tiempo. Quizá por eso me volví night tripper. En 1967, a los veintidós años, me prometí no aceptar nunca más chambas de ocho horas para tener la libertad de elegir mis propias limitaciones.
A partir de entonces produje mucho, un tanto caóticamente, sin horarios fijos, entre estrepitosos reventones y múltiples trabajos: di clases, escribí en periódicos y revistas, hice teatro, televisión y sobre todo guiones de cine, que también me apasionaban. Hasta la fecha nunca he escrito por obligación ni por compromisos. Acepto encargos, pero si los proyectos no me prenden, no los hago. En verdad, para bien o para mal, he podido hacer lo que me gusta. Así fue hasta que di clases en universidades gringas y tuve que ajustarme a otros tiempos, lo cual no se me dificultó, pues en realidad se trataba de empleos nobles, con cómodos y ajustables horarios. De cualquier manera, se reforzó mi sentido de la disciplina y de la responsabilidad. Aprendí muchísimo en la vida académica. Durante los años 1980, de nuevo en México, ya sólo trabajé en la televisión, con mi propio programa “Letras Vivas”, y cada vez tuve más tiempo para escribir literatura. Ya en la década siguiente, a casi treinta años de mi primera publicación, las regalías me dieron una base ecónomica que cubría mis necesidades más apremiantes y era suficiente para dedicarme tan sólo a los libros. Qué maravilla poder vivir, al fin, de escribir, de mi único y verdadero trabajo.
Para entonces se asentó en mí otro modo de vivir y nuevos sistemas para trabajar. En las mañanas atendía cuestiones de la casa o me ponía a leer. Dormía una siestecita después de comer y escribía a partir de las cinco o seis de la tarde; le paraba a las ocho, hacía yoga y meditaba, mientras mis hijos le daban a sus tareas y veían tele; después cenaba y regresaba a la máquina. A la medianoche me hallaba mejor que nunca, así es que me seguía, metidísimo, sin sentir el tiempo, hasta las tres, cuatro o cinco de la mañana. Con frecuencia veía amanecer.
Este vuelo me duró hasta que cumplí sesenta años, justo al concluir mi novela Vida con mi viuda. Comprendí entonces que la edad me pesaba y que cada vez aguantaba menos las desveladas. Tenía que dejar la escritura nocturna y aprender a trabajar de día. Se trataba de un cambio sustancial, que me obligaba a modificar los hábitos de toda la vida. Me resultó dificilísimo. Además, en los últimos años había producido mucho y quizás pateé a la musa más de la cuenta. Después de Armablanca, otra novela “nocturna”, en 2006 varios problemas de salud me enfrentaron a la realidad del inicio de la vejez y, claro, obstruyeron mi escritura. De cualquier manera, tenía varios proyectos en mente y me propuse realizarlos.
En los últimos años no he parado, y lo mismo me he visto como un cazador dispuesto, bien equipado, sólo que por desgracia se situó en un lugar donde no hay nada que cazar; o como quien da alcance a la caza y obtiene presas para su propia alimentación, para compartir con los demás y para ofrendar a los dioses. La perseverancia trae buena fortuna, de cualquier manera, y ahora estoy a punto de concluir una obra en la que aposté mi vida, pensando que en esta fase debo dar todo. Escribir no ha acabado conmigo, o quizás es un “suave que me estás matando”. O de plano me revitaliza. El cuerpo, renuente, a veces ya no quiere, pero no impide que mi espíritu siga intacto, incluso más enriquecido.
De alguna forma creo que puedo rebasar esta crisis de iniciación a la vejez y emprender un nuevo ciclo, otro ring of fire, y seguir vivo, es decir, escribiendo. Mi gran problema ahora es administrar la energía. Aún