Así escribo. Delia Juárez G.
“fuertecitas”. He vivido otras vidas, tiempos diversos, distintos universos. Sin embargo, quisiera seguir, aunque me consuma. La idea de que la literatura me lleve a la muerte no me desagrada en lo más mínimo, así sería como un gran erotómano que fallece en un orgasmo, o como Huxley, que se fue entre los misterios transfigurantes de la mescalina.
Carmen Boullosa
Entre la cacería y la introspección
Carmen Boullosa (1954) es autora de los libros: Antes, De un salto descabalga la reina, El complot de los Románticos, El Velázquez de París, La patria insomne y Cuando me volví mortal, entre otros.
Si puedo, escribo en la cama, a mano, desde que despierto hasta la hora de la comida. Empiezo sin acabar de salir de la batalla nocturna, que es bastante farragosa por el insomnio. Cuido celosamente mi fragilidad matutina, la utilizo, uso la resaca de la noche. Rumio entre sueños y des-sueños. Voy con las sombras, los silencios, los mensajes del otro lado, los hijos bastardos de la obsesión.
En las tardes y noches pienso, tramo, planeo, organizo; hago mapas, trayectorias, carreteras; acumulo imágenes de los museos, las bibliotecas, la red, el cine, el mercado, la calle. Tomo notas. Necesito siempre la tinta y la libreta. Y, como adelanté, libros. Aquí empieza el conflicto. A menudo tengo que dejar la cama e irme a la biblioteca. Si puedo, traigo los ejemplares a casa (me hago pedazos la espalda y el cuello cargando kilos de aquí para allá, subiendo y bajando escaleras del subway, caminando cuadras de Harlem), o me quedo en la biblioteca tomando notas. Pero un libro no se lee igual afuera de la cama. La cama es un espacio sagrado. En la cama vivo la vida literaria. Lo de afuera de la cama es puro formulario y corrección. La cama es mi consejera y crítica. En la cama todo se pone a prueba.
También escribo en los aviones, el asiento aéreo es como una cama portátil, con la ventaja y las desventajas de la comunidad ambiente. Anoto, imagino, me concentro, afoco, resuelvo problemas. Me sé frágil, por esto debo reconstruir todo. Es como estar acabadita de despertar todas las horas que dure el vuelo.
Durante muchos años usé una pluma fuente Cross, plateada y delgada, ligera e infalible. A principios de los noventa ya la tenía conmigo. Un día, en La Biela, en La Recoleta, en Buenos Aires, intercambié crosses idénticas con Bioy Casares. Escribí con su pluma todas mis novelas y poemas desde entonces, hasta que me la robaron en el verano del 2007, en la estación Trastevere, el 20 de junio. Unos cacos se llevaron toda mi oficina portátil, incluyendo nuestros pasaportes y pasajes. Íbamos camino a Sicilia, nuestro vuelo “cayó” en huelga —el único del día—, nos reacomodaron en uno cinco horas después, y yo me ennecié con ir a comer a Roma, fue esto lo que nos puso en el predicamento. En la maletita también venía una libreta florentina que celosamente atesoré hasta que le llegó su hora, traía prácticamente terminado un largo ensayo sobre un pentimento de Gentileschi que también perdí para siempre. Lo del ensayo pasa, me gusta más así, imaginado es impecable, es él mismo un pentimento que me alimenta. En cambio, no me resigno a la pérdida de la pluma, no la supero. Desde entonces mis libretas son cochineros, el optimista diría que parecen hojas de pruebas de papelería.
No encuentro pluma que supla aquella Cross. En 2008 compré una nueva Mont-Blanc en Veracruz, en el Café de la Parroquia, pirata pero auténtica (lo supe después, en la venta me sedujo su aspecto de falsa, con la punta de la tapa hecha de plástico transparente, creí que era chafa, ahora que tengo el modelo bien estudiado juro que no es de verdad pirata, sino una legal tarifa tercermundista). Escribe bien, el punto noble, el peso es adecuado, fluye regular la tinta. Pero a pesar de su estrella flotante, no la quiero. No me acostumbro. Tengo otra Mont-Blanc gordita de cuerpo y punto desde hace mil años, la estimo, mucho, pero tampoco sirve para escribir. No hay reemplazo para la Cross que usé de segunda mano.
La segunda mano es imprescindible para escribir. Se escribe acompañado de otros. Por lo mismo, mientras escribo una novela leo vorazmente poemas, especialmente de los clásicos.
Los objetos para escribir son la antesala del laboratorio, necesito controlarlos, tenerlos bajo total dominio. En cambio, mi atestado estudio es el desorden, sus secretos saltan a mis manos por motu proprio o por mi voluntad, nadie puede desentrañarlo sino yo (si acaso).
Escribo en el punto medio entre la cacería y la introspección. Cazar, perseguir, observar, detener. Disolver. Descartar. Elegir. Ordenar, ordenar.
Me gusta tener a la vista el mar. El mar pueden ser las hojas de los árboles en la ventana. No escribo sin ventana. La del avión es perfecta, es mar puro. La de casa plantea problemas en el invierno: árboles pelados. Un día, vi una bolsa de plástico atorada en una rama, zarandeándose con ritmo frenético, y la pensé favorable, era un mar artificial. Esa bolsa era el movimiento de la muerte.
Durante años escribí de noche. Pero la última década requiero de la luz. Las tinieblas ya están en la materia prima. Busco la luz para adentrarme en las sombras, para contar historias. Cada día me importa más la trama. Ésa es la luz. Es lo único que hace sentido en este mundo idiota.
Xavier Velasco
En los zapatos del capataz
Xavier Velasco (1964) es autor de los libros: Luna llena en las rocas, Diablo guardián y La edad de la punzada, entre otros.
El parapeto mide dos por uno y medio. Diría que es una celda, si no hubiera esta vista espectacular. Juraría que es un escondite, si no tuviera pinta de escaparate. Aceptaría que es sólo un balcón, si no lo empleara a diario para librar combate con monstruos y demonios. Pasado el mediodía, un poco a espaldas de la novela en curso, descargo estas palabras sobre una página vacía del cuaderno —enorme, de argollas, especial para bocetos— que uso como pizarra, o agenda, o bitácora, o casi cualquier cosa porque sus hojas gruesas y anchas son la tierra más libre que he conocido. Diría que combato para defenderla, pero hay días que actúo como su enemigo y culpo de ello a monstruos y demonios, que a todo esto me deben la vida. Somos uno y legión, no quiero imaginar qué papelón haríamos a solas.
Peleo contra el pánico a no ser suficiente, luego de haberme dicho durante tantas lunas que lo sería de sobra, pues de noche se piensa uno capaz de cualquier cosa y ay, de día le toca demostrarlo. En la niñez, el día era un desierto abominable del que frecuentemente me redimía la tarde. Horas largas mirando las ventanas del aula donde nada asomaba sino nubes y cielo, pero ya lo demás se adivinaba lo bastante suculento para darse a inventarlo de cualquier forma. No sería un pupitre el parapeto ideal para iniciarse en los combates literarios, pero tenía dentro lápices, plumas, libretas, cuadernos: armas legales todas cuyo uso clandestino quedaría encubierto por esos cientos de columnas de garrapatas contrahechas, que para diario horror de mi madre yo osaba hacer pasar por caligrafía. ¿Cómo le iba a explicar a la inocente que la bonita letra se lleva mal con el malandrinaje?
Aun hoy, que por fin las recorto a punta de ronquidos, las mañanas me tratan con la punta del pie. No bien abro los párpados, miro el reloj y me propongo estar en mi puesto no después de las diez. Cosa algo complicada, pues aún no hay nada propiamente puesto sobre el balcón que mira a la barranca. Falta el sillón. La música. El tapete. Los víveres. La sombrilla. La idea es no moverse del parapeto, una vez que comiencen las escaramuzas. Pero ya he dicho que éstas arrancan mal...
Alguien adentro quisiera una coartada para quedarse el día entero holgazaneando. Imposible, le digo, de vuelta en los zapatos del capataz, asombrado de estar de pie a estas horas en que, jura mi madre, ya los perros buscan la sombra, y a mis ojos semejan aún la madrugada. Metabolismo nocturno, dicen. Por años me propuse alcanzar la espartana disciplina de aquellos novelistas admirables que hacen lo suyo desde que amanece; hoy aduzco que mis dominios íntimos se rigen por la hora del Pacífico.
Al capataz le he dado un poder indecente. Nadie como él asume que lo que es yo no entiendo por la buena. Cada tarde, nada más terminar, planto en un calendario de